ucrania muertos
AFP

Por ASDRÚBAL AGUIAR (*)

Nos escandalizamos, lo hace Occidente, por el aldabonazo de otra guerra contra Ucrania, distante de nosotros, que bien pudo evitarse, que sufren los otros, y que la hace Rusia, diría Tucídides, acaso sin apelar a la razón que sosiega.

Desde 2016 se esperaba por una solución negociada de esta con Estados Unidos, vinculada al control de puertos estratégicos (Sebastopol) y del paso de ductos de hidrocarburos, según refieren las crónicas de la época. No la hubo, al cabo. Pero lo veraz es que el siglo XXI, presentándose como el de la “desmilitarización” de la violencia, no deja de ser muy cruento desde sus inicios y además indolente.

Las guerras en Afganistán e Irak, y la guerra intestina de los sirios, son reveladoras; para no citar la guerra entre Etiopía y Eritrea que deja 98.000 muertos sobre un puente entre el pasado y el actual siglo. La Corte Internacional de Justicia le otorga la razón a esta, mientras la primera le derrota militarmente. El mundo siguió girando sobre su eje y Estados Unidos, recién, abandonó su espacio afgano resignándoselo al Talibán, matriz del terrorismo e invitándole a dialogar.

El asunto es que el tiempo recorrido hasta ahora, desde el parteaguas histórico que fuese el 11 de septiembre de 2001, vino a enseñar que una vocación de martirio individual —como la de los terroristas— puede acabar con la heroicidad de un ejército y mover los cimientos de una potencia mundial. Aquella, no obstante, cede en el siglo de los antihéroes que corre mientras se devalúa el sentido de la patria grande como «destino manifiesto»; ese que intenta resucitar un Napoleón de la posmodernidad, Vladimir Putin. Cada ciudadano digital o internauta es en la actualidad su propio héroe, quien diseña patrias individuales a su arbitrio, que lo sostengan como ser diferente y sin pares que le incomoden.

Regresa la guerra, efectivamente, en un contexto global distinto que se niega a la épica y al sacrificio, se dice; dado lo cual conmueve al planeta la enseñanza aleccionadora que se vuelve grito desgarrado y nos deja con su corajuda lucha el pueblo ucraniano. ¡Nos han dejado solos!

– “Ciertamente los hombres muy codiciosos de declarar la guerra hacen primero lo que deberían hacer a la postre, trastornando el orden de la razón, porque comienzan por la ejecución y por la fuerza, que ha de ser lo último y posterior a haberlo muy bien pensado y considerado: y cuando les sobreviene algún desastre se acogen a la razón”, comentaba el ateniense en su Historia de la Guerra del Peloponeso (Madrid, 1889).

Me es difícil desentrañar, por ende, el sentido de lo declarado en conjunto por Vladimir Putin y Xi Jinping el pasado 4 de febrero, como proemio a la dantesca agresión que aquel desata sobre Ucrania. Dicen “defender firmemente los resultados de la Segunda Guerra Mundial y el orden mundial existente de la posguerra [y] resistir los intentos de negar, distorsionar y falsificar la historia”. A la vez, como negando lo afirmado y asímismo el pasado anuncian que las relaciones internacionales entrarán en una Nueva Era, que reclama “la transformación de la arquitectura de la gobernanza y el orden mundiales”.

Si nos atenemos a lo que estos ajustan en el documento o Pacto de Beijing que suscriben, a saber, el compromiso para “evitar… negar la responsabilidad de las atrocidades cometidas por los agresores nazis, los invasores militaristas y sus cómplices, a fin de manchar y empañar el honor de los países victoriosos” —entre otros la misma China y Rusia— mal se entiende lo que horas después, uno de ellos, Putin, lleva a cabo, a saber, sobreponer la fuerza por sobre la razón ética y práctica. A menos que el mensaje subyacente de ambos sea otro, dada la omisión de toda referencia al Holocausto dentro de este. ¿Acaso dejan como elemento de segundo orden para esa Nueva Era que pretenden inaugurar a la razón de Humanidad?

