Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS

Nos interesa describir lo que se ha dado en llamar el paradigma médico de la discapacidad y, de alguna manera, cuestionarlo. Porque se tiende a entender la discapacidad como una condición de salud, es decir, una patología, una enfermedad y esto, que pareciera una verdad palmaria, no es la discapacidad. Insistir en la expresión última de la disfuncionalidad oculta el escenario real donde discurre un intercambio lleno de tramas sutiles. El espacio sensible de curación y prestigio médico debe dar paso a aquel menos espectacular pero sí definitivo y rotundo: ese del accionar desde el estatuto de un sujeto jurídico –aquí ya todos somos actores y la persona con discapacidad (PCD) cesa como paciente.

La discapacidad es una condición funcional del individuo, tras la recuperación hay novedades y consecuencias, ya no tanto para su historia clínica, como para su integración en la sociedad, es decir, su instalación en el medio civil, donde ya él no está presentando una crisis orgánico-médica de salud. Aquello quedó atrás, y ahora debe enfrentar efectivamente la integración, debemos vérnosla con la reconfiguración de unos derechos a partir de la situación distintiva del individuo, aunque en el mismo horizonte de la ciudadanía. Mismos actores, mismo acuerdo encarando otras exigencias de un sector de los comprometidos, al modificarse sus instrumentos y alcances de interrelación con el entorno entonces es preciso adecuarlos conforme a sus potencias y aptitudes.

Entender este razonamiento, cuyo fondo silogístico es dialógico, no técnico, es clave en la comprensión del ordenamiento jurídico, pero sobre todo descubre el alcance del amparo y la solidaridad en las sociedades democráticas, o cuyo desiderátum es la democracia. Tras la sanación y la apoteosis médica viene la rehabilitación, y aquí ya los protocolos aunque estén presentes no son tan claros. La restauración médica advierte que quedan fijados unos potenciales, hasta dónde el individuo puede llegar en el uso de sus habilidades disminuidas, y esto ya sería una primera referencia forense para el ajuste de los derechos (verbigracia, una persona con movilidad reducida requiere no solo que se le garantice un puesto de estacionamiento, este deberá estar lo más cerca posible del acceso principal). En una figuración espacial podríamos ver cómo en la medida del avance desde la asistencia tecnomédica hacia la escenografía urbana, el lugar real del intercambio, va apareciendo la complejidad aportada por la presencia del resto de los actores, cuando el paciente egresa de la instalación hospitalaria concluye una fase donde sus derechos dependen de la competencia de unos saberes y la relación personal con unos operadores (médicos, asistentes, enfermeras).

Ahora deberá enfrentar un escenario impersonal y decididamente difuso, y así empieza a verse cómo al abandonarse aquella primera etapa de la asistencia el individuo se encuentra con los conflictos propios de una realidad alterada. Su voluntad y disciplina ya no son suficientes, se descubre ya no como sujeto de una dolencia y al margen las políticas de morbilidad, a la esperanza médica, y quizás su solidaridad, adviene un estado de desconcierto y desamparo. El tratamiento reparador suponía un esquema ejecutable de terapia y verificación, había un punto de llegada, ahora debe lidiar con los reales límites de la rehabilitación, y aunque estos siguen dependiendo de unos operadores, interlocutores institucionales y demográficos, no hay un protocolo controlable, quizás ni siquiera visible.

El solitario reducido al consuelo de su fatalidad y la medicina lenitiva como vectores de solución cesan, corresponden a un tiempo cumplido en el cual la sociedad del conocimiento ha mostrado su relevancia, y a la vez su finitud. La significación social se construye fuera del utilitarismo y con datos distintos a los de la constatación empírica, en realidad aquella descansa sobre el criterio y este no es relativo, es absoluto en cuanto es expresión de una moral salvífica, generalista. En el ejercicio de la justicia el conocimiento debe renunciar a cierta objetividad que viene de la ascendencia de la materia, debe crear la novedad, forma ruidosa de lo variable, desde un absoluto: frente a este vacío se encuentra la PCD cuando se dispone a sumergirse en el siguiente mundo de su retorno a la rutina. El entorno deficiente y opresor es un nicho que actúa como Lecho de Procusto en quien requiere de adecuaciones, el alcance de su gestión está ahora condicionado por la continuidad de un horizonte plagado de carencias y actitudes destructivas: hábitos ciudadanos como resistencia, vacíos jurídicos, desamparo de las normas, recelo de la concurrencia. Su discapacidad se muestra en esta fase como una insuficiencia de la misma comunidad, esta se revela como un mecanismo operativo reflejo, subsiste a partir de un movimiento desencadenado, reacia a la introducción de elementos sutiles distintos al uso masivo y la aclamación.

