Thelonious Monk (Nueva York, 1947) / William P. Gottlieb©

La gracia del Monje

No tocaba en torno de una línea melódica —escribe Geoff Dyer sobre Thelonious Monk—, tocaba en torno de sí mismo. Entre los músicos que Dyer retrata en Pero hermoso. Un libro de jazz, Monk es sin duda el más replegado. El más lírico, si se quiere. Salvo que su lira disponía de 88 teclas and counting. Monk contrasta así, en la relación de Dyer, con el susurro melódico de Lester Young y aun con la furia chamánica de Mingus. Fue más bien una isla burbujeante de notas en un océano de piedras rotundas.

Dyer sospecha que el recogimiento afásico de Monk testimoniaba a la vez una vulnerabilidad ante el mundo y un espacio interior. Monk podía ponerse al piano y componer al lado de la lavadora mientras los hijos correteaban por la casa. Nada lo perturbaba (su esposa Nellie, hay que decirlo, era quien cocinaba). Tal vez se supo, desde muy temprano, un tipo afortunado. En parte —negro americano, no inmune por cierto a las tentaciones de la noche— porque comprendía que también le habría podido ir muy mal. Recuerda Dyer que con los años su absorta ebullición (Monk no fue solo un improvisador endemoniado sino un fecundo compositor) se fue convirtiendo en un balbuceo sin pentagrama. En sus últimos tiempos, “el silencio se depositó en él como polvo”.

Ese silencio se escucha asimismo —no como sepultamiento sino como dilatación, tal vez habría que decir gracia— en muchas de sus grabaciones. Sigo una pista: Alone in San Francisco, título casi demasiado exacto para un monje en una poco ortodoxa misión.

Leonardo Rodríguez   


Volver

En aquel entonces yo estaba obsesionado con un disco de Johnny Hartman y John Coltrane y un día, con su cabeza sobre mis piernas, le canté: “You are too beautiful, my dear, to be true, and I am a fool for beauty”. Era diciembre y vivíamos un romance divertido. Cosas de chicos: vacaciones, fiestas, la brisa fresca de Caracas durante las navidades. Aunque éramos demasiado jóvenes para pensar en eso, en un momento de ternura nos dio por decirnos que cuando alcanzáramos cierta edad nos reuniríamos para vivir juntos como dos personas serias. Nos reímos, pero hablábamos de veras. Pasó diciembre y cada cual siguió su rumbo, sin traumas. Después él se fue a vivir al extranjero. Yo me quedé. Y ocho años después, ayer por la noche, volvimos a vernos. De paso por su ciudad, lo llamé para compartir unas cervezas. Por la manera como me habló al teléfono me di cuenta de que, al igual que yo, él tampoco había olvidado la promesa. Pero esos somos nosotros. La vida, en cambio, sí olvida. Olvida sueños como los hombres abandonamos calles, casas, esquinas. Allí sentados, juntos, éramos los mismos, pero éramos otros. Ni siquiera hubo nada que arruinara nada. Hubo algo, no sé qué, que no acudió con nosotros a la cita. Y en un lugar antes habitado ahora hay una ausencia. Supongo que a veces para mantener vivo lo bello lo mejor es no volver.

Diego Arroyo Gil


Dos argumentos teístas

Al profesor Alberto Rosales

En los años setenta de mi adolescencia, cuando estaba de moda negar la existencia de Dios, solía yo presumir de ateo. Una década más tarde, siendo menos gregario, opté por declararme agnóstico, ya que no podía probar la inexistencia divina. A la sazón comencé a leer a Jorge Luis Borges, y en un texto de El hacedor (1960), encontré un razonamiento intrigante. En “Argumentum ornithologicum”, tras cerrar los ojos y soñar con una bandada de pájaros, el yo borgiano se pregunta, sin saber cuántas aves vio: “¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios: si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta”.

Siguiendo el argumento ornitológico de Borges, asumo, desde esa teoría entre onírica y matemática, que hay un Dios que conoce todas las indefiniciones de mis sueños. Mientras que, desde la práctica, he optado por seguir a Kant, para quien la existencia divina es un postulado de la razón en el dominio ético y moral. Espero no haber malentendido las lecciones que, sobre el genio Könisberg, escuché de Alberto Rosales en la década de 1980, cuando devaneaba yo con la filosofía. Esos dos argumentos teístas, el borgiano y el kantiano, me acompañan desde entonces, tanto en el sueño como en la vigilia.

Arturo Almandoz Marte


Barbería delirante, 10

De uno fue la idea de huir. No es necesario decir si fue él o ella. Simplemente lo llamaré Uno. El otro, Otro, la aceptó, como hacía habitualmente. Primero porque la idea era buena y, en el momento de asumir el proyecto, parecía haber pocas alternativas. Salieron los dos en la autocaravana. Parecía divertido, pero a los 300 kilómetros comenzaron a tener fiebre y el pelo cada vez más largo. Ya estaban en otro país. Lo dudaron mucho pero finalmente se decidieron. Era necesario parar, ir a una barbería y comprar un acetaminofén. Estacionaron frente a mis ojos y, apenas bajaron de la caravana, indiqué su cuarentena. Uno no decía nada. Otro sí. Primero le achacó a Uno la culpa completa de la huida. Suya había sido la idea. Suya era la responsabilidad. Luego comenzó a poner en discusión todos y cada uno de los capítulos de la vida. Sin embargo, el primer día ninguno de los dos me dijo nada o yo, que para acercarme a ellos me había metido en una especie de escafandra, poco escuché. Me limité a rebajarles las patillas. El segundo día sí. Uno fue el que habló: «No puedo más. Este encierro es inhumano». Otro, en cambio, no se quejaba. Parecía satisfecho de sí, descargado.

