Diego Arroyo Gil / Ricardo Torres©

Por NELSON RIVERA

¿La biografía es un género literario? ¿O es una rama de la historia o del periodismo? ¿Existe una especificidad de lo biográfico?

—He pensado que se trata de un género híbrido entre el ensayo histórico, la semblanza periodística y la novela. A mí además me gusta ver la biografía atada a la psicología. La porosidad de la biografía es lo que la hace tan apetecible y tan sabrosa de acometer, aunque sea muy difícil puesto que el biógrafo tiene la obligación de esclarecer y transmitir una vida vivida, cuando él sabe que toda vida vivida es, en última instancia, irreductible, irreproducible e intransferible. De allí que si la biografía no logra despertar la percepción intuitiva del lector, de modo que este capte, hasta donde sea posible, la esencia del biografiado, la biografía no sea interesante o solo tenga un valor documental muy plano. Eso es lo más triste que le puede pasar a un biógrafo y, sobre todo, a un biografiado. Me acuerdo de una frase muy divertida de Cioran: “Es increíble que la perspectiva de tener un biógrafo no haya hecho desistir a nadie de tener una vida”. Pero le aseguro que a Cioran le hubiera fascinado tener un biógrafo. Estaba encantado de ser Cioran.

Quiero preguntarle por la aspiración posible de un lector de biografías. ¿Debe conformarse con una relación de los hechos o debe aspirar a obtener una interpretación del ser humano, de sus dilemas y motivaciones profundas?

—Sin duda, el lector debería aspirar a todo eso que usted señala. Uno nace, le ocurre el Eros y se muere. Lo que transcurre entretanto es la pasión, que se nutre de los hechos circunstanciales puestos al servicio de un azar que se cumple y que cristaliza en un destino. Si la biografía no expone ese dinamismo, me parece que no es una biografía sino un currículo. Me he referido al Eros, no al amor. Eros como lo que vincula específicamente a cada hombre al mundo.

¿Qué papel cumple la ficción en la biografía? ¿Es posible hacer un retrato del carácter, del fundamento emocional, de la sensibilidad de un biografiado sin apelar a la imaginación, al menos, a especulaciones fundamentadas?

—Según mi experiencia, no es posible prescindir de la imaginación, pero imaginación, en la biografía, no es ficción, como con libertad sí lo puede ser en la novela, el cuento, la obra de teatro. En el caso de la biografía, entiendo imaginación como necesidad de mirar especularmente una vida a fin de poder sugerir la historia indicada: la historia que corre por debajo de la historia personal evidente. Sin imaginación, en la biografía los hechos de los que usted ha hablado no pasan de ser meros datos o informaciones, cuando de una biografía se espera que los hechos sean también imágenes o que remitan a ellas. Imaginar no siempre es sinónimo de hacer ficción, lo cual está prohibido para el biógrafo. El escritor estadounidense Frank Brady dice algo muy bueno: “A lo sumo, las novelas se pueden comparar; las biografías se pueden corregir”. Usted puede comparar, por ejemplo, La fiesta del Chivo con otra novela. En cambio, podría corregir una biografía de Rafael Leónidas Trujillo, en quien de alguna manera está inspirada esa novela de Vargas Llosa. En ambos casos la imaginación juega (o jugaría, pues no sé si existen biografías de Trujillo) un papel fundamental en la aproximación al personaje, pero no el mismo papel.

En biografías que he leído, sus autores hablan de las presiones o limitaciones que afectan a los biógrafos. Predominan familiares y amigos que se constituyen en obstáculo para acceder a “las verdades” del biografiado. ¿Cómo sortear estas limitaciones? ¿Cuál ha sido su experiencia al respecto? ¿Es la biografía un género bajo demasiados controles?