La condición real del individuo ya no dirige su restauración, era referencial solo hasta lo médico palmario, y en este punto la responsabilidad tecno-médica debería reformularse, ella debe enunciar las condiciones de restitución total desde una indicación sine qua non, del cumplimento de las demandas siguientes de ese paciente-ciudadano. Son derechos, y a fin de cuentas la medicina es un saber, una ciencia antropológica, y desde su prestigio y ascendencia debe condicionar las posibilidades futuras de bienestar de aquel paciente: usos, gradaciones, accesibilidad general (física, psíquica, empleo).

Hablaríamos así de una prolongación de los factores condicionantes de la discapacidad en el escenario civil, ya no solamente de accesibilidad física, sino la interrelación del individuo con el medio social. La asunción de la militancia de los derechos de las PCD ocurre casi exclusivamente entre los miembros de esta minoría, y está bien que así sea, pero muestra una anomalía en el impulso de adscripción de esa sociedad, cuando no se asumen las necesidades de las minorías el resto renuncia a una manera de inclusión: la de su particular minoría, pues todos somos distintos en medio de un acuerdo que solo autoriza la regularidad de usos (ideas políticas, religiosas, espiritualidad, gustos, educación, visión del mundo, en fin). Esto se cumple sin pausa en las sociedades subdesarrolladas, pero incluso en los países industrializados, de observación democrática, hay regresiones cuando esa democracia deja de fecundarse en la validación de los absolutos y se hace juridicista e igualitaria.

Estamos así en un escenario donde la discapacidad se nos revela como un objeto más de servicio, por la naturaleza que supone su atención, por el atenuamiento del potencial biológico, el aumento de la expectativa de vida, de alguna manera la etapa de la ancianidad es una restricción funcional en ausencia de patología. Poner en primer término los elementos del acuerdo, del consenso, entender que sin la consagración de un estatuto superior, que englobe la variedad de prácticas de los saberes enmendadores no hay ninguna posibilidad de sostenimiento y reproducción de los derechos de las PCD. Ese estatuto corresponde a la fuerza del imperativo civil, y es preciso exigirlo como garantía de unas modalidades reales y que se verifican en la acción práctica. Siempre me ha parecido que esa silla de ruedas, de signo indicativo pasa mentalmente a símbolo, es un contrasentido porque pone en primer término una imposibilidad. Termina enfatizando la anti-rehabilitación.

Entonces el paradigma médico, ejecutor de la recuperación de la condición original del individuo o su restauración parcial, alienta un equívoco grave, la medicina curativa es hija natural del asistencialismo, y en las tareas y aspectos civiles el asistencialismo resulta un inconveniente. Porque los programas y las campañas sanitarias están dirigidas básicamente a paliar los dolores, los conflictos inmediatos funcionales del individuo, desde el punto de vista de la morbilidad y la epidemiología como un suceso natural, y sin embargo obsérvese cómo estas emergencia suelen tener etiologías últimas ajenas a contagios o infecciones (carencia de agua potable, quema de basura, por ejemplo). Pero ya se dijo, una persona con discapacidad, es una persona con una condición funcional, no una condición de salud. Y su escenario de desarrollo y redención es ahora el horizonte de la sociedad, de interrelación con otros individuos, con instituciones. Es un asunto donde educación y aleccionamiento tienen una función determinante para alcanzar el objetivo último llamado integración.