Slavko Zupcic


Hojuela de Avena

En el portal de mi hogar primigenio, vendo avena en hojuelas. El smog lacera mi ego pero mi alma se solaza con la cercanía de la casa y veo retornar un papagayo desde el cielo. Se me va la hila del recuerdo. No soy el señor de la avena ni avenero, como dice el flâneur, soy apenas una hojuela de avena: volátil e inasible.

A lo mejor esto es una ensoñación clásica o un desafío imposible. Una hojuela de avena conjuga libertad, bondad y belleza.

Quizá soy la cotufa, que también vendo, pero indistinta entre muchas otras y, en ocasiones, escurridiza. Frágil y dura, en sus orígenes. Cuando se es cotufa, la levedad del ser no es insoportable, sino lúdica y gozosa.

A veces me canso de vender. El papel toilet lo despacho por unos días. No hay identificación posible ni fijación anal. Hiede la polis. El hegemón ha realizado su tarea.

Carlos Colina


El poeta barbero

Recientemente, revisando efemérides para elaborar contenidos para mis redes sociales, me encontré con un curioso personaje nacido a finales del siglo XVIII, mientras ocurría la Revolución Francesa: Jacques Boè (1798-1864). Su nombre artístico era Jasmin, es decir, Jazmín. Y lo más interesante es su profesión, era barbero. Al igual que rasuraba, iba escribiendo versos. Lo que me hace pensar que en aquellos tiempos turbulentos, de poetas neoclásicos, la Poesía era un arte que circulaba, no sólo entre académicos e intelectuales, sino también en estamentos más amplios. Quizá, como pedía Mallarmé, la Poesía sí era, después de todo, el lenguaje de la tribu. Jasmin tiene página en Facebook https://www.facebook.com/jasmin.jacques.boe/ y en 2018 los franceses conmemoraron los 220 años de su nacimiento con diversas actividades, recitales poéticos, conciertos con canciones de la época, exposición en un museo.

Beatriz Alicia García


La profanación

(CUARENTENA+ MELATONINA)

Anoche, dando vueltas en la cama sin poder dormir, me vino esta pregunta: «¿Y si el insomnio fuera un sueño?».

César Aira, Continuación de ideas diversas

Comencé a tomar la hormona del sueño semanas antes de que el coronavirus sobrevolase la ciudad y me sometiera al encierro y la distancia. Empecé con los comprimidos de melatonina a causa del insomnio sin saber muy bien el tiempo que tardarían en hacer efecto. Pasados más de dos meses, y sin lograr aún que el desvelo disminuya, empiezo a creer que la falta de melatonina en mi cuerpo activa los recuerdos de una forma extraña, ¿o será un efecto secundario de la cuarentena?

Desde que estoy confinada, el pasado parece tener una nueva dimensión. Aunque trabajo desde casa y cuido de Hannah, en los momentos más distendidos mi mente enlaza la experiencia de no salir con una etapa de mi infancia en la que solía pasar un mes entero en casa de mis abuelos y mis tías. Eran fechas navideñas, y las horas se dilataban observando el trajín en la cocina, jugando en el jardín…

El recuerdo de estas y otras escenas familiares se ha vuelto permanente, al igual que de pronto me encuentro cantando la música de esos años de infancia y juventud. De forma repentina entono melodías que solía interpretar en el colegio o que escuchaba con frecuencia en las fiestas decembrinas. Pero ¿qué hago cantando tonadas religiosas y gaitas zulianas? ¿Qué extraño fenómeno vincula la dilatación del tiempo del confinamiento con un período de mi vida en el que desconocía lo que eran largas jornadas de trabajo, la suma infinita de las tareas domésticas y el desgaste fruto del insomnio y el cansancio?

El déficit de melatonina o el aislamiento —quizá ambos a la vez— han hecho emerger una época de mi existencia en la que el espacio llenaba el tiempo y nada aceleraba el pulso en el hacer de las cosas. Pero los extraños efectos sobre la mente no terminan aquí. Cuando logro dormir, sueño que recorro las calles de Caracas. Distingo los sitios con total nitidez y descubro que están completamente vacíos. Nadie transita esos espacios, como si la soledad evocara la ausencia de mi familia en esa ciudad, de la que casi todos se han ido. Pero es también la desolación presente hoy en innumerables lugares afectados por la pandemia. ¿Ha unido el cerebro dos realidades en una sola imagen onírica, la del vacío?

Tal vez los bajos niveles de melatonina y la cuarentena provocan conjuntamente el carácter siniestro de mis sueños y recuerdos. Unida al cerebro a través del nervio óptico, la glándula pineal que produce la melatonina —un pequeño órgano que detecta la luz y regula nuestro sueño— recibe también el nombre de tercer ojo. Si mi tercer ojo no logra distinguir el día y la noche, si ha dejado de ser una brújula que orienta el ritmo interno de sueño y vigilia, y si entonces ya no hay variaciones o alternancias en mi ritmo biológico, todos los tiempos convergen en uno solo.

Entre los efectos psicológicos producidos por el aislamiento figuran la confusión y los trastornos del sueño, pero si los desajustes en mis ciclos circadianos son anteriores al confinamiento, su agudización durante el encierro se convierte en una gran metáfora del tiempo suspendido. Todo gira sobre sí mismo y se superponen: el sol y la luna, los episodios del pasado y el presente, la memoria de los afectos y la memoria musical, la cuarentena y la melatonina.

Lorena Bou Linhares


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