La única máscara que yo quiero

Busco en las redes para cerciorarme de que se trataba de una máscara. La que uso ahora, regalo del gobierno con mis impuestos, me asfixia y por eso solo la uso cuando se me acerca alguien por la calle; antes, cuando todavía era invierno, tenía que usarla sin lentes porque el vapor de mi respiración me los empañaba; así que caminaba por la calle de oído, tratando de recordar la forma de las esquinas y esquivando los bultos que venían hacia mí, rogando por que no hubiera un hueco desconocido en la acera que me hiciera trastabillar. Cuando llegó el verano, la mascarilla convirtió mi cara en un invernadero irrespirable. No me gusta salir; pero tarde o temprano tengo que hacerlo: entonces sueño que soy él, y me río con voz profunda. «Soy fantasmagórico», murmuro desde plutónicos rincones, «he venido a destruirlos» y concluyo con una hórrida carcajada, profunda como los ojos de Samael. Pero cuando busco en las redes para refrescar mis recuerdos compruebo que la de fantasmagórico no es una máscara, sino su verdadera cara de calavera; además, ni tengo esa preciosa capa de forro rojo ni el bastón donde anidan todos sus poderes. Sigo caminando por la calle Atocha hasta que recuerdo: «¡Pero si yo soy Rex, el hermano enmascarado de Meteoro —y este no lo sabe—!». Sigo mi camino, satisfecho, seguro de que mi hermano pequeño jamás descubrirá mi identidad.

Juan Carlos Chirinos


1)

Lo primero que pensé, tengo que confesarlo, cuando vi que todas las mujeres teníamos la cara cubierta por mascarillas fue que los fundamentalistas islámicos se habían anotado un tanto: todo el occidente femenino tenía su nikab o una suerte de él. No es políticamente correcto pero lo que una piensa no tiene por qué serlo.

2)

Hice un curso intensivo en Google sobre las mascarillas; supuestamente las mejores son los niosh n95 o ffp3 en Europa. Pero lo que no sé es distinguir una buena mascarilla de una falsificación china…

3)

Nos repiten que el mundo cambió para siempre, que seremos mejores personas. No lo sé, pienso que tarde o temprano volveremos a ser los mismos, volveremos a hacer del mundo el mismo caos de siempre.

4)

Durante la peste de 1348, las mascarillas tenían un pico alargado, cómo el de un ave rapaz. En esa época Bocaccio comenzó el Decamerón.

¿Habrá alguien escribiendo algo semejante?

5)

En Venezuela hay todo tipo de mascarillas por increíble que parezca. La moda local dicta usar las de neopreno con diseños, incluso de camuflaje. He visto mascarillas con lentejuelas y otras muy precarias. Muchos la llevan con la nariz afuera y otros la llevan como un collar. Así es la pandemia.

Barbara Piano


El carnet del silencio

La mascarilla ha desembarcado con la pandemia para escamotearle espacios a la política.

Es un certificado estampado en el rostro sobre los cambios obligados que ahora rigen en nuestras vidas.  Con su presencia, la pandemia, y su recadero natural, el tapabocas,  le abona el terreno a los objetivos de la dictadura. Es la hora de la resignación. La hora de los reportes de contagio desde Miraflores. La mascarilla es un agente del status quo. Ha venido a disolver la calle, a disipar el diagnóstico, a imponernos una orden de silencio, a impedirnos pensar. Ha venido a restarle espacios a la oratoria y el civismo.  Quiere recordarnos que las cosas siempre pueden estar peor.  El tapabocas ha secuestrado nuestro drama personal y nuestros puntos de vista.  Con la mascarilla se acabaron las conversaciones urbanas y las concentraciones públicas.  Hemos decidido guardar nuestro tormento, recoger nuestro cariño, desconfiar de las personas.  Hoy hemos decidido esperar por mejores días, evitando el contagio con una mascarilla puesta. Hemos decidido escondernos.  Están prohibidos los besos, las caricias y el afecto.   La mascarilla es, hoy,  un vale, una cédula, una cláusula personal, una carta de presentación. El nuevo bozal de la especie humana. Sin ella, sin su dimensión censora, sin su asfixiante presencia, sin su aspecto uniforme,  ahora no podríamos ser aceptados El tapabocas, que al cabo tampoco no nos preserva necesariamente del contagio,  es nuestro salvoconducto para socializar en soledad.