Inclusiónequiparación e integración aparecen como la trinidad de la siguiente etapa, y si esta es una sucesión delimitada y aunque pareciera no ofrecer ambigüedades para ser abordada, en realidad es sólo una guía de lo que está antes y después, un orden mecánico. Se verá cómo esos tres aspectos de la gestión son abstracciones difíciles de operacionalizar y son simultáneas.

Incluir es tomar en cuenta, sumar, pero cómo sacar esta acción del puro acto demagógico del censo; equiparar es poner en igualdad de condiciones, crear un protocolo susceptible de asegurar el alcance de quienes quedan fuera en un mundo diseñado para la mayoría, cómo hacer esto sin que los ciudadanos recelen; integración, finalmente, es la desaparición de lo distintivo, se hace invisible en virtud del mimetismo del ejecutado consenso. A diferencia de un tratamiento médico, estas fases no están separadas en el tiempo, son simultáneas y su efecto obra desde una inmunología llamada paradigma civil. La percepción de la equiparación como privilegio es frecuente en comunidades sufrientes, atascadas en su fracaso, martirizadas por carencias materiales, y aquí no se pueden hacer concesiones, no debemos confundir justicia social con desarrollo humano e institucional. En su libro Estigma (1963), Erving Goffman cita testimonios de personas con discapacidad encarando el recelo del público en general, subordinar su alto grado de rehabilitación para que no haya equívocos (“Aprendí también que el inválido debe ser cauteloso, y no actuar de un modo diferente del que la gente espera de él»). Si la PCD no actúa de determinada manera y no cumple un rol esperado, y no se muestra indefenso, lastimado, “si no satisface esta expectativas, entonces (ellos) se volverán inseguros y suspicaces”.

La equiparación no se produce como resultado de un acto de cortesía o de buenas maneras de los ciudadanos, puede llegar a ser incluso una medida coercitiva, punitiva, que irrumpe contra unos hábitos, y sin embargo movilizada por lo consensual pleno, y esto sería el equivalente de terapia de choque –hasta aquí la comparatística. Esta igualación, y la palabra es casi antónimo de privilegio, significa crear condiciones ecológicas para quienes tienen un handicap, y puedan interactuar en la estructura societaria con u particular potencial, gestionar su bienestar y desarrollar sus competencias jurídicas en una cultura democrática. El clásico ejercicio demostrativo-docente ponte en mi lugar, busca insistir en aquello que falta cuando los sentidos disminuyen, lo faltante no serían más sentidos sino cuanto pone lo real al alcance de aquellos sentidos.

Acercar, y no siempre es simplificar, pues estamos hablando de la sustitución de cuanto falta, el ciudadano que diariamente sale a la calle en condiciones de plenitud de sus sentidos, no suele ser consciente de la trama de mediaciones que deben cumplirse para la realización de su rutina de alteridad. Para él todo aparece como un paisaje natural, pero sin aceras tendría que exponerse al tráfico vehicular, sin el sistema de significación referencial de la ciudad no sabría a dónde ir, cuando retira dinero de un cajero automático es sujeto de normas que ignora, y sin embargo sin ellas no podría dar un paso fuera de su casa. Ejemplos simples pero concluyentes, no hay acciones directas ejecutables desde la autonomía de su individualidad, todo su accionar pasa por un protocolo diseñado para unas capacidades, si para él son invisibles y las ignora en el proceso operativo es porque llegaron a ser tácitas. Pues esta taciticidad debe prolongarse en la operacionalización de los derechos de las PCD, se trata de acordar reglas para un potencial diferente.

Políticamente tuve, y tengo, objeciones para este ejercicio de aleccionamiento, ponte en mi lugar, pero es una manera de sacarle provecho al realismo, y en un medio atrasado resulta útil. Lo hacíamos con frecuencia en la Universidad del Zulia, desde alguna asignatura de la Facultad de Arquitectura y la Cátedra Libre “Integración de Personas con Discapacidad”. Hubo casos en que la persona puesta a atravesar un semáforo con los ojos vendado entraba en pánico, también quienes debían andar en la silla de ruedas ante los autobuses que se les echaban encima dejaban la silla y salían espantados. Es un mecanismo reactivo, de choque, se está así irrumpiendo con los mismos elementes de la exclusión, la violencia soterrada y sobre todo hay allí un exceso de confianza en el pragmatismo que persuade pero no convence. Pues bien, he aquí mi inconformidad, esta clase de inducción tiene algo de policiaca, se aleja de las posibilidades de la educación en tanto que esta no es entrenamiento sino asunción de conductas donde discurren entrenamiento y asimilación, y sobre todo convicciones La representación tiene una ventaja sobre lo representado, y más allá de la previsión y enmienda: no requiere de la experiencia para validar sus acuerdos.