De ser así, tiene razón Tucídides. Se está privilegiando el logro geopolítico: “Se oponen a los intentos de las fuerzas externas de socavar la seguridad y la estabilidad en sus regiones adyacentes comunes”, reza lo acordado entre Rusia y China; que otra vez se vuelve oxímoron, dado el otro compromiso que ellas sitúan entre líneas: “Defender la autoridad de las Naciones Unidas y la justicia en las relaciones internacionales”.

La norma cierta que nos lega la conflagración del siglo XX citada y que cristaliza como límite del poder de los Estados es la del respeto universal de la dignidad de la persona humana. Ha sido enterrada para lo sucesivo, por lo visto. Ambas potencias —en la hora previa a la acción bélica ejecutada por una de ellas— han fijado de tal modo, como lo creo, el credo distinto que defenderán “en una Nueva Era”.

¿Es Ucrania el bautizo o parteaguas, transcurridos 30 años desde la caída de la Cortina de Hierro hasta el estallido de la pandemia universal de origen chino? Probablemente.

El viaje moderno llega a su final es el título que identifica a mi más reciente libro. Que Ucrania es el experimento o la prueba de fuego al respecto está por verse. Pero sí es la oportunidad para las enmiendas retrasadas desde 1989. ¿Tendrá tiempo la sociedad occidental para ello?

La ocurrencia real y no virtual de la guerra, hemos de admitirlo, la saca de su ensimismamiento y letargo, de su indolencia y trivialidad, que la ha llevado a negarse como civilización.

Durante las tres décadas recorridas se ha ocupado de destruir sus códigos genéticos. Expresa vergüenza por la extracción judeocristiana y grecolatina de su cultura. Exige disponer de la vida humana, libremente, al principio y en su final; forjar otras identidades que la desprendan de la humillante heterosexualidad inscrita sobre el Génesis; prosternar el mestizaje de razas del que es tributaria; y volver a sus gentes objeto y parte de la Naturaleza, renunciando a su señorío para conservarla y acrecerla.

Se muestran sorprendidos los occidentales, no obstante, con lo inédito, no de la guerra contra Ucrania sino de su modalidad dieciochesca regresiva, en plena deriva planetaria digital y de la inteligencia artificial.

Sale Occidente de su Metaverso, en fin, de su enajenación y aislamiento virtual para condenar lo que es también su pecado de omisión, el regreso de la guerra armada después de un largo período de francachelas y de deconstrucción durante el que ha derribado sus íconos, quemado sus templos, y revisado la memoria histórica para demandarle cuentas a los muertos, en nombre de la libertad. Ha malgastado los tiempos que arrastra la gran ruptura «epocal» y que bajan el telón con el COVID-19 dejando en herencia 5.000.000 de víctimas, sin dolientes en Naciones Unidas. Son un frío registro de la Universidad de John Hopkins.

Quienes se rasgan las vestiduras por la masacre sobre Ucrania han sido cuidadosos, antes, de no pedir a los chinos —socios de Rusia y con vistas a la Era Nueva— reparen a la Humanidad los daños transfronterizos que les ha irrogado el riesgo «científico» de Wuhan. Mas dicen Jinping y Putin, con la frialdad de los gerentes de un camposanto, que “se oponen a la politización de este tema, es una cuestión de ciencia”, arguyen.

La Asamblea General de la ONU, ante la parálisis del Consejo de Seguridad dada la cuestión de la guerra contra Ucrania, ha abandonado su abulia. 141 sobre 193 de sus Estados miembros condenaron la ruptura de la paz. Pero sólo eso. Y la Corte Internacional de Justicia intimando a Rusia, jugándose su autoridad y diluyendo la gravedad del evento, le pide la suspensión de sus “operaciones militares”. A ambas partes les exige “garantizar que no agravarán su controversia”. No van más allá y acaban con su dictado a la razón ética, que exige discernir entre víctimas y victimarios. Todos hielan la sangre.

Vayamos, pues, a la cuestión de fondo.

Mientras desde Occidente su sociedad se afana en condenarse y reclamar perdón por haber descubierto España al Mundo Nuevo, a la Atlántida, Rusia y China declaran con desplante lo que son desde Beijing. Lo afirman con letras de molde, sobre una legitimidad que alegan y trasvasa a la que dicen haber obtenido a partir de 1945.