Alonso Moleiro


Herida en la cara

Hago la cola en la farmacia con la separación reglamentaria a la que obliga este tiempo del temor. Somos una fila de personas alejadas con los rostros encubiertos. Puros ojos que observan el mundo desde un mínimo balcón de tela, igualados en la inquietud que, hasta hace poco, era apenas una certidumbre: todos vamos a morir. La pandemia no ha hecho sino acentuar esa conciencia arquetípica, dotarla de una angustia recurrente. Pero, además, le ha añadido otra aprensión, ya menos habitual, a nuestra vida: el riesgo de causar la muerte a otros. Pensarse como víctima y victimario en potencia encuentra su correlato visual en esa figura enmascarada, entre profiláctica y delictiva, que adquirimos al usar el barbijo. La mascarilla es, a un tiempo, signo de protección y advertencia: no te me acerques porque me puedo morir o te puedo matar. Un cautiverio portátil que llevamos atado al rostro como señal de que nos preocupa nuestra vida y la ajena, ambas susceptibles de hospedar al fatal inquilino. La imagen paradójica de este accesorio, donde se entretejen la enfermedad y la salud, la muerte y la salvación, queda incluso patente en la tercera acepción que la RAE le asigna a la palabra barbijo: herida en la cara. Más que una definición, un símbolo de estos días inciertos en que dar la cara resulta una temeridad de doble filo. Hoy que la libertad del cuerpo se halla aún bajo sospecha, no queda sino seguir contemplando, pacientes y recelosos, la cara herida del mundo, mientras llegue la hora de mostrar las cicatrices.

Luis Yslas Prado


Aviso

En la calle muchas personas no suelen usar la mascarilla, a veces se la dejan a la altura de la boca y así campean.

Cada quien elabora como puede sus resistencias y reacciones frente al pánico colectivo. Días atrás, por ejemplo, mientras pagaba en el quiosco (pasa en el mercado, la farmacia), un tipo parloteaba sin parar a mi lado; llevaba la “mascarilla” curtida a la altura del cuello, brevísimamente entreví la terrible llovizna goticular expulsada por cada sílaba.

“¡Pero señor!”, solté, “¡póngase la mascarilla, mantenga la distancia”. Silencio. Vino el coro parroquial (“shfshsfhshf”). Apenas retrocedió. Seguí: “¡pero colabore, colabore, por favor, después vienen las calamidades y los lamentos”.

Cedió dos pasos y se enmascaró.

La mascarilla abre las vías para explorar los infinitos mundos que se abren en el cruce de las miradas: así es posible concebir una historia de los parpadeos (¡y cómo habrá sido en La Guaira, ante los tambores de San Juan!).

Elías Canetti estaría medianamente cómodo en el confinamiento, recluido en su cuarto londinense, sin parar de escribir, en un mundo tocado por pulsiones terribles, protestas, decapitaciones de estatuas, ejercicios de control social, vanidades irritadas por las intrincadas autopistas digitales, rupturas financieras, anímicas, climáticas (¡climáticas!).

Gran “caldo de cultivo” para una apostilla a Masa y poder.

Mientras tanto tengo presente lo que dijo Theodor Kallifatides: “Esperemos que ante este drama nos quede cierto carácter” (El país, 5 abril, 2020).

Alejandro Sebastiani Verlezza


La mutabilidad del rostro. Tapar la boca y la nariz como quien necesita bozal. Ya no son las mordidas o la rabia las que contenemos, o quizá también.

Se ha impuesto como medida sanitaria el uso de mascarillas, contenedores de gérmenes que se multiplican y se fugan. La máscara como nueva forma de socializar: hablar tapados. Torpes palabras que se atropellan con la pieza de tela que custodia nuestro cuerpo aséptico. Olvidémonos de la lectura de los labios, de los murmullos; adiós besos y sonrisas.