La diferencialidad equiparativa, sobre todo en los países subdesarrollados, es vista con recelo por los ciudadanos y el medio ante lo que ellos pudieran considerar privilegios y ventajas cedidos por la institucionalidad a las personas con discapacidad. La malicia y la experiencia vivida, al anteponerse como criterio de verdad, desgastan juridicidad y representación, creaciones de la única fuerza real: el paradigma civil. No son privilegios, son simplemente mecanismos de acceso para que la gestión de la persona con discapacidad se integre en igualdad de condiciones, porque la igualdad tiene que ser artificial, jurídica, porque no es real. De tal manera que no estamos hablando de privilegios, sino de un consenso de la propia sociedad para establecer que esos individuos deben estar en igualdad de condiciones y la igualdad la produce debe venir de un instrumento superior, representación celosa de un ideario.

Cuando veo esos conos anaranjados en el centro de los puestos de estacionamiento de PCD, no puedo sino alarmarme de la inseguridad con que practicamos el acuerdo. El cono es un obstáculo para el verdadero usuario, no para el usurpador, el puesto debe estar despejado por dos razones elementales: el usuario es una persona con movilidad reducida, y la más rotunda, se introduce la duda en lo intangible, se declara el espacio como físico y solo se estaría ante un incidente de colisión, cuando el efecto debía ser de conmoción ante la transgresión del derecho ajeno. Al estar despejado se declara una suerte de inmunidad, es el verdadero resguardo y nunca el cono o el guardia.

La rehabilitación requiere de insumos y condiciones muchas veces en escorzo o inexistentes, y algunas veces deberán ser creados exnihilo, su escenario real no es la instalación médica. Es la escenografía de la vida pública, desde su dotación física hasta el imaginario en torno a la discapacidad (solidaridad y estigma), economía y vida profesional, accesibilidad física y civil –ya queda dicho. Y no se trata de sucumbir a la vorágine del caos y lo por hacerse, se trata de reconfigurar lo pleno y apto de las muchedumbres en una acción no prometeica sino redentora, los dones de una humanidad acuciosa, poseedora del fuego pero también de la belleza, son suficiente amparo de cuanto puede hacerse por la extensión y democratización de los frutos de esos dones.

Y sin embargo, por ahora y hasta nuevo aviso un mundo factual debe ser preservado, ese concebido desde la tolerancia y la justa repartición de bienes y derecho: coerción y cero tolerancia en el resguardo de unos logros se imponen.

Normas contra hábitos, aquellas son los acuerdos, lo que conscientemente se establece contra los hábitos de la eficiencia y las adecuaciones no tanto de una cultura como de una vida gregaria, lo ideal remodelando lo real, nunca negándolo. Es un fluir híbrido de legislación, cultura y sentido común encarando demandas en conflicto, pues toda novedad debe vérselas con unos intereses creados, el orden funcional de los usuarios amparados por una estandarización previa. Lo social se construye como suma de idealizaciones, estas cesan cuando se cristalizan y se hacen disfuncionales, la alienación aparece cuando el sujeto insiste en operar desde aquel malestar, al ceder a los límites materiales adecúan su ser a las cosas perturbadas, y eso se llama en propiedad cosificación –cuando la discapacidad no es canalizada el sujeto es presa de la cosificación, los objetos ejercen violencia contra su humanidad, pero la sociedad se aliena en la degradación del conocimiento y, sobre todo, en la injusticia. El alcance de la persuasión fluye desde la educación, y esta no es tanto información como asimilación de convicciones; en todo orden consensual la coerción es el recordatorio del desvío, es la violencia restitutiva y si respecto al Estado es monopolio, respecto a la sociedad es enmienda.

