de Quintero
Ednodio Quintero / Archivo

Por EDNODIO QUINTERO 

Que el mundo el día después de la pandemia de la peste del COVID-19 será distinto, eso está por verse. Que será mejor, permítanme dudarlo. En realidad, nadie lo sabe pues siempre sucede lo inesperado. Sospecho, sin embargo, que con mínimas variantes, luego de la euforia por haber sobrevivido a un evento terrorífico y letal, todo seguirá igual. Los homínidos tenemos una extraordinaria capacidad para olvidar aquello que no nos conviene recordar. Tampoco creo, como suelen pronosticar los optimistas de oficio, que de esta catástrofe vamos a extraer una lección. Las pandemias han existido desde siempre, y por desgracia, no hay que ser Nostradamus para anunciarlo, ésta no será la última.

Sin embargo, la peste que aterra ciudades de Italia, España, Francia y toda Europa, y que ha dado un salto mortal al Imperio al tiempo que ronda por nuestros desasistidos países de América del sur, es lo más parecido a las fantasías apocalípticas que aparecen en Ciudades de la noche roja, la novela de William S. Burroughs, muy distinta a los virus que la han precedido, en particular por su inmensa rapidez de propagación, su capacidad de ocultarse en organismos jóvenes y sanos, la variedad de daños que ocasiona: economías devastadas, psiquis deterioradas y el resurgimiento de los profetas que anuncian el fin del mundo.

Si no adquirimos alguna enseñanza provechosa de este virus que viaja por el planeta de los simios al igual que una estrella de la muerte –¿han notado que tiene forma de mandala?–, capaz de producir un evento inquietante e inédito como el confinamiento casi global, al menos será un recordatorio de que todos viajamos en la misma nave escorada llamada Tierra, que avanza dando tumbos por el espacio sideral.

Mérida, mi herida, 10 de abril de 2020.

Del álbum familiar.

Tía Delibana

Desde comienzos de este año, antes de que se comenzara a hablar del virus que había empollado en un mercado de Wuhan, allá en la lejana y milenaria China, estuve pensando en la hermana de mi padre, mi tía Delibana, quien fuera en diciembre de 1918 una de las víctimas mortales de la llamada “gripe española”. Delibana no alcanzó a cumplir los dieciocho años y era la consentida de mi padre que aquel año de infausta memoria frisaba los veinticinco. Mi tía había nacido en junio de 1901, y fue recibida en la familia con alborozo pues era la primera hembra luego de una sucesión de cuatro varones, siendo mi padre el mayor. Mi abuelo Rufino tenía razones para sentirse orgulloso y ufano por el advenimiento de su hija. Él se había sumado en agosto de 1899, en compañía de su suegro el general José María Ribas (mi bisabuelo), a las tropas de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez que invadieron el país desde la frontera con Colombia y que en una exitosa campaña se apoderaron del gobierno central. En la batalla de Tocuyito mi abuelo fue alcanzado por una bala enemiga que, por suerte, apenas le dejó una cicatriz en el hombro izquierdo. Mi abuelo con el grado de coronel y el general José María Ribas no se quedaron a medrar en la capital, ambos fueron enviados a la ciudad de Mérida donde permanecieron un año, respectivamente como Jefe y segundo Jefe del Cuartel “Rivas Dávila”. A su regreso al caserón familiar en octubre de 1900, mi abuelo abrazó a su esposa, la frágil y delicada Angustias, y de aquel encuentro caluroso en el frío amarillo de los páramos nació la bella Delibana.

Mi padre me contaba que en su primer viaje a Mérida, el año 17, entre los muchos regalos que trajo para su adorada hermanita destacaba una encantadora muñeca de fina porcelana importada de París. Mi tía Rosa en una ocasión me mostró aquel lindo presente que había pertenecido a la desdichada Delibana, y ante mi interés por aquella trágica historia familiar se desprendió de un retrato del álbum familiar donde aparece su hermana mayor, que un fotógrafo ambulante de un estudio de Valera le había tomado precisamente aquel año infausto, y me lo regaló. Lo conservo como un tesoro. Decía mi tía que Delibana era una santa, y recordaba que la tarde que la bajaron en procesión hasta el cementerio de la aldea un precioso arco iris los acompañó a lo largo del camino.

La “gripe española”, una horrible pandemia que según algunas estimaciones se cobró alrededor de sesenta millones de personas, había sido detectada en los últimos meses de la primera guerra mundial y se expandió por el mundo entero con una voracidad y rapidez similar al coronavirus que ahora nos mantiene en zozobra, con el agravante de que en aquella época los recursos de la ciencia médica eran ínfimos comparados con los grandes adelantos de los últimos decenios. La “gripe española” llegó a Venezuela en octubre del año 18 por el puerto de La Guaira, y en pocos meses, viajando en pequeñas embarcaciones por las costas o a lomo de mulas por los caminos de recuas, se propagó por los más apartados rincones del país. Los cálculos más conservadores ubican la mortandad en veinticinco mil personas. ¿Cómo alcanzó el páramo de Trujillo donde vivían mis ancestros desde hacía dos siglos, alejados del mundo? Doce horas a caballo nos apartaban de Boconó, y un viaje a Mérida significaba tres días por los enrevesados caminos de la cordillera. Decían que la peste la habían traído unos misioneros españoles, capuchinos de hirsutas barbas y de voces atronadores, que predicaban por los pueblos de la sierra la llegada del fin del mundo

Mi padre contaba que toda su familia se había contagiado, y se preguntaba con un deje de tristeza por qué aquella peste se había cebado en su amada hermanita. Quizá para estos severos golpes del destino no existan las respuestas apropiadas. Abundan sí muchas preguntas. Que un siglo después se avivan con ésta que arremete con insidiosos bríos y que nos ha obligado a encerrarnos en nuestros hogares como si cumpliéramos un arresto domiciliario en espera de que amaine la tormenta. ¿Asistimos a un apocalipsis en directo, a una guerra de baja intensidad? Yo no sé. Que nadie me pregunte nada, por favor.