—Más que impedir el acceso a información, lo que más me ha sucedido es que hay gente que pretende imponer su “conclusión” sobre el biografiado, así sea que solo tenga con él, o con ella, una única anécdota o ninguna. Una experiencia personal o una opinión, por muy legítimas que sean, no agotan la vida de nadie. Cuando se trata de personajes en extremo polémicos, como Sofía Ímber u Osmel Sousa, esta situación es ya directamente enfermiza. Supongo que es natural, son gajes del oficio, pero hay que establecer límites y a veces obstinarse un poco. Hay que hacer todo el esfuerzo posible para mantener el foco y la independencia y atenerse a lo que uno ha sacado en claro, aunque eso contradiga de manera abierta la opinión del propio Cristo. (Me gustaría aclarar, no obstante, que ni mi libro sobre Sofía Ímber ni mi libro sobre Osmel Sousa son biografías. Son textos biográficos, pero no biografías. En cualquier caso, los riesgos que se corren son los que usted ha planteado). Con respecto a los amigos y los familiares en particular, yo hasta ahora no he tenido mayor inconveniente. Uno sabe si la gente está ocultando algo, pero las ansias o el gusto de participar por lo general acaban venciendo las barreras iniciales. ¿Sabe usted qué vence también esas barreras? La actitud del que investiga. Si uno tiene propósito de vampiro, tenga por seguro que le van a cerrar las puertas. Si usted es cordial y respetuoso, las puertas se abrirán. Tampoco hay que perder de vista que en muchísimas ocasiones la misma familia y los amigos no saben a ciencia cierta cosas sustanciales del propio biografiado, de modo que el biógrafo se convierte en una fuente para su comprensión y eso facilita el acceso a material relevante.

He leído biógrafos que dicen: esperé a que el biografiado falleciera para iniciar mi trabajo. Otros lamentan haber llegado tarde y no haber tenido la oportunidad de entrevistarlos antes del fallecimiento. ¿Escribir biografías de personas vivas se constituye en fuente de muros y limitaciones?

—Siempre hay muros y limitaciones. Cuando el personaje ha muerto, no se cuenta con la posibilidad invaluable de consultarle ciertas cosas. Cuando no ha muerto, se vive acechado (o no, que también pasa) por el propio personaje. He estado en ambas situaciones y no sé decirle cuál prefiero, pues las dos entrañan retos estimulantes. Ahora bien, solo cuando el personaje ha muerto he podido escribir lo que considero una biografía, supongo que porque una biografía en toda ley únicamente es posible una vez que ha ocurrido la muerte, dado que sin la muerte la vida no está completa: Luisa “la Nena” Palacios, Miguel Arroyo y Simón Alberto Consalvi. Cuando, por el contrario, el personaje ha estado vivo, he optado por las memorias recogidas o conversadas: Nelson Bocaranda, Sofía Ímber, Osmel Sousa y Margot Benacerraf. Una vez que se han publicado, las más controversiales han sido las memorias, ello debido —por lo menos— a dos cosas. La primera, que las memorias siempre causan suspicacia: sabemos que todo el mundo habla con prevenciones sobre su propia vida; no he encontrado a ningún santo que no lo haga. (La tarea del memorialista es sacudir esas prevenciones, pero es imposible derribarlas del todo). Y la segunda, que con frecuencia el lector transfiere al escritor las emociones que le ha provocado el testimonio del personaje. Es una situación comprensible con la que hay que lidiar, siempre en defensa de la pertinencia del trabajo biográfico.

La biografía parece estar siempre atraída por sus extremos: el heroísmo o la desmitificación. ¿Cómo ha manejado usted esta tensión?