Exponer a la vindicta pública al transgresor ya no sería avergonzarlo sino signarlo excluirlo, él mismo debía convertirse en un paria. Es la fuerza de lo moral venido del consenso, del diseño de un organismo puesto más allá del riesgo de sus morbilidades, de perturbaciones salidas del reacomodo del poder. No hay, pues, norma sin sanción, acuerdo sin consagración de un mundo; la sanción garantiza la contención del caos, permite conservar una integridad, pero lo consagrado (su alcance y naturaleza) indica un rumbo en presencia del caos, constituye la referencia de qué hacer, qué elegir cuando la confusión y lo arbitrario atenacen.

Se tiende a asociar discapacidad y pobreza, no tengo muy claro cuál sea el origen último de esta percepción, pero en principio se objetiva en el individuo una insuficiencia social, económica, cultural. Quizás persiste un fondo de interpretación prometeica del bienestar, dominada por la vertiente del poder económico, dinero y ciencia lo pueden todo y quien sobrelleva un déficit es porque no puede financiar su superación en la era de la riqueza y la sociedad del conocimiento. Nadie imagina a una persona rica sino en plenitud del disfrute y el solaz, al margen de toda carencia, posee el control de la materia dispensable. Así vemos en primer término un conjunto de intenciones compensatorias, expresadas en políticas públicas, en ellas resalta la idea de lo paliativo; las PCD se convierten en un estrato social, adquiere relevancia su origen en detrimento de su estatuto. Jornadas de entrega de sillas de ruedas y bastones, y en la Venezuela del chavismo bonos para las familias con miembros con discapacidad, en el mismo programa de madres adolescentes premiadas y la entrega de alimentos, queda establecida una relación clientelar y en ella se hace descansar, en un reductivismo mortal, el alcance de la legislación y se confiscan años de gestión ciudadana. Se identifica la discapacidad con una ecología marginal, los mecanismos de intercambio se deprimen y desaparecen en su sentido y efecto dialógico; al instalarse la gestión civil en un escenario de tutelaje se está calificando su naturaleza, pero sobre todo a sus actores se deslizan hacia un protocolo de asistencialismo patrimonial, de allí esa insistencia en pensiones, exoneraciones.

Resulta bastante incorrecto hablar de combatir la discapacidad, pues se la entendería como una contingencia, siempre una tentación de toda gestión pública. Esa designación, y esconde toda una percepción, pone el acento en aspectos ruidosos y caritativos, y refuerza una conducta, del público en general, de personalización sentimental, en el mejor de los casos, nunca de responsabilidades y alteridad. La discapacidad, entonces, se atiende, y ya no como una epidemia sino como pandemia, pues no es una coyuntura, se trata de una presencia recurrente y natural en un sector demográfico y que incumbe a toda la sociedad, requiere entonces un servicio distintivo como el resto de la población. Todo servicio se expresa en bienes y acceso a la red de intercambio y representación, pero el consumo no siempre es inequívoco, detrás del ese servicio hay un sistema de deberes y derechos puntual, un instrumento concluyente respecto a la legitimidad de la asignación, y es cuanto debería ser suficiente al momento de la demostración, ante lo tangible, mensurable, lo intangible, la fuerza de la representación y su juridicidad.

La existencia de una ciudadanía clientelar solo se explica por la supresión de un rito, excluido de la memoria y desprestigiado en la potencia pragmática del momento operativo del servicio, desgastado el origen, el acuerdo, prevalecen los operadores y no aquello que los califica o autoriza. Este alejamiento entre los dos momentos, contrato y acción, concluye en la fragilidad de la invocación, se hace ineficiente, así vemos como los ciudadanos terminan siendo los operadores del acuerdo, y esto es la negación misma del contrato, se tiñe de estatuto: cesa como imperativo y se convierte en concesión. En sus diligencias públicas la PCD debe dirigirse al responsable de la atención (funcionario estatal o privado de cualquier tipo, función o rango), en ese momento él es el operador de la norma, la extensión del Estado institucional, y nunca solicitar permiso o anuencia del resto de los demandantes. Al igual que el cono obstructor del puesto de estacionamiento, esta apelación a la voluntad de los gregarios desautoriza el acuerdo en su intimidad resolutiva, este no es un pacto entre dos o más. La realidad es otra, se me dirá, y el usuario, la PCD, deberá enfrentar a una cola de taciturnos para no regresar a casa con las manos vacías, y yo respondo: será preciso ser práctico para no sucumbir al pragmatismo. Y eso significa ir la última instancia, apelar al resguardo material, la sanción establecida en la norma y hasta el día de la convicción venido de la mano de la educación.

