Manuel Hernández-Silva | Venezuela Sinfónica

Por JOSÉ FRANCISCO BURGOS

Oh, curioso lector; ocioso, meticuloso lector que gustas de inspeccionar, da capo al fine, el objeto libro que acaricias. Te aseguro que puedes ahorrarte los pasos perdidos de este aburrido preambulatorio y acudir directamente a la página que comienza con “Los recuerdos de mi infancia”, el octosílabo que le dedica el autor, como homenaje, a su Dulcinea, a su simpar manchega, Consuelo, como queriendo concitarse con los mismos ocho golpes de voz enamorada que abren El Quijote… y, en su lugar, Venezuela. Ay, el octosílabo, tan presente siempre, en la vida de Manuel Hernández-Silva.

Insisto, desconocido amigo: bien puedes prescindir de mi exordio, que habrá de parecerte triste taleguillo de palabras anémicas en cuanto termines de mirar y admirar el alucinante caleidoscopio de vivencias que es Deshabitando el alma.

Te precavo, también, de que escribo por encargo del colega y hermano autor, quien me dejó bien claro que no habría un “no puedo” por respuesta. Nobleza obliga, aunque la taquicardia me saca todavía el corazón por la boca. Pero empecemos cuanto antes el prologuerío.

Conozco a Manuel desde 1991, cuando fui a recibirle a la estación de tren Murcia del Carmen. Uno más de la “terna de ocho” directores que nuestra orquesta tenía como invitados para elegir titular. Plan, el de siempre: taxi con Fernando hasta el hotel, cena, copita, vuelta al hotel y apagar luces, “que es gerundio”, y mañana se trabaja. Pero aquella noche no fue así, porque la copita se volvió dicharachera hasta “azarazarse”, la etiqueta del protocolo se hizo negra y un tal Johnnie Walker se sumó a la fiesta y acabó “rascando”, en la sordera de una tapia próxima al hotel, la secuencia de dáctilos y espondeos del segundo tiempo de la Séptima (de caballería). Así, allí, entonces, en aquel ahora “más lejos que más nunca” en el tiempo, comenzó quizás a gestarse el encargo de este prólogo y a encabuyarse un nudo gordiano a prueba de alejandros que uniría dos almas tan parejas como diferentes: un Ulises despatriado y de horizontes despejados, espíritu aventurero, él, y yo, argonauta de attrezzo y alma de Títiro perezosón, arregazado en los dulzores veraniegos de su higuera murciana.

Ya habrás deducido que el autor no tiene por oficio el de escribir, aunque no sea este su primer devaneo con la literatura, como verás más adelante en el relato. Manuel Hernández-Silva es director de orquesta, amamantado de ritmo, color y sabrosura vital del Arauca vibrador; acudido a temprana edad a la “ville musique” capital de las Austrias, su segunda patria querida. Allí encauzó un poco el torrente beethoveniano y mozartiano que traía en bruto, guardado de algún modo en todos los registros de su querido cuatro llanero. (Poco después), ya “vienészolano”, se españolizaría en los brazos de su querida Murcia del alma, donde encontraría consuelo y un incipiente reposarse de los sus azarosos primeros treinta años.

Pero, como queda muy feo que un prologuista abunde en datos de la vida del autor en un libro autobiográfico, paso a ya a esbozar en pocas líneas una idea de lo que yo he visto en este librillo de memorias imborrables.

Deshabitando el alma es una confesión pormenorizada, un repaso avizor a los momentos de peripecia de una vida, un hato de recuerdos vividos de situaciones y personajes que, de alguna y muchas maneras, fueron conduciendo la baraka de la odisea del protagonista, especialmente en su infancia y primera y segunda juventudes.

Desde el abuelo Tetente, ese tierno san Cristobalón que vemos al comienzo del relato, paseando su nieto como a un Cristito de Los Llanos, a otros actores e interactuantes más recientes, a todos rinde homenaje el maestro Silva en este reandar lo andado para ir devolviendo cada santo a la hornacina de la que se los fue llevando para ir siendo él (porque a todos los enmaletó antes de partir de todos sitios y “