—Cada día estoy más persuadido de que el objetivo de la labor biográfica es mitificar, o sea: desentrañar la fibra novelesca de una vida. Mito, para mí, no es en absoluto trampa o engaño. Por sobre todo uno se propone explorar la raíz más tenaz de una conducta particular, descifrar el destino más o menos coherente de una persona. Da igual si se trata de Carlos Cruz-Diez o de Pedro Estrada. Tratar de comprender no es justificar, es lo que es: tratar de comprender. Y para tratar de comprender, en la biografía, hay que hacer complejo, mitificar, hacer imaginable una historia y a su protagonista. Le pondré un caso hipotético para explicarme mejor. Si hoy usted me propusiera biografiar a José Antonio Abreu, yo me esforzaría en presentar un retrato de Abreu que le permita al lector comprenderlo más allá del rechazo, de la indiferencia o de la admiración que ese lector pueda sentir por él. No querría heroizarlo ni desmitificarlo, para hablar en sus términos, porque cada ser humano es una complejidad. Claro que eso es más difícil cuando el personaje es “bueno” o “malo”, pero hay que esforzarse o desistir. Si no, la biografía se convierte en un panfleto y el lector percibe de inmediato que le están metiendo gato por liebre, cuando no liebre por gato. Imagínese el reto de biografiar a Simón Díaz o a Marcos Pérez Jiménez, pero si usted asume el compromiso, se supone que lo hace para cumplir con ese compromiso. Nada de esto desconoce que tanto el bien como el mal existen y que hay gente mejor o peor que otra; eso igual se ve en la biografía. Allí también el biógrafo debe medir su propio alcance. Por ejemplo, yo no aceptaría biografiar al expresidente venezolano nacido en Barinas y fallecido en 2013. Me gustaría que lo biografiara otro, pero yo no. (Ya lo hicieron hace años, con indudable acierto, mientras vivía, Alberto Barrera Tyszka y Cristina Marcano). La razón es sencilla: sé que no tendría la menor distancia necesaria para hacerlo con aspiración de sobriedad. No querría comprenderlo: querría destruirlo, y el biógrafo no se puede plantear eso como objetivo por encima del mandato de comprender. En cambio fíjese que sí acepté biografiar a Consalvi, un hombre de mi estima más profunda. Misteriosamente, es más fácil tomar distancia de la estima que del desprecio para biografiar. Será porque la estima es vulnerable a la reflexión; con el desprecio es más arduo. O quizá sea una falla mía.

¿Tiene la biografía límites temáticos o éticos? ¿Hay cosas sobre las que las biografías no deben hablar? ¿Le ha tocado a usted decirse a sí mismo de esto o aquello no hablaré?

—El biógrafo se propone recabar todo el material posible para dilucidarlo. En ese sentido no se puede precaver en la investigación. Si luego no incluye algún dato es porque lo considera irrelevante o innecesario, o sencillamente porque se sale de los límites de interpretación propuestos. Aunque el biógrafo aspira a tener una mirada total sobre un personaje y se esfuerza por alcanzarla, para escribir es necesario precisar. Si no, no se puede escribir, o se pasaría uno escribiendo 100 años, pues siempre habrá algo más que decir o algo que se podría decir de otra manera. François Bédarida escribió una biografía extraordinaria de Winston Churchill en la que no está todo Churchill, pero en la cual sí está Churchill íntegramente: Bédarida tuvo que escoger entre la ingente cantidad de información sobre el personaje para retratarlo, para darle una forma orgánica. De allí, en parte, el aserto de Frank Brady de que las biografías se pueden corregir. No creo que la biografía se deba plantear agotar a un personaje, si no, como le digo, hacerlo imaginable. Yo admiro la biografía que James Boswell escribió sobre Samuel Johnson —de la que se afirma que es la mejor biografía jamás escrita, y puede que lo sea—, pero acaba siendo extenuante. Johnson queda como sepultado por su propio peso debido a la terquedad de Boswell de registrar hasta el detalle más insignificante. Es un difícil equilibrio, pero ese es el arte del biógrafo. Me parece que una biografía triunfa si tras leerla el lector siente que conoció al personaje, pero al mismo tiempo si el personaje se le ha intensificado como enigma humano. Desde luego, el biógrafo no oculta datos para dejar ese enigma en el aire, no es eso. Es que la biografía, si es buena, hará que el lector capte ese enigma en la revelación objetiva y comprobable del biografiado. La dinámica de las memorias es parecida, pero hay matices ineludibles. Recurro a ejemplos. En el libro sobre Nelson Bocaranda había información imposible de comunicar: si yo hubiera descubierto quiénes eran los informantes de Bocaranda como periodista, no habría dicho sus nombres. En el libro sobre Sofía Ímber decidí no hablar sino lo justo sobre el Museo de Arte Contemporáneo, no solo porque ya había dos personas escribiendo cada una un libro sobre la institución, sino sobre todo porque me di cuenta de que la figura de la directora del MAC había funcionado como un velo para no ver a la persona detrás del exitoso personaje público. De haber escrito una biografía “clásica” sobre la señora Ímber, como traté de hacerlo con Miguel Arroyo, el gran director del Museo de Bellas Artes, no habría podido dejar de lado esa parte de la historia, como en efecto no lo hice en el caso de Arroyo. Con Osmel Sousa sucedió que él renunció a la presidencia del Miss Venezuela cuando yo ya llevaba medio libro escrito. Se desataron los demonios, porque me había propuesto desde el principio que bajo ningún concepto escribiría un libro sobre el concurso: yo quería esclarecer el pasado desconocido de Osmel Sousa para entender cuál era el origen del hombre, para saber de dónde había salido la criatura. Con la polémica en puertas, no cedí, a sabiendas de que mucha gente iba a echar de menos un reportaje sobre el Miss Venezuela en vez de un libro “sin morbo” —como lo ha calificado un periodista del espectáculo— dedicado a un personaje sitiado, con razón, por el escrutinio público. De Margot Benacerraf se esperaba que el libro estableciera el motivo exacto de por qué ella no hizo más películas después de Araya. Al ver que ese motivo exacto no existía o que yo no había sabido dar con él, dejé la pregunta sin una respuesta única evidente. Hay cosas que no tienen explicación o cuya explicación es el haber ocurrido y ya. Un asombro al que se asiste mucho al penetrar en una vida humana —la propia o alguna ajena— es que, como dijo una vez Rafael López Pedraza, “vivimos creyendo ser dueños de nuestros actos y eso es mentira”. Uno tiene una vida, está claro, pero asimismo una vida lo tiene a uno. Por supuesto, esto no es un alegato en contra de la voluntad personal ni en contra de la importancia de la responsabilidad civil, pero ayuda mucho al biógrafo a acceder al revés del espejo.