Es determinante entendernos con la trama invisible, ese espacio donde todo empieza y concluye, la magnífica tensión de la dignidad normativa, el resto es el discurrir de lo posible; si pretendemos el cumplimiento de unos derechos, sensibles y de dura conquista, es preciso situar el real escenario, no se trata de convencer a unos parroquianos distraídos, menos de aleccionarlos desde una escuela improvisada, y en este camino está con frecuencia la violencia interpersonal. La letanía deja de serlo cuando la integridad física de las PCD resulta un precio escandaloso. A principios de 1998 hubo en Maracaibo una epidemia de accidentes donde los ciegos fueron las víctimas, varios heridos y un fallecido. A la compañía de electricidad (Corpoelec) se le ocurrió emplazar los cajetines de los medidores unos ochenta centímetros más abajo, y como esos postes están justo en la ruta de las aceras, el caminante impactaba contra un sólido de acero de 60 x 25 cm. No hubo indemnizaciones de ningún tipo, y tras aquella barbaridad los cajetines volvieron a la altura adecuada. Hoy, escribo en 2018, hay una variante de aquel atentado, una empresa de telefonía (Movistar) ha regado la ciudad de casetas individuales que están a distancias variables del piso, una a 1 metro y la opuesta a un poco más, ambas dispuestas en el centro de la acera, justo en la línea de colisión con el transeúnte, de manera increíble nadie parece recordar el incidente de 1998 –a esto solo podemos llamarlo crimen, en cuanto a los ejecutores uno cobra los impuestos y el otro los paga. En enero de 2012 los miembros de la Cátedra Libre “Integración de Personas con Discapacidad”, de la Universidad del Zulia, nos reunimos con el recién designado director de Polimaracaibo (organismo responsable, de acuerdo a la ley de 2007, de vigilar el cumplimiento del uso de los puestos de estacionamiento de PCD), pues este funcionario se limitó a decirnos que él no entendía mucho de eso, y que además carecía de personal suficiente. En el curso de nuestra visita este director recibe una llamada telefónica, de una conocida, y antigua pizzería le solicitaban dispensa para que los clientes pudieran estacionar en una zona no autorizada, el hombre concedió lo pedido y en tono jocoso adujo su razón (Caramba, no queremos la quiebra de la pizzería Napolitana). Pero no se trata de una predilección azarienta, la pizzería lleva 65 años en ese lugar, resuelve presto un conflicto espacial que atañe a una cuadra, pero una exigencia constitucional, consignada en una ley, y normada por una ordenanza municipal, no es atendida y pospuesta por la alcaldía, aunque se trata de una demanda que atañe a un 15% (porcentaje de PCD) de la población de todo un país, no de una cuadra. Aunque la pizzería sea mayorcita, la República tiene 200 años.

Como se ve, los procedimientos se anulan en un tour de force con los operadores, en ese punto la sociedad es inexistente, pero ya ha ocurrido algo más escabroso: el Estado se aviene con lo irregular y así educa en la transgresión, esta reditúa y la ciudadanía militante se desmoviliza, pues la naturaleza de su acción llega hasta allí. Queda claro cómo la educación sin ideario es un hecho vacío, en ella civilidad y calificación ciudadana son solo el ropaje de un ejercicio procedimental, donde el fraude jurídico mismo resulta la menor calamidad, la mayor está representada en ese desprecio de los actores, instituciones y ciudadanos, por la herencia societaria, ese salir del paso, o hágase y después se ajusta, tan del gusto del pasajero, se convierte en una lápida para el asentamiento de otros bienestares distintos a la solución de emergencias, eso que la sociología del conocimiento llama la integración de los significados discrepantes (Berger/Luckmann).

