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Elisa Lerner / Vasco Szinetar ©

“Un zoo de cristal” que tiene el tamaño de un país

Elisa Lerner

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BREVES/ BREVÍSIMOS

El sombrero

Al quitárselo, todos los conejos invadieron el mundo.

Conejo

Hizo de todo para llegar el primero a la meta: el jurado se había marchado, lo que evidenció que la trampa también formaba parte de la ética de quienes aún creen en los cuentos de camino.

Cuento chino

Por esa vereda se llega a Roma: la visa es solo cuestión de trámite.

Muchacha

Estaba tan buena que la dentera del viejo verde maltrató el último de sus caninos.

Amante

¡Cuántas veces el orgasmo llega primero que el deseo!

Justicia rumiante

La vaca entró a la carnicería y rumió su dolor al ver en la nevera parte de sus solomos.

Libre albedrío

Hago lo que me dice mi conciencia: la acabo de perder.

Envidia

Deseo todo lo que tienes, pero no adviertas del seguro funerario.

Lujuria

La rápida erección perturbó el descubrimiento de un nuevo planeta.

Cósmico

El cometa dejó la cola en manos del jinete.

Aburrimiento

Cada vez que la muerte canta, la orquesta amanece de fiesta.

Breve

Tan corto que la molécula no siente placer alguno.

Voz

Letra y música del silencio.

Dialéctica

La camisa de fuerza no lo dejaba sudar, mucho menos pensar.

Poema

Una puñalada en el corazón es una herida en el único músculo que ejercita la moral.

Cirugía

Tanto dio el médico que extirpó el hígado de un magnífico bebedor.

Miedo

El temblor es una herencia esquimal.

Labios

Se besaron y pensaron que era para siempre. Murieron asfixiados.

Lengua

Órgano estratégico del partido de gobierno. Los mudos las prefieren sordas.

Alberto Hernández

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Glosario del destierro

D

Diáspora. Escribe Catherine Wihtol: “hoy se habla de diáspora cuando un grupo étnico o de una misma nacionalidad se han disgregado entre varios países de destino aunque sigan manteniendo un fuerte sentimiento comunitario”. Cientos de ciudades, millones de historias y un sinfín de lenguas y culturas en roce. Un solo territorio simbólico, una misma conciencia y una memoria común que la atraviesa. La diáspora venezolana, un nombre que parece de artificio, es un telar sostenido por cinco millones de personas. País dispersado/país ampliado. ¿El resultado de una fractura o el inicio de otra amalgama? ¿La spora echada sobre suelo infértil o un simiente de fecundidad extraña? ¿Por dónde atajarla? ¿Cuántos países somos? ¿De cuántos países venimos?

Desarraigo. Paradójicamente, la Alta traición de José Emilio Pacheco es un himno: No amo mi patria. / Su fulgor abstracto es inasible. Canción dulce a los oídos de los emigrados. El odio a lo propio también es lícito. Todos, en algún momento, hemos sentido el país como tragedia. No amo mi patria. La detesto. O más bien la resiento porque no pude conocerla bien, porque me la arrebataron, porque es la síntesis de todas las pérdidas. Maldito fulgor abstracto que encandiló todo lo que amaba. Puedo sentir ese odio. Quiero sentirlo. Mutilar esta raíz, al menos como ejercicio. Hundir esa patria y sacar otra. Olvidarla, desaparecerla de una vez por todas. Sí, “aunque suene mal”, como el poema.

Desplazamiento. Los cuerpos se mueven, pero la trastienda se desplaza. Cambia de sitio, toma forma de mirada estrábica mientras se acomoda. Se trastocan las creencias, las ideas, las certezas, los símbolos. El exilio es eso: un desplazamiento violento, inesperado. Mucho se cae y mucho permanece, pero todo termina trasladado a otro campo. El emigrado, de pronto, viene a buscar algo que había dejado inmóvil y se encuentra un vacío o una forma confusa en proceso de arreglo. Es la mirada y es el objeto. Es el mareo y es lo real: todo ha mudado su sitio.

Domicilio. El país de acogida es también un espacio en renta. La estancia ahí es provisional, perecedera. El domicilio, suponemos, es el lugar donde se produce la cotidianidad. Una ubicación en el mapa de la vida civil y urbana. Es un punto donde uno está, aunque no sea propiamente de donde se es. Siempre se me antoja decir que mi casa, la de mis abuelos, es mi patria. Contradigo por hoy a Cioran: no es mi lengua, sino el lugar donde albergo mis mejores recuerdos. Hoy, donde duermen mi hija y mi esposa, vivo. Esa es mi casa ahora. Aunque también tenga un domicilio fiscal para pagar impuestos.

Zakarías Zafra

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Sala de espera

Vi una película en la que el tiempo va en moto —dijo Isabella antes de darle una calada al cigarro en mi mano.

Qué cursilería.

Pero deja que te cuente. Yo escucho todas tus cosas. —replicó, severa, aunque sonreída.

A ver.

Nuestro tiempo podría verse así, como si fuese en moto.

¡Ay, Isabella, no jodas!

Yo te lo advertí. —volvió, tomándome la muñeca y quitándome el cigarro.

Se me olvidó. —contesté, viéndola fumar y caminar de un lado a otro. Isabella fuma poco.

Siempre hablas del olvido. ¿Dónde te quedaste en nuestra historia?

No recuerdo. —insistí.

O no quieres recordar. —insistió.

Quizás. —dije rendido.

Hace mucho decías que el olvido es un pañito-de-agua-tibia-para-no-llamar-a- la-costumbre-por- lo-que-es.

Entonces estoy acostumbrando. —volví, ignorando las dos maletas en la puerta.

¿No somos nada porque nos acostumbramos a no serlo?

No dije eso. Dije que quizás estoy acostumbrado a estar sin ti. ¡Ah! Y que lo del tiempo en moto es una estupidez.

¿“Quizás” estás acostumbrado, dices? Nunca has sabido hacerlo de otra manera. Optas por la negación.

¿Y qué? —volví—. ¿A quién dejaste las veces que te fuiste y a quién encontraste a tu regreso? —inquirí buscando un cigarro en la caja vacía en la meseta—. No querrás que entre por tu aro.

¿Y en qué piensas ahora?

En una sala de espera —dije, cabizbajo.

¿Aún me esperas?

No. El problema es que no sé salir de esa sala.

¿Qué significa eso?

En fin —dijo soltando la última bocanada—. También quería hablar contigo —agregó, con la vista en sus maletas.

Dime —contesté con gesto de nadería, viendo cómo el suyo asumía un miedo que ninguno conocía.

¿La última vez me acabaste adentro?

Rubén Machaen


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