Quisiera que me comentara ese subgénero (si es que podemos considerarlo así), llamado “biografía oficial”. ¿Tiene legitimidad?

—Depende del personaje. Estoy seguro de que una biografía oficial de Rafael Cadenas, o sea, autorizada por él, sería igualmente buena. Pero Cadenas es Cadenas. El problema con la biografía oficial es que con demasiada frecuencia es un currículum ampliado, cuando debe haber tensión y complejidad para que una biografía sea, de veras, una biografía. Por eso le decía que tal vez es mejor esperar a que ocurra la muerte u optar por las memorias recogidas o conversadas, donde sigue habiendo tensión y complejidad, pero de otro modo. Esto último fue lo que hicieron María Ramírez Ribes con el mismo Cadenas; Miyó Vestrini con Isaac Chocrón; Alonso Moleiro con Teodoro Petkoff; Ramón Hernández y Roberto Giusti con Carlos Andrés Pérez; Milagros Socorro con Alfonso “Chico” Carrasquel; y Jacqueline Goldberg y Vanessa Rolfini con Armando Scannone, por hablar de casos que recuerdo ahora. Una breve entrevista de aproximación a un personaje en vivo cuya lectura fue muy importante para mí fue la que escribió Yolanda Pantin sobre la ceramista María Luisa Zuloaga de Tovar, un texto modélico de cómo un ojo logra dar con un carácter para exponerlo en primera persona. Luego, ya fallecida la señora Zuloaga, María Fernanda Palacios escribió un ensayo biográfico sobre ella que es asimismo muy relevador de las posibilidades del oficio.

¿Qué errores acechan a un biógrafo? ¿De qué debe cuidarse?

—De lo que no debe cuidarse es de apasionarse por su personaje. Si no hay pasión, difícilmente habrá descubrimiento. Una vez un periodista le preguntó a Emmanuel Carrère cómo es que se había apasionado por un asesino, y este contestó: “Porque hay algo en mí que pudo haber tenido su mismo destino”. Me parece una respuesta perfecta. Carrère no se identificaba con el asesino, pero lo reconocía en lo humano. Allí radica la fascinación del biógrafo (del escritor en general) ante la riquísima variedad combinatoria de la psicología y la conducta.