Sustentación y transformación solo es posible desde la transparencia áspera de la argumentación razonada, sobre esta se levanta el momento armónico del entendimiento y conciliación. Así la reeducación deviene en antidogma de educación. En cuanto a la discapacidad, se trata de evitar instalar su valoración y examen en un escenario de tutelaje y minoridad, pues no es crear un mundo paralelo o normas especiales para las personas con discapacidad, sino de integrarlas a una relación de ciudadanía donde lo jurídico establezca la diferencia. Esto es una tarea ardua en una sociedad donde prevalece el culto a la juventud, al fitness, donde las capacidades disminuidas no parecen ser importantes para el desarrollo y para la democracia. De tal manera que estaríamos insistiendo siempre en la educación, el convencimiento, la persuasión de la sociedad, de quienes están observando: los niños. Diría que la sociedad industrial, la sociedad de consumo –que relega todo lo que no es óptimo del potencial humano, considerado marginal– debe reinterpretar su desiderátum de bienestar y aun de felicidad. El deterioro debe ser integrado a una ontología ya no del cuerpo sino de la expectación de la naturaleza, el prometeismo puede ser la vanidosa proclama de una civilización, de una humanidad desatada, pero la materia desgastada, la agonía muda de imposibilidades y ciclos cumplidos siguen siendo refugio de la dignidad. Más que cambio y novedad, la síntesis de la experiencia está en la renovación –como la entendía el gran Juan Liscano en su última prédica. En Venezuela, por ejemplo, en los recientes años se han estilado los bonos de natalidad precoz y discapacidad. Esto viene a ser como la exaltación de los males, la prevención fracasada se celebra en sus frutos de espanto: la infancia condenada y la dádiva ante lo irreparable. Todo queda vulnerado, la dignidad de las personas con discapacidad, la representación solvente de su estado, la opción de romper el círculo de la pobreza, la maternidad responsable. Son las llamadas políticas públicas en comunidades donde la aclamación se funda en el extravío de las masas indigentes, en su perturbación civil, convertidas en actores de una gesta de atraso y lucha por la vida desde una indefensión, la que hace de pobrecitud y miseria una categoría humana.

Del estigma, esconder a los miembros de la familia con discapacidad, se pasa sin pausa a la transacción, exhibirlos como razón de beneficios, algo similar a tener un ticket premiado de la lotería. Insistir en los derechos de las personas con discapacidad es apuntar hacia el verdadero horizonte: la accesibilidad del medio civil. Tras los programas tecno-médicos de rehabilitación hospitalaria debe extenderse como un puente de hierro la garantía operativa de lo recuperado, lo existente y lo incorporado, pues sobrevienen nuevas habilidades. El concepto mismo de rehabilitación debe ser actualizado, nadie se rehabilita dentro de un hospital. El escenario real de rehabilitación de una persona con discapacidad es la propia sociedad, el escenario es la calle, unas instalaciones, la trama de instancias de orden físico, urbano donde hay mecanismos que exigen protocolos de interactuar con grupos e instituciones. Así, esa rehabilitación, muy del reino de la medicina física y la traumatología, de la psiquiatría y de una clínica institucional, estaría atascada en la incertidumbre del escaso desarrollo civil. Y a largo plazo, ese poco desarrollo va a limitar incluso el financiamiento de la medicina, de la investigación, de todo el espectro médico. Tenemos así que si se resguardan los derechos civiles se estaría resguardando el alcance real de todo el conjunto que obra en torno a la sanación, las personas con discapacidad suelen ser pacientes que plantean a la imaginación médica retos interesantes, la conjunción de disciplinas supone una visión útil en una perspectiva de la investigación donde prevalece la unidad del sujeto. Las personas con discapacidad, en general todos sus grupos de riesgo, representan el verdadero escenario donde las sociedades de consenso pueden alcanzar logros importantes en materia de tolerancia y diversidad, es una fuente de donde emergen virtudes desde la sola contemplación afectuosa del otro y ante el dolor ajeno.