Como el escéptico que soy, no aguardo ningún milagro. Me refugio en el recuerdo de mi tía Delibana pensando al contemplar su retrato que los breves años de su vida debieron haber sido de una calmada intensidad. El milagro siempre ha sido permanecer con vida, esa oportunidad que se nos concede una sola y unánime vez. De eso se trata, amiga mía. Lo demás, ya lo sabemos, es silencio.

Mérida, mi herida, 17 de abril de 2020.

Partes de guerra:

Uno: Messi niega que haya pagado la fianza para la liberación de Ronaldinho, prisionero en una cárcel de Paraguay.

Dos: Vargas Llosa, en su artículo semanal en “El País” reivindica a Benito Pérez Galdós, a quien califica como el mejor narrador español del siglo XIX, y habla pestes de Marcel Proust.

Tres: El domingo 19 de abril a las tres de la tarde leyendo La Eneida me quedé dormido en la hamaca tejida por unos artistas yanomamis, que cuelga en el balcón de mi búnker, soleado a esa hora, y soñé con Clarice Lispector. Al lado de una piscina, Clarice, esplendorosa, en la flor de su edad, con un traje de baño de una sola pieza, compartía conmigo un daiquirí.

Cuatro: Rubem Fonseca, el extraordinario narrador brasileño, muere de un infarto a los 94 años. He leído casi todos sus libros, y considero que su novela El gran arte (1986) es una auténtica obra maestra. Conocí a Rubem Fonseca en la Feria del libro de Guadalajara en 2007 donde participamos en un Simposio sobre el cuento, con mi admirado Sergio Pitol y Luisa Valenzuela, memorable encuentro moderado por Enrique Serna.

Cinco: Me alegra recibir noticias de mi amigo José Tono Masoliver Ródenas, me cuenta que durante este duro confinamiento está caminando media hora diaria en su amplia terraza de Barcelona. Decido emularlo pues con un mes encerrado en mi búnker siento que me puedo convertir en una momia. Me invento un circuito de 40 metros desde el estudio donde escribo hasta la biblioteca de Literatura japonesa. Llevo ya una semana con disciplina espartana caminando a diario 1.600 metros en media hora. Siempre quise correr la maratón de Tokio.

Seis: A oídos de Procris, la bella esposa de Céfalo, llegan rumores de que su marido la traiciona. Cuando éste sale de cacería, Procris celosa lo persigue, y al verla Céfalo la confunde con una fiera y le da muerte. Eneas en su descenso a los infiernos ve a la sufrida Procris en los Campos de las lágrimas donde moran “aquellos que el duro amor fue consumiendo con su cruel congoja (…) Ni en la misma muerte los abandona su ansiedad”. (Virgilio, La Eneida. Libro VI).

Siete: “No había estado en Ciudad de México desde hacía quince años. Al ir desde el aeropuerto a la ciudad me costó reconocer el lugar. Como decía Dimitri, una peste selectiva quizá sería la única solución. En caso contrario, multiplicarán sus culos hasta en el mar contaminado”. William S. Burroughs. Ciudades de la noche roja, 1981. p 161.

Ocho: En la primera guerra mundial murieron más soldados norteamericanos a causa de la “gripe española” —la pandemia que comenzó en 1918, meses antes del fin de la contienda— que los caídos en combate.

Nueve: Hace años que no he visto a Víctor Valdemar Konrad, mi colega Ingeniero Forestal, con quien compartí cubículo en el Instituto de Silvicultura de la ULA durante veinte años. Sueño con Konrad, así lo llamábamos. Estamos confinados él y yo en un espacio amplio con salón de clases, biblioteca, laboratorio de botánica y un corredor que da a un jardín. Tenemos prohibición estricta de salir de aquel encierro. A Konrad, fumador compulsivo, se le han acabado los cigarrillos y sabemos que no habrá manera en días o meses de encontrar aquellos pequeños cilindros semejantes a misiles, los mismos que durante más de cuarenta años acribillaron mis pulmones. Konrad, que no puede disimular su nerviosismo, dice que quizá esta horrible pandemia le sirva para dejar de fumar. Desperté gritando: “¡Konrad, por favor, no te suicides!”. Rosbelis, a mi lado, me escucha y me pregunta “¿quién es Konrad?”.

Diez: “Escribir es buscar un estado que la lengua ordinaria u oral o nacional no reconoce”. Pascal Quignard. Las paradisíacas. Último Reino IV, 2016.

Mérida, mi herida, 23 de abril 2020.


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