“El aquí del migrante es provisional: está vacío, es nómada, como él. El aquí de allá, del país de origen, también” / Foto cortesía

Penélope

La fidelidad de Penélope no consiente la maledicencia

del mundo donde erra Ulises.

Su desnudez brilla sola en el lecho.

Deshila la tela que será interminable.

Afuera cien jóvenes cuerpos esperan por el suyo.

Mientras Ulises se escuece siete años en las brasas de Calipso

Penélope trenza los cabellos

que extenderá por las sábanas solo cuando él vuelva.

Mendigo decrépito de mundo llegará al fin a su puerta

y no será un disfraz.

Sus dedos cobrarán el tensado infalible del arco

solo cuando en la cima del palacio lo oriente

la transparencia de la mujer que condesciende a mirarlo

detrás de su mugre.

Alba Rosa Hernández Bossio

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N

El primer día de este año infausto y al parecer luminoso de 2019 caí doblegado por un hachazo frío en la espalda. Ignoraba que una severa neumonía se había instalado en mis débiles pulmones. Sometidos a un franco deterioro como consecuencia de mis cuarenta años de empedernido fumador. A pesar de que había renunciado a ese delicioso vicio de camioneros y putas presas quince años atrás. Estuve a punto de mudarme para el barrio de los acostados. Ya las roñosas Parcas estaban tejiendo mi mortaja. Cuando de pronto un Ángel recién llegado del alto cielo y revestido con los colores del arco iris se apareció providencial y logró sacarme de la cuneta donde habían ido a parar mis huesos de perro famélico.

Luego de una semana de agonía en un pabellón para desahuciados comencé a vislumbrar una débil lucecita allá al final del túnel. Entonces el Ángel se despojó de sus alas y me mostró sus senos, preciosos senos de mujer olorosos a dulces mandarinas que despertaron en mi espíritu alicaído las ganas de vivir.

Ednodio Quintero

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Glosario del destierro

A

Abandonar. Dejar un país atrás. La ciudad, la casa, lo familiar, lo reconocible. Deshabitar. Irse. Desertar. Forzar los márgenes y desplazarlos. Desplazarse en ellos. Palabras que rozan la experiencia de emigrar: establecerse en otro sitio donde lo provisional es la regla. El exilio supone abandonar formas anteriores de uno mismo. Es también dejar una porción del cuerpo que, en la densa región de los recuerdos, parece moverse entre escombros. Una parte de sí, divisible. Parte de sí, desocupada.

Alien. El extraño. El no familiar. El extranjero. Una condición que va ligada tanto al que emigra como al que ve emigrar todo alrededor. Citizens y aliens: separación común en las filas de aeropuertos. Linda Bosniak los define como individuos sin estatus de ciudadanía; aquellos a quienes se les niegan derechos sociales, políticos y civiles en el país de acogida. I’m an Alien, I’m a legal Alien, ese verso de Sting que entre armonías y retazos jazzísticos Somi usará décadas después para decir I’m an African in New York, se me antoja como una plegaria. Unas ganas de pasarse de fila y entrar, por fin, a la zona privilegiada de los que poseen la tierra, el suelo, los suelos.

Apátrida. Por años nos hicieron creer que cuando se disiente se termina la patria. Los opuestos, los libres, los críticos, son los primeros expulsados de esa tierra prometida. Al no verme en ese terruño tramposo, al no tener asidero en ningún otro lugar en el mundo, me queda inventar el tacto y hacer que la tierra acorte sus pasos, como escribió Esdras Parra. O jurarle a otra bandera, o pagar impuestos a una hacienda ajena o vivir de residencias y formas migratorias múltiples. Escapatoria provisional a los tentáculos de un monstruo. Formas de procurarme una patria que no mate.

Aquí. El aquí del migrante es provisional: está vacío, es nómada, como él. El aquí de allá, del país de origen, también. En el acto de deshabitar hay una muerte súbita, discreta. Muere el lugar y muere el tiempo. Hay un desplazamiento extremo de esos aquíes. Lo que ha quedado atrás está sostenido por la memoria, una trama frágil que dibuja y desdibuja. Lo que se muestra adelante, es todavía bruma y heterotopía, cuando no miedo.

Zakarías Zafra

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París bovariano

Vistiendo atuendos prolijos, adeudados a marchantes locales, Emma fantaseaba sobre salones y foyers, sobre modas y soirées que su Yonville provinciana no podía albergar. No solo leyendo novelas y magacines, sino también recorriendo el plano que adquiriera, la esposa irredenta del médico pueblerino memorizó la capital remota. Las excursiones adúlteras a Ruan, en pos de León, fueron las mayores pulsiones urbanas de la impenitente madame flaubertiana. Y de haber Emma arribado al París de sus ensueños, acaso no se habría suicidado.

Arturo Almandoz Marte

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El ojo del niño

Vagamente llega a veces la imagen del sueño. Lees un libro en la vigilia que te dice que debes cuidar de la imagen del sueño, seguirla, apresarla, anotarla. Y esa noche como por arte de magia y aún sin libreta y sin bolígrafo se quedan todos los sueños en tu memoria, unos más nítidos que otros pero todos presentes.  Así recuerdas ahora que dejaste un niño al cuido de otra persona (¿era un niño o era otro sueño lo que había que cuidar?) y que durante el ir y venir en la ciudad, entre las casas y con la gente, siempre volvías a pensar en ese niño al cuidado de alguien, en una habitación más allá de muchas otras, en una casa sin fin llena de compartimientos.

Pero luego estás leyendo un libro, y pasas las páginas y notas que a través del libro puedes también cuidar del niño que has dejado al cuido de otro, pues una perforación ovalada y pequeña se repite en las páginas, en una y otra y otra, muchas veces coincidente, siempre dejando ver un ojo, el ojo lejano del niño que habita al cuidado de alguien más allá de estas habitaciones y más allá (pero también dentro) de este mismo libro que tienes entre las manos. Pasas y pasas las hojas mirando la perforación y en ella el ojo del niño mientras va extendiéndose este sueño que ahora sí logras aclarar, que ahora es tuyo, que sí recuerdas nítidamente por primera vez en mucho tiempo.

María Elena Ramos

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Sonámbulo

Eso de pasar por la calle como cuando se camina dormido

fue lo que sentí hoy al salir para la oficina.

Me dije, me iba diciendo mientras pasaba las dos accidentadas cuadras

hasta la boca del metro:

qué difícil habitar esta city, esta caja de peroles viejos, esta cueva

de animales hambrientos.

Y así iba, sin más, algo melancólico según se me llenaba la cabeza

de incomodidades y desagrados.

No es posible sostener esto y sin embargo la carga cae sobre uno

como aguacero que empapa y resfría que ni puedo contar.

Mojado, más bien anegado por todas las frustraciones

de no ver sino edificios que se hunden, vehículos escapando y gente,

sobre todo gente, que ha decidido regresar al aullido,

al colmillo, a la desgarradura en público.

Sujetos sin pudor, sacándole tajos al prójimo a plena luz del día,

abriendo la boca solo para mostrar la lengua rota.

Una desgracia.

Siento que camino por un suelo lleno de huesos

en el que las moscas tejen su ronda de visitas e instalan sus salas de parto.

Me pregunto si soy de aquí y sé la respuesta,

aunque confieso que quisiera tener otra menos nauseabunda a la mano.

Sí, soy de aquí y todos los días voy a trabajar.

Invento subterfugios con los que creo que podré salvarme:

leer empedernidamente, disfrutar del amor de los amigos

o de las exclusivas bandejas que, a su gana,

suele acercarme el sexo de vez en cuando,

(siempre poquito, pero bendito).

Y sigo caminando o me detengo antes de bajar unas escaleras.

Samuel González Seijas

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El colorido de los mangos

Va un golpe, va otro. Las piedras danzan en el aire. Rozan los carros que se desplazan por la calle. Los conductores sienten que el corazón saltará por sus bocas mientras avanzan. De un lado y de otro, sobre cada acera los sacos, tobos, latas con las entrañas vacías esperan la carga. Los más osados han fabricado largas lanzas que terminan en garfios de alambre.  Se puede notar desde la vara más sencilla hasta la más expuesta sofisticación. Los niños de los colegios aledaños observan a la distancia. La descarga de las matas de mango en las avenidas principales de Sebucan ocurre a la velocidad del rayo. Los frondosos árboles sienten el pellizco a sus ramas. La gente famélica emigró hacia otras zonas de la ciudad, ya no tenían cabida en los espacios donde surge el negocio. Los hombres llenan cientos de envases, caminan apresurados en dirección al mostrador que encontró recinto unas cuadras más abajo. Descienden la cuesta en filas perfectamente organizadas. Las señoras de la zona entran satisfechas ante lo surtido del lugar. En un país de tanta escasez alegra el colorido de las frutas y verduras. Hacen cola para pesar su compra, pagan más de medio sueldo mínimo por el kilo de los mangos. En la avenida las matas respiran su tristeza.

Inés Muñoz Aguirre

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Expiatorio (Diario de una escritura sin rumbo fijo)

Ya no es una joven de 25. De eso ya han pasado 17 años. Demasiados. Tantos amores equivocados (suficientes para saber que perdió tiempo en sufrimientos banales); tanto arrepentimiento. Ahora mira fotos y reseñas de gente muy joven que sobresale, que viaja o que se queda en su país haciendo avances valiosos. ¿Qué hice yo? Se interroga. Casi nada, piensa. Muy poco. Insiste. Hoy quiere hacer lo que no hizo, pero la edad pesa, y la salud, y la energía, y la culpa. ¿Qué hago yo? Siente que nada, o muy poco, para no ser tan dura consigo misma. Lo intenta, pero no le basta. Hace falta más que intentos para hacer las cosas que se desean. Ese suma de desórdenes en su cabeza y su cuarto de estudio. No sabe dónde comenzar; esa falta de confianza en sí misma que sabotea a menudo (y a veces, siempre). Querer hacer y no hacer. Esas ganas escondidas de flotar y seguir ahogada en la nada, en el caos. Acciona, hazlo, deja la inercia y ponte a hacer. Palabras ajenas. Y hasta razón les dará. Promete escribir mañana nuevamente; seguir haciendo este ejercicio. Para ella, para nadie más. Este, su primer ejercicio de escritura, también puede ser una ficción. De hecho, ya lo es. Hasta mañana.

Geraudí González Olivares

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Lumbre de luna

Lo que más concierne a una ciudad no es el invento de algún personaje glorioso. Lo que más le atañe a ella es recrearse a sí misma, cada día, desde la nada y desde el vacío de sus habitantes. Ser ciudad es conversar con alguien a quien no conocemos; es echar una piedra a la piel rugosa del cielo para presentir las palabras que alguien estaba a punto de decir. El cielo, la conciencia del cielo, es como un espejo de agua inmóvil, en el que de pronto esa palabra convoca un ritmo de ondulaciones que remueven el limo del fondo, para resucitar la sensación que yacía para siempre en el osario del olvido, en la lumbre de la luna. Ser ciudad es estar dispuesto a la persecución y al asedio, y descender a esa parte escondida donde guarda el residente los recónditos tesoros de la felicidad y el error. El verdadero habitante es una sombra que espera siempre para encarnarse y vivir en la mirada de quien respira, con el solo deseo de dibujar su rostro, para reconocerse en el otro algún día.

Rafael Simón Hurtado


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