Pienso en cuanto ha podido y puede hacer la diligencia médica, con su ascendencia entre las otras rutinas, para encauzar el rumbo de ese paciente, ya aliviado de sus dolores y sin embargo puesto en el trance de hacerse un lugar en un paisaje donde apenas hay espacio para él. La autoridad médica, en los países de escaso desarrollo civil, es directamente proporcional a la representación que de ella se hace el hombre deslumbrado por sus saberes; pero esa representación es frágil, pues no está construida sobre razonamientos distintos a la pura valoración de ese saber natural. Cuando leemos literatura memorialista de médicos que también son escritores nos encontramos con esas relaciones subordinadas cuyo sustento son el afecto y la admiración, esto es cierto, sobre todo, en el medio rural; ya en la urdimbre urbana esta devoción parece disolverse en una prevención sin llegar al recelo. En lugares remotos y en ausencia de autoridad civil, el médico es elegido como veedor y mediador y hasta ejerce funciones propias de la autoridad validadora de tratos y transacciones. A esa medicina le falta antropología, también politización y grandes dosis de humanidad, no tanto del compromiso social como de la gratuidad. En este punto quizás ya pueda entenderse la naturaleza de la prevención, pues de eso se trata, de disminuir al máximo los riesgos; y estos obran en una dinámica interdependiente pero autónoma, controlable solo desde el diagnóstico de una fisiología: cómo valora la vida una determinada sociedad –en esa medida su modelo de intercambio integrará a la rutina operacional más o menos abstracciones principistas. En Venezuela, por ejemplo, las políticas públicas de salud tienen un marcado acento asistencialista, y si el asistencialismo va de la mano del populismo, ya tenemos una primera expectación del bienestar, plagado de inmediatismo se hace clientelar pues el consumo es la mayor pulsión de esa relación demográfica pueblo-gobernantes. La medicina curativa, la más costosa, consume grandes recursos porque clínicamente es consumista; está en la base de la atención de la morbilidad, y debiera estar en el ápice. Crece la expectativa de vida desde el impacto inercial de la investigación tecno-médica, pero se acumula un deterioro de la calidad que compromete el bienestar, al menos el de un concepto amplio y nutrido ya no solo de salud orgánica y confort.

La prevención pasa así por el ácido fólico, el control prenatal, los programas de inmunización, y hasta la amniocentesis, expresiones de una epidemiología de sujetos en una demografía focalizada, casi eugenesia. Pero pasa sobre todo por la contención de la violencia, pasa por una educación conciliadora, la nutrición y el resguardo de la infancia, por el empleo y el desarrollo profesional, servicios eficientes, dotación de agua y comunicaciones, en fin. Detrás de todas estas necesidades, insumos y demandas desbordados como derechos, está la trama menos objetiva pero más potente de los deberes, la sutilidad los hace más imperativos, es un solo organismo. Es el pacto social ya hecho tácito y andando con prescindencia del recuerdo de la consulta, un arquetipo lo rige y no es que obre desde el instinto sino del sentido común, eco de un modelo artificial acorazado, y este sí, obrando como un órgano natural vacunado contra mutaciones.

La suma de aquellas exigencias excede ya el resguardo general de la integridad y reivindicación de los derechos de las PCD. Se trata de los intereses globales de una comunidad, de una nación, en cuanto ha definido qué busca en función de un modelo de civilización solvente: virtudes, aprecio por la vida no condicionada, tolerancia, participación y resguardo de los más expuestos. Sería la fórmula de un saludable sedentarismo civil, más bien, y sería la fórmula del bienestar general de una sociedad. Los mecanismos de atención de la discapacidad nos descubren así un hecho ya no tan particular, estamos hablando de la vulnerabilidad del tejido social, y al haber un diagnóstico que parte de una particularidad, las circunstancias de un quehacer conflictivo y aflictivo, estamos descubriendo las necesidades y las maneras cómo obra todo el tejido social. Por ahora tenemos una enseñanza, el paradigma médico debe ser superado constantemente para fortalecer lo que llamaríamos el paradigma civil, esto sería ya no la fórmula del amparo, del resguardo de las personas con discapacidad, sino la del bienestar de la sociedad, sería, entonces la fórmula de la democracia.


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