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Alfredo Chacón / Vasco Szinetar ©

A ALFREDO CHACÓN
Cabalgando entre la pasión del pensamiento, el oficio poético, la actividad académica y el compromiso intelectual de quien no es político de oficio pero asume como un deber no dejarle la política solo a ellos. Así ha llevado su vida Alfredo Chacón.
De Chacón puedo escribir horas. Citar libros, cargos, homenajes, estudios. Pero en esta tarde sabatina de exilio bogotano, solo me place recordar la mañana cuando, a finales de los años 1970, defendió su tesis de doctorado sobre el mundo mágico religioso de Curiepe.
Para los estudiantes veinteañeros era una gran emoción ver juntas a tantas figuras para nosotros legendarias que conformaban el jurado. Miguel Acosta Saignes, pionero de nuestra etnología, junto a Domingo Francisco Maza Zavala, sabio de la economía. Y al lado, más jóvenes, Esteban Emilio Monsonyi, paladín del indigenismo, y Efraín Hurtado, entrañable antropólogo y también poeta.
Entre el público estaba Jeanette Abouhamad, uno de los más lúcidos y elegantemente huracanados temperamentos femeninos de la UCV de entonces. Cuando el acto terminaba, aquella profesora querida, que mezclaba sicoanálisis con teoría social, intervino y dijo algo así como: “Mientras exista la muerte, Alfredo, la vida será un misterio insondable, y las ciencias sociales solo podrán iluminar tenuemente el enigma. Tú, esta mañana, has dado un salto largo en esa tarea”.
Años después, Chacón decidió abandonar la antropología para concentrarse solo en la poesía. Cuando me lo contó –era yo un joven investigador, su compañero de cubículo– me pareció una lástima. Pero hice silencio. Comprendí, como hermosamente se lo habían dicho años atrás, que este hombre, mi amigo y maestro, nunca dejaría de interrogar al misterio mirándolo a los ojos. Y que, seguramente, la palabra poética era su mejor vado.
Tulio Hernández

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Ana Teresa Torres / Vasco Szinetar ©

A ANA TERESA TORRES
He tenido la fortuna de vivir en una época en que las mujeres podemos contar no solo con maestros sino también con maestras, aliciente que indica que nuestra vocación literaria no es rareza ni defecto sino inclinación legítima. Por sobre todo, esas maestras no forman parte de un inalcanzable panteón; son contemporáneas en tiempo histórico, nación, lengua y ciudad. La cercanía de una maestra es una de las formas preciosas de la alegría tanto como un deber. De Ana Teresa Torres, agradezco las ideas que no hubiesen llegado solas, su actitud cívica, la técnica narrativa, la conversación –entrenamiento de la inteligencia–, las páginas cuya emulación es norte (aunque no se logre el objetivo).
Su obra novelística, una de las más sólidas e importantes de la historia literaria venezolana, conjuga la constante atención por la solvencia formal con un compromiso con lo real como instancia de constante interpelación; su técnica depurada sin duda vale como lección superior de escritura. Es una intelectual cabal, si por tal se entiende a quien viniendo de las ideas y las letras decide ponerlas al servicio del debate público sin estridencias. Oficiante de la escritura, la lleva a cabo con la certeza absoluta de la vocación como destino, perseverante siempre ante ese imposible para la sensatez que es la literatura.
En Ana Teresa Torres la maestría literaria se alimenta de esta perseverancia que convierte el lenguaje de todos los días en el milagro de una común memoria.
Gisela Kozak Rovero

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Elisa Lerner / Vasco Szinetar ©

A ELISA LERNER
Cuando yo era niño mi madre trabajaba como orfebre para una joyera judía. Era egipcia, recuerdo. Joyera, judía, egipcia, una mezcla extraña. Joyce se llama, o se llamaba, ignoro si vive o si ya ha muerto. Sobre una mesa de madera que teníamos en un salón que daba a un patio de millonarias y orquídeas, con periquitos de jaula, en la casa familiar, mi madre tendía un mantel y con unos instrumentos raros de artesana unía diamantes, rubíes y esmeraldas a estructuras de oro. Se sentaba con las piernas cruzadas sobre la silla, como un faquir, y reproducía piezas que se inspiraban en diseños de Van Cleef o de Bulgari. La Joyce, como le decíamos entre nosotros a la joyera judía y egipcia, tenía tiendas en uno o dos centros comerciales de Caracas, pero recibía a sus clientas más famosas en un apartamento medio secreto en un edificio de la quinta avenida de Los Palos Grandes. Las piezas que hacía mi madre eran, precisamente, para ese apartamento y para esas clientas. Luego mi madre se dedicó a otra cosa, y yo crecí y me hice periodista, y conocí a Elisa Lerner. Ha pasado más de una década desde que Elisa y yo hablamos por primera vez y, desde entonces, sin tener ni de cerca el talento de mi madre, no he dejado de agradecer la coincidencia que significa ser yo ahora aprendiz de corazón de esta otra joyera, también judía pero venezolana, que prodiga piedras y metales verbales preciosos para adornar, como ella dice, “la almendra frágil de los días”. Desde el balcón de Elisa –y cada vez que la visito, me asomo– se avista por entre los árboles del Ávila el apartamento secreto de La Joyce.
Diego Arroyo Gil