– “Como potencias mundiales con un rico patrimonio cultural e histórico, tenemos tradiciones… de larga data, que se basan en miles de años de experiencia en desarrollo, amplio apoyo popular y consideración de las necesidades e intereses de los ciudadanos”, hacen constar en el texto que sellan. Lo cual significa que parten de una idea compartida y mesiánica, no descabellada desde la óptica en la que se sitúan, a saber, la de pensarse llamadas a conducir la gobernanza global en la Era Nueva naciente.

¿Los años, entonces, sólo pueden contarse por miles en el distante Oriente?

Los occidentales del siglo XXI, cultores de lo instantáneo, enconados ante la obra de Cristóbal Colón, entre tanto cultivamos la amnesia. ¡Es como si disfrutásemos la orfandad para victimizarnos, para mostrarnos como parias de una historia que no nos pertenecería y nos ha dejado a la vera, sin raíces!

Nos avergüenza saber que Colón puso su pie y enterró el asta de sus símbolos en esa isla que le perteneciera a Poseidón —donde se funden todas las almas de las que hablará centurias más tarde Oswald Spengler en La decadencia de Occidente (The decline ofthewest, New York, 1926).

El Almirante genovés sufre en sus días denuestos similares a los de ahora y por quienes le acompañan en la epopeya ultramarina.  En su ir y venir entre costas rodeadas por ese extenso mediterráneo otra vez descubierto, el océano que recorre y que nos va uniendo a todos para darnos un talante propio, en lo cultural, se encarga, así, de aproximar las tierras colombianas hacia el frente que se desliza desde el norte escandinavo hasta sur africano de los hotentotes. Hace emerger una civilización, obra del sincretismo.

– “Han transcurrido en total nueve mil años desde que estalló la guerra, según se dice, entre los pueblos que habitaban más allá de las columnas de Hércules… en manos de los reyes de la isla Atlántida… entonces mayor que la Libia y Asia juntas”, le explica Critias a Timeo, Sócrates y Hermógenes, según puede leerse en los diálogos de Platón. No había nacido entonces el Navegante que cambió el rumbo de la historia.

En búsqueda del Oriente de las luces —ex Oriente lux— y su comercio, el gran descubridor, yendo hacia la isla de Zipango o Japón hace 530 años, topa luego desde su Occidente de las leyes — ex Occidente lex— con ese espacio muy antiguo que ignora el mapa de Toscanelli. Eurípides y Heródoto lo imaginaban. Aquel habla en su tragedia acerca del mito de Teseo (Hipólito) “sobre los confines de los atlantes”. Era el mar de Atlantis o la Atlántida o la Atlántica sobre la que escribe el último, nuestro primer historiador.

El mestizaje cósmico nuestro, que ausculta José Vasconcelos (La raza cósmica, México, 1966), se forja desde cuando Europa se instala en la América colombiana haciéndolo mítico, por exponencial, de conjunto y a la vez nos hizo apolíneos a los atlantes de la modernidad que llega a su final. Nos contuvo como a esas localidades y villas cercadas por cordilleras, que son hijas de la «meditación tranquila».

XX

A la vez y como contrariedad nos tornó fáusticos, desasidos de límites como las gentes que habitan las pampas y llanuras, y que viven en la «física de lo lejano». De suyo, facilitando entender este «acelerador de partículas» espiritual que desborda a toda raza y nace de la proeza de nuestro Ulises —Cristóbal Colón— vino a destacar, además, lo mágico del alma que se apropia de Occidente y acaso nos aproxima a la de los árabes. Nuestros originarios, como estos, explicaban su cotidianidad observando el tiempo y cultivando la exactitud matemática de sus amaneceres y anocheceres. Miraban a la Creación y oteaban en el firmamento, en búsqueda de una «alquimia filosófica» que les develase misterios e hiciese trascender.

Es esta la historia cuyas huellas nos hemos encargado de borrar. Es la que silencian los causahabientes del Mundo Nuevo, ciudadanos internautas que son hijos de la «dialéctica de lo negativo», a lo largo del siglo que avanza y desde los finales del pasado. Prefieren el teatro del absurdo, el de los diálogos de la dispersión. Y esta vez dicen escandalizarse, tras el regreso de una guerra que los golpea al dar sobre sus caras distraídas y hasta ayer ausentes.

La cuestión, en suma, es que cuando el dios Marte ha vuelto por sus fueros en la vecina Ucrania, en los límites del Occidente romano cristiano, los occidentales seguimos predicando la muerte de Dios. No advertimos que la guerra es también nuestra propia condena.

Reivindicamos para cada hombre, varón o mujer, su divinidad y omnipotencia —somos otros “putines”, en suma, empeñados en cambiarla naturaleza de lo humano—; cuando lo cierto es que nos transformamos en piezas o dígitos del Deus ex machina: ese recurso de Esquilo y de Sófocles que resucita a manos de la inteligencia artificial para dominar sobre la anomia, buscando estabilizar a un género humano insaciable e insatisfecho.

El papa emérito Joseph Ratzinger, víctima propiciatoria de la emergente gobernanza, que es digital y panteísta de conjunto, la de la Era Nueva que forjan desde atrás y tras el derrumbe del socialismo real Pekín y Moscú, tenía razón al destacar la debilidad agonal de Occidente. Lo ha estimado incapaz de enfrentar a esa realidad existencial como la que vive, tras una guerra en sus límites que puede globalizarse.

– “La afirmación de que mencionar las raíces cristianas de Europa hiere la sensibilidad de muchos no cristianos que viven en ella es poco convincente… ¿Quién podría sentirse ofendido? ¿Qué identidad se vería amenazada? Los musulmanes, a los que tantas veces y de tan buena gana se hace referencia en este aspecto, no se sentirán amenazados por nuestros fundamentos morales cristianos, sino por el cinismo de una cultura secularizada que niega sus propios principios básicos”, comenta el Pontífice en su obra El cristianismo en la crisis de Europa (Roma, Librería Editrice Vaticana, 2005).

¡Y es que en la Nueva Era, de acuerdo con el Nuevo Orden Global ruso-chino, así adoptado en Beijing, sellado con holocausto de inocentes, a saber, con la pandemia y la guerra a los ucranianos, las cuestiones relacionadas con la libertad y sus garantías institucionales, abandonan el criterio de universalidad; ese que las soporta y erige como normas de orden público internacional tras la Segunda Guerra!

– “Sólo corresponderá al pueblo del país decidir si su Estado es [o no] democrático”, predica la Declaración Conjunta del 4 de febrero pasado. Las prédicas griegas, milenarias que sí son, terminan como páginas apolilladas. Se les sobrepone la tesis de marras, abonada previamente y durante las últimas tres décadas por el Foro de Sao Paulo, el Partido de la Izquierda Europea, y el causahabiente de aquel, el Grupo progresista de Puebla.

La Carta de la ONU y las Declaraciones Americana y Universal de Derechos Humanos, brillando ambas por su ausencia a lo largo de la misma pandemia que separa pueblos y familias ahora distanciados, según los acuerdos, seguirán siendo “objetivos nobles”, “principios morales”, extraños a lo prescriptivo. “Los derechos humanos deben protegerse de acuerdo con la situación específica de cada país y las necesidades de su población”, dicen, al respecto, Putin y Jinping.

Tal desenlace trágico, deconstructivo de los valores concordados entre las civilizaciones en 1948, fue advertido a tiempo por Benedicto XVI. Lo hizo ante sus compatriotas en el Parlamento de Alemania, antes de verse obligado a renunciar.

– “Nosotros, los alemanes hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó a él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo”, dice el Emérito. Y no le basta.

– “El concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta constituyen nuestra memoria cultural”, agrega con énfasis para intimar luego sobre lo que esperaba de sus interlocutores y no fue: “Defender [esa memoria] es nuestro deber en este momento histórico”.

La guerra debería ser un hito, pues, para la rectificación. Y para que no cristalice la matriz discursiva sino rusa, que estima como “burlas de la democracia” la fijación de estándares sobre esta, y que considera “socavan la estabilidad del orden mundial”, procede oponerle como predicado, con la firmeza de ánimo que insufla la ejemplaridad ucraniana, el de la dignidad inviolable del hombre. Es la premisa hecha dogma, que se ha dado la Humanidad total, luego de recogerse en respetuoso silencio ante los hornos crematorios del nazismo.


(*) Miembro de la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias, Artes y Letras de España, Cádiz


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