Crueles estrellas y propicias estrellas

presidieron la noche de mi génesis;

debo a las últimas la cárcel

en que soñé el quijote.

J. L. Borges

Cervantes escribió Don Quijote de la Mancha probablemente en Sevilla, encerrado en una de las tantas prisiones que conoció en su vida. Mucho antes estuvo secuestrado en Argel donde ocupó gran parte de sus días en planificar intentos de fuga. Una y otra vez fue descubierto o delatado y recibió severos e inútiles castigos. Sin embargo, cada fracaso únicamente parecía azuzar su deseo de libertad y darle tiempo para crear una nueva estrategia, imaginarse un camino distinto, pensar en otros posibles ayudantes y evitar delaciones. Su imaginación no podía descansar pues luchaba contra una ficción de sí mismo, un Cervantes figurado maravillosamente en unas cartas escritas por don Juan de Austria y encerrado en los ambiciosos sueños del griego Dalí Mami. Para Martín de Riquer, en su extraordinario prólogo a la edición del IV Centenario, “el hecho de haberse encontrado en su poder las cartas de recomendación de don Juan de Austria hizo creer que Cervantes era persona de elevada condición de la que se podía conseguir un buen rescate”. Su destino, entonces, estaba condicionado por las nobles palabras del hermano del Rey. Eso le otorgó un gran valor dentro de la codicia de aquel traficante mediterráneo. Sin embargo, él no era otra cosa que un hombre atrapado en el lenguaje.

Su posterior encierro sevillano, unos tres meses, debió ser menos retador y sin los sobresaltos propios de su estadía en el norte de África. Esto, por supuesto, de ninguna manera pudo haber aliviado las penas causadas por un calabozo posiblemente oscuro, silencioso y solitario. No obstante, si algo no debió faltarle en medio de las carencias fue el tiempo. Estaba en España donde ya no había moros traicioneros, arriesgadas galeras, padres trinitarios o mercaderes valencianos a quienes contactar para huir. ¿Adónde iría dentro de su misma tierra? Por lo tanto, no empleó las horas de ocio en escapar de la cárcel. Tampoco había cartas ni aquella noble imagen que le creó el vencedor de Lepanto. No había aventuras ni fracasos; solo le quedaba tiempo e imaginación. Material suficiente para escribir las historias de Don Quijote de la Mancha. Un personaje nacido de la inactividad y el encierro, posiblemente con alguna dosis de frustración.

La aventura ya no era la del Manco de Lepanto sino la de un extraño caballero. Un hombre de triste figura, acompañado por un rústico escudero, cuyo recorrido literario combina una porción del mapa español con una topografía demencial surgida de sus alucinaciones. Alonso Quijano vive a destiempo en “un lugar de la Mancha” entregado a la eternidad de la ficción, soñando un mundo inexistente e incomprendido por una civilización ya inserta en la modernidad. Cervantes, por su parte, vivió en una permanente búsqueda de libertad física y financiera. Trató de venir a América y no pudo, quiso ir a Nápoles y tampoco lo logró; estaba encerrado en la Península. Su biografía describe la historia de un hombre para quien todo territorio parecía insuficiente. No importa si este era el norte de África, España, Portugal o alguno de los calabozos que frecuentó. Tal vez, ya en su madurez y confinado a la oscuridad de cuatro paredes en Sevilla, encontró la única posibilidad de eludir a una España que lo asediaba: la imaginación.

Riquer, en su prólogo, agradece al destino no haber permitido a Cervantes viajar a América pues seguramente no hubiese escrito el Quijote. Yo diría, a menos que lo hubiesen detenido y encerrado por aquí. ¿Y es que el autor de la gran novela de Occidente es un escritor de cárceles? No podemos afirmarlo. La mayoría de las obras las realizó en “libertad”. Pero sí podemos decir que fue un autor consciente de la potencia creativa del ocio, el silencio y la necesidad.

Desde esta perspectiva, de qué otra forma podía comenzar el prólogo del libro si no era con aquella estupenda frase: “Desocupado lector”. Hay en esta apelación la más firme y sincera complicidad que haya dado la literatura entre autor y público. Ambos se miran en silencio lejos del mundo y las horas contadas, se reconocen escondidos en los caminos de Don Quijote tratando de vivir una locura que no es posible expresar en sociedad. Cervantes sabe que el tiempo de la ficción, compartido entre emisor y receptor, es un sueño de dos a quienes las horas les sobran aunque no les falten el trabajo y las necesidades. Luego afirma, justificando su enloquecido y desaventajado personaje a quien compara con el parco ingenio que se atribuye: “Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante”. Y mucho menos cuando todo aquello nace de donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación.

Autor y lector son, por igual, de la misma naturaleza. Por ello coinciden en la mazmorra de las palabras. ¿O no crea el escritor su audiencia? Siglos después del Quijote Charles Baudelaire haría lo propio desenmascarando al lector, recordándole el origen común que los hacía sufrir el mismo tedio decimonónico y desear perversiones semejantes. “Hypocrite lecteur, mon semblade, mon frère!”

Para Cervantes la cárcel, entre otros demonios, alimentó sus necesidades creativas. De ahí saltó un particular caballero capaz de arrastrar tras de sí a millones de personas que se identifican, en su lectura, con algún rasgo de la locura de Alonso Quijano.

El Quijote Gráfico –publicado por la Universidad Católica Andrés Bello, la Embajada de España y el Instituto de Diseño Darias para conmemorar los cuatrocientos años de esta obra en el año 2005– es un intento de conectarnos con ese espíritu cervantino. ¿Qué son todos estos diseñadores sino lectores desocupados de esta gran novela? ¿Quiénes somos aquellos que admiramos el trabajo creativo de estas postales? ¿Acaso no seguimos la semiosis ilimitada de una historia infinita? Autor, diseñador y público, desocupados todos en el no tiempo de las humanidades, formamos parte del sueño de Miguel de Cervantes. Eso nos permite hacer espacio en nuestro planeta complejo y pequeño para encerrarnos también en aquella cárcel sevillana donde, de alguna forma, todo esto comenzó.

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(Una versión de este texto fue publicada en el catálogo de El Quijote Gráfico).


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