Somos expresiones mutiladas. Fragmentada la cara, cuando nos enmascaramos resignificamos el retrato. Ya no es el detalle de las facciones lo que vemos, importa la voluntad social de cuidarse individual y colectivamente. Es así en apariencia. La práctica revela inusitadas maneras. Me atrevo a esbozar un brevísimo inventario. Están los que llevan la mascarilla como accesorio de cuello, codos, muñecas o manos, pero rara vez en la boca. También son vistosos los que ocupan el espacio público muy tapados y se descubren para fumar. Otras de las variaciones visibles es el uso de doble protección o destapar la nariz para liberar orificios.

Me pregunto cómo se gestiona el recato, la imposición que usurpa la boca, expresiones y gestos. El miedo al contagio se antoja como la respuesta más inmediata: la esperanza de salvarse de los fluidos virales de los otros, aunque las calles estén (des)protegidas con los barbijos abandonados a su suerte.

Hay en mí una resistencia a la falta de expresión y a la hostilidad que supone ser vista como eterna sospechosa. Por decreto y sanidad nos hemos convertido en humanos infectos, hasta que se pruebe lo contrario. La mascarilla es seguridad frente al mal que potencialmente portamos todos. Nos convierte en ojos que respiran, algunos con brillo, muchos con temor.

La única certeza son las miradas asfixiadas y salpicadas de vulnerabilidad.

Aymara Arreaza R.


Hacia una semiótica del tapabocas

Se trata de la prenda del momento, el tapabocas, barbijo o mascarilla. Con esos tres nombres hizo su entrada en Occidente: en los rostros de quienes hacen la fila, de los comerciantes o los políticos que extienden y extienden la cuarentena. También en los rostros fríos, perfectos, de los maniquís, con esa misma naturalidad de una franela de Star Wars, o unos jeans pegaditos y a la cadera. Una sola excepción parece haber al respecto: las vitrinas de las tiendas de ropa de interior. Quizá porque, llegados a ese nivel de cercanía, lo menos que va uno a querer es cubrirse la boca. ¿Pero cuánto falta para conseguirlos también en los desfiles de alta costura, incorporados a un diseño vanguardista, o en la indumentaria de nuestro equipo de fútbol predilecto? ¿Cuánto para encontrarlos en ese anuncio de perfume, ocultando de modo sensual la mitad del rostro de aquellos amantes que se reconocen en medio de la multitud? ¿Cuándo empezarán la boca y la nariz a parecernos partes pudendas, así como vemos con malos ojos a quien las asoma hoy en público por encima de la tela?

Una moda ha nacido y se expresa en la calle con gigantesca diversidad: tapabocas gruesos y abultados, quién sabe si improvisados a partir de un antiguo sostén; otros joviales, estilizados, mostrando mensajes o estampados divertidos; e incluso los hay con cierto aire fetichista, casi reminiscencia bondage: tapabocas para ilustrar el perfil del Tinder. Hay todavía quienes los prefieren desechables, dotados de inigualable franqueza, pues no disfrazan las razones médicas que inspiran su uso. Al mismo tiempo son tapabocas ingenuos, optimistas, pues sostienen que muy prontamente nos dejarán de hacer falta, que en cualquier momento todo volverá a ser como era. Luego están los tapabocas rebeldes, improvisados, fascinados con su propio espíritu anticonsumista: bufandas, pañuelos o simples retazos de tela, cuya eficacia sanitaria no es tan relevante como su mensaje político. “No voy a gastar en eso”, parecen decirle al mundo, aunque tal vez ya lo han hecho. Y tienen, como el comunismo, un aire un poco demodé, un tufillo a naftalina, a prendas del clóset del abuelo. Por último, están los que el desgaste ha vuelto ya irreconocibles, verdaderos tapabocas proletarios. Esos que no se han dejado de usar, como tampoco ha dejado de estar expuesto su dueño al contagio. Esos que cuelgan después de lavados en un cable cruzando el patio, o quizás la cocina, o en el marco mismo de alguna pobre ventana. Esos que, a la mañana siguiente, invocarán el olor de alguna pecera de infancia, y también a los peces que murieron allí, sedientos de un agua distinta.

Gabriel Payares


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!