Tengo la sensación de que la sociedad venezolana, al menos sus élites, tienden a ser pudorosas: procuran mantener un férreo control sobre la información relativa a sus vidas. En otros países, Argentina y España, por ejemplo, me ha parecido que las personas hablan, de forma más abierta, sobre sus problemas y su intimidad. ¿Somos pudorosos? ¿Es usted un biógrafo en una sociedad pudorosa?

—Creo que el pudor es una virtud. A veces hablar abiertamente sobre nuestros problemas o nuestra intimidad es sospechoso. Puede estarnos moviendo “la mentira de la sinceridad”, como le dice Lorenzo Barquero a Santos Luzardo en Doña Bárbara, una frase que suele recordar el profesor Jaime López-Sanz. Si no hay pudor en alguien, posiblemente se trata de una persona peligrosa o en peligro, que tiene un trato un pelín extraño consigo misma. No sé. Por eso hay que estarse revisando mucho siempre. Si hay algo que cuidar es la vida de cada uno en sí mismo: la intimidad. No en vano la frase de Cioran sobre el peligro de un biógrafo, pues el biógrafo, si apuesta por el impudor, no es más que un chismoso, alguien que desconoce el valor de la vida y de sus seres, por lo cual es capaz de despacharlos fácilmente. Ser pudoroso no es, para nada, ser pacato ni puritano. Es respetar aquello que nos implica y nos compromete, lo que nos ha pasado por dentro mientras vivimos. No tengo elementos que me permitan comparar en ese aspecto a Venezuela con Argentina o España. Además, correríamos el riesgo de generalizar. En todo caso, para mí el pudor no es un impedimento para la biografía. Todo lo contrario. Me parece que es un aval de seriedad.

En mi percepción, antes de la Biblioteca Biográfica Venezolana, el género biográfico parece haber sido poco frecuente en nuestro país. ¿Comparte este criterio o sí ha existido una tradición de la biografía en Venezuela?

—La Biblioteca Biográfica le abrió un nuevo espacio a la biografía entre nosotros. Se lo debemos a Consalvi, pues fue su idea, y a las decenas de colaboradores que participaron en esa empresa editorial. Consalvi era un gran lector de biografías y admiraba profundamente a Mariano Picón-Salas, que cultivó el género biográfico con todo el don de su talento. En Profecía de la palabra, la biografía que el propio Consalvi le dedicó a Picón-Salas, don Simón califica el ensayo de Picón sobre Alberto Adriani como una biografía, a pesar de que ese ensayo no pasa de 30 páginas. Tal era la capacidad de Picón-Salas para retratar a personajes de su interés. Este solo dato entre tantos indica que, si bien no ha habido una tradición de la biografía en Venezuela como en otros países, la Biblioteca Biográfica no partió de cero, solo que fue tan ambiciosa que marcó un hito: se publicaron 152 biografías en cinco años. Pero queda mucho por hacer. Aprovecho su pregunta para decir que entre las biografías “modernas” que se han publicado en Venezuela y he leído, me sigue impresionando mucho Asedio a Guillermo Meneses, de Arlette Machado, un libro que propuso un modo inédito de acercarse al personaje biográfico. Fue publicado por Monte Ávila a finales de los años 70. Ojalá se reedite. Luego de tanto es aún una novedad.

Por último: ¿recomendaría tres biografías a los lectores del Papel Literario?

—Ya que mencioné a Carrère, recomendaría su libro sobre Eduard Limónov, titulado así, Limónov. Asimismo, el libro de Tzvetan Todorov sobre Marina Tsvietáieva, cuyo título original en francés es Vivre dans le feu (Vivir en el fuego), que inexplicablemente en español llamaron Confesiones, que no es sino el subtítulo que le puso Todorov. Por último, la biografía que Roberto Martínez Bachrich le dedicó a Antonia Palacios, titulada Tiempo hendido. Una biografía “clásica” comparada con las dos primeras recomendaciones. En el campo de las memorias, recomendaría Cómo llegó la noche, de Huber Matos, un libro que lo tiene todo.


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