Dietario
Miguel Marcotrigiano, Caracas 26-09-2012 / Archivo El Nacional

Lo banal

—Papá, ¿qué miras ahí frente a ese armario abierto?

Tienes una  hora, así, con la vista fija en esa oscuridad

—Mamá, ¿amaneciste feliz?

Estás cantando letras vencidas, oxidadas

Pero pareces feliz

Dice papá: —Veo los años que le robé a tu madre

por creer que yo tenía la razón

Dice mamá: —Cantar es una forma de convertir el odio en tiempo,

una manera de la venganza

¿De quién te estás vengando, vieja?

—De ese anciano necio y terco

a quien amo con locura

Afuera las detonaciones marcan el compás

La calle se llena de lágrimas

Miguel Marcotrigiano

***

Política minúscula

Existen al menos dos maneras de entender la libertad: por un lado, como un valor (posiblemente inconmensurable), y por otro lado, como un derecho (posiblemente inalienable) que se presenta en diferentes grados. Consideremos la segunda de estas alternativas: si la libertad es un derecho que viene con diferentes niveles de intensidad –pues al ser una experiencia puede ser más o menos vívida, pasajera, permanente, real, o imaginaria-, podemos decir que somos más o menos libres dependiendo de varios factores. Por ejemplo: soy más libre si tengo un mayor número de alternativas para elegir (libertad como capacidad de elección). Otro caso plantea que soy más o menos libre en la medida que otros no interfieren con mi espacio de acción y de elección (libertad como no-interferencia). Pero hay una tercera opción. La libertad no se mide a través del número de opciones disponibles para ejercerla, ni tampoco en términos del espacio que queda protegido de la interferencia arbitraria de otros. Según esta «tercera vía», soy más o menos libre dependiendo de mi capacidad de convertirme en quien quiero ser (libertad como autonomía). Hoy en día se sobrevalora esta última noción. No obstante, prefiero la seguridad legal de poder elegir sin interferencias, por encima del anhelo político de hacerme positivamente libre y autónoma.

Paola Romero

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Siempre casual

Él se enamora de ella. Ella se enamora de él. Él le hace una invitación a ella. Ella acepta ver una película con él. Él entonces se pone el mejor atuendo y paga la estadía en un hotel cinco estrellas para ver Betty Blue con ella. Ella, durante las primeras escenas, toma la iniciativa y le desabrocha el pantalón a él. Él hace el amor toda la noche con ella. Ella queda satisfecha y quiere casarse con él. Él prepara todo y se casa con ella.

Los años.

Un día ella conoce a él y a ella en una reunión. Ella gusta de ella, y él también. Como la vida es aburrida, ella decide experimentar. La noche. Los tragos. La música. El baile. El sudor. El deleite.

El hotel.

Ella disfruta con ella y con él. Fatalidad. Él entra, ve todo, lo sabe todo y él y ella se vuelven un manojo de ellos sobre el curso del Guaire y ella un nosotros, porque siempre vivirá en nuestros corazones.

Omar Osorio Amoretti

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CARRETERA

No me considero una persona solitaria. Sin embargo, la soledad no me espanta. Es más, a veces la disfruto, en determinadas circunstancias. Una de las cosas que añoro son los viajes por carretera. Solo, sin otra compañía que mi carro y una decena de casetes mezclados, puestos a sonar a todo el vataje que mi reproductor Pioneer KP9000 era capaz de proporcionar. Por lo general, esos viajes iniciaban el viernes, a eso de las 5:30 o 6:00 pm. A esa hora estaba enfilando hacia la carretera de Oriente, al salir del trabajo. Mi Malibú Classic, modelo 84, estaba presto a devorarse los 300 y pico de kilómetros que nos separaban de nuestro destino, obedeciendo las órdenes que le daba desde mi puesto de mando en el habitáculo. Sus seis cilindros y sus 238 pulgadas cúbicas de desplazamiento podían alcanzar velocidades que alguna vez vieron al velocímetro rozar el guarismo 160, en las largas rectas que de vez en cuando regalaba la estrecha y maltrecha carretera. Eran tiempos heroicos, cuando la vía pasaba por el medio de las poblaciones y la autopista tenía construido apenas el tramo hasta Guarenas, y el camino era un peregrinaje por caseríos de nombres curiosos, como Araira, Tapipa, El Clavo, Machurucuto o Boca de Chávez. Yo me aprendía los nombres que leía a mi paso, y sabía que cuando llegaba a la Granja Ladera estaba más o menos a mitad de camino, y la impaciencia me hacía pisar, tal vez más de lo debido, el pedal del acelerador. Pero no por mucho tiempo, pues enseguida comenzaba la zona montañosa de Aguas Calientes, lo que representaba tal vez unos veinte minutos de andar pausado y precavido, pues más de un carro se había ido por el barranco. Luego de ese tramo ya todo era más fácil: faltaba pasar por Clarines, luego Puerto Píritu, y por fin el destino de mi viaje: la trinidad Barcelona-Lechería- Puerto La Cruz. Habrían pasado entre cuatro y cinco horas desde el momento de mi partida, de no haberse presentado inconvenientes mayores, y yo me sentiría algo exhausto pero feliz por ese tiempo a solas conmigo.

Mirco Ferri


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