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Francisco Rivera / Vasco Szinetar ©

A FRANCISCO RIVERA
Precisión, elegancia y hondura: el ensayo venezolano en manos de Francisco Rivera llegó durante la segunda mitad del siglo XX a una cima rara vez alcanzada, liberado de la obsesión nacionalista y explorando los territorios de un yo consciente de ser lenguaje.
Mucho tiene que ver en ello el diestro manejo del silencio. La fidelidad de Rivera a lo fragmentario se comprueba desde la introducción a su primera colección de ensayos, Inscripciones (1981): “La mayoría de los textos publicados aquí forman una constelación de fragmentos: inscripciones hechas en busca del mundo solar”. De continuar nuestra lectura hasta su pieza más extensa en el género, “Fernando Pessoa y la mirada del otro” –de Entre el silencio y la palabra (1986)–, no costaría percibir en sus partes unidades independientes, exentas de la contención apotegmática o la fascinación de los románticos alemanes por las ruinas del logos. Estamos ante fracciones integradas.
¿De qué manera se logra la paradójica unión? En el escrito titular del libro de 1986 se aprecia cómo la tensión entre los subtextos brevísimos y el espacio en blanco que los separa se sincroniza con los “contenidos”, y es tanto el resultado como el motivo de fusiones: el fondo de la forma, la forma del fondo. El inexperto Perceval de Chrétien de Troyes se erige en alegoría del hombre que debe hablar para encontrarse, pero teme hacerlo. El flujo del discurso persistentemente obstaculizado por los puntos finales perfila un correlato literario del dilema verbal y místico.
Miguel Gomes

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José Balza / Vasco Szinetar ©

A JOSÉ BALZA
La portada original de La mujer de espaldas invitaba a la imaginación; considero El fiero (y dulce) instinto terrestre su mejor libro de ensayos, pero probablemente también se deba a la seducción que ese paréntesis del título provoca. Una tarde de 1986 me topé con él en la Hemeroteca Nacional: investigaba para su nueva novela. “¿Cómo se llama?”, le pregunté. Y él se inclinó sobre mi cuaderno y escribió: “⅕”. Ojalá conservara ese autógrafo. Luego el libro se titularía Medianoche en video: ⅕. Los títulos de sus relatos y sus novelas o, como él los llama, sus “ejercicios narrativos”, no pueden ser más atrayentes y enigmáticos: Zoología, Sunflowers Love the Sun, but What Do They Do at Night?, La sombra de oro, Prescindiendo, Marzo anterior, Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, Percusión, Un hombre de aceite. Siempre he “comido por los ojos”: la lectura de un libro para mí comienza en la seducción del título: la portada puede ser fea (lo feo es una categoría cósmica), pero si el nombre de la cosa no me atrapa, poco se podrá hacer. No había leído La marcha Radetzky, de Joseph Roth, por repugnancia a Strauss y porque no me gusta Philip Roth: superado el asco, fui feliz leyendo. De pronto comprendo que José Balza ha pasado medio siglo engañándonos: parafraseando el poema de Huidobro, los títulos de sus libros siempre nos habían prometido otra cosa. Pero lo que descubrimos, cuando lo leímos, fue mucho mejor: contemplamos un universo.
Juan Carlos Chirinos

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María Fernanda Palacios / Vasco Szinetar ©

A MARÍA FERNANDA PALACIOS
salud, por la profe: mucho que decir sobre su poesía y sus ensayos, sus clases y su perspicacia, sus collages, su sentido de la realidad y su intuición, su vuelo metafórico, el súbito cómplice de su conversa, sus pausas y sus reparos, sus digresiones, sus tarjetas postales, sus recomendaciones, sus “figuras” y sus “salidas”, que son puertas, o umbrales; y los deja caer, así, como si nada (una vez, me parece que en el entrañable salon, soltó: “López decía que la psique tira velos” y algunos rasgan –se rasgan– y abren la puerta a otra vida, vita nuova, me digo, dopo di lasciare ogni speranza);
brindo, pues, por el otro pasillo, por el que va de ella a Jaime López Sanz, de ella a Guillermo Sucre, de ella a la teoría secondo RCZ, de ella a uno de los tantos “nervios” de Literatura y Vida –rusos, acmeístas– y de ella siempre siempre a la Escuela; brindo, brindo, por el modernísimo capote recontra-hiperequete-remendado que no se deja reventar –¡olé!– en medio de tanto aguante y despeñadero; por los programas de sus cursos brindo, mientras amaina –todos los dioses quieran– esta larga tempestad; brindo con una helada y sencilla cerveza, o un güisqui bien seco, o una vacía copa de oro, o todas a la vez, da casi igual;
brindo y brindo, “sin teatro fijo”, por ella, por los amigos comunes, por todo lo que da vida, por la fuente infinita de la poesía y la matraca de Ajmátova,
Alejandro Sebastiani Verlezza

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Rafael Cadenas / Vasco Szinetar ©

A RAFAEL CADENAS
El poeta sostiene el valor que le da al silencio y la contemplación como un As de bastos. Lumínica escena al tratarse de quien expresa esencialidades con el don de la síntesis poética argumentativa: “Haz que mi vida cuaje así sea solo un día”. Deseo que viene cumpliéndosele al poeta, más de un día, aunque tal vez no lo perciba así, incrédulo como se sostiene en esta tierra, atado a su creencia de: “El silencio es nuestro fondo / donde vive lo innombrable / del que venimos / y a donde volvemos”. En su “Ars poetica” expresa: “tiemblo cuando creo que me falsifico”, tasa por ello el peso de cada una de las palabras cuando escribe. Sincera expreso aquí que uno de los pilares de íntimo gozo en nuestra formación ha sido leer con pasión el mosaico plural de su poesía, ensayos y traducciones. En poesía, desde Los cuadernos del destierro (1960) hasta Basho y otros asuntos (2016), con dos estaciones capitales: Amante (1983) y Gestiones (1992). En el presente, le espío –con interés de editora– su libro en construcción Poemas a Rilke, que lee de manuscritos en cuadernos, del que hemos apuntado esta línea de oro, apenas oído (el 4/8/18 en la plaza Los Palos Grandes, Caracas): “Me estremece la palabra destino”. Pienso que, así como dice él que Basho sabía que la rama lo esperaba en el viejo estanque, él mismo y seguro que a corta edad, supo que la poesía le esperaba, y ella sería su impulso y razón de vida. Lo ha dicho: “Si el poema no nace, pero es real tu vida, eres su encarnación”. Cadenas es un enclave en el tiempo renovado de la poesía del siglo XX. Mordaz, alejado del bullicio y lo banal. Solitario y solidario, atento y crítico, inmerso en la descarnada realidad, interroga todo, e inquieto testimonia el dolor que sin tregua, día y noche, aflige a tantos en el país, y más allá de sus fronteras, reabriendo heridas de su propio destierro. Su poesía es péndulo y báculo de luz, con este perfil: “Soy mi jugo, el hueso arrancado a la demencia, la rotura múltiple. Vomito salmos, cuevas, miedos”, llegándole a los filos hirientes de la exactitud.
Edda Armas

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Victoria de Stefano / Vasco Szinetar ©

A VICTORIA DE STEFANO
Leer a Victoria de Stefano es un privilegio, una experiencia estética, un goce de los sentidos. Desde que descubrí su opera magna, Historias de la marcha a pie (1997), no he dejado de frecuentar las páginas de nuestra escritora como un nadador que se adentra en aguas profundas. Pues si hubiera que buscar un adjetivo, o dos, para definir la escritura de Victoria, nos bastaría con densidad e intensidad. Su prosa, para referirnos apenas a un aspecto de las cualidades de una escritura única, original y de alto vuelo, posee un ritmo trepidante y una asombrosa riqueza conceptual, posee hechizo, fluidez, complejidades lingüísticas y se deja leer con la alegría con que solemos revisitar a los clásicos.
Victoria de Stefano nace en 1940 en Rímini, Italia, y su lengua materna es obviamente el italiano. Aventada al exilio luego del final de la guerra, a los seis años recala en Caracas y según su propio testimonio “olvida” su lengua originaria y adquiere el dulce y melodioso hablar de los caraqueños. Desde niña escribe en español, un idioma “prestado”.
En Idea de la prosa, Giorgio Agamben, citando a Paul Celan cuando afirma “Solo en la lengua materna puede decirse la verdad”, plantea un tema fascinante acerca de la adquisición y uso del lenguaje, en particular en los casos de bilingüismo. Siguiendo a Celan, mi hipótesis es que Victoria conserva en algún lugar de su memoria la sonoridad y el encanto de su lengua materna, y esta para nuestro deleite aflora gozosa en el esplendor de su escritura.
Ednodio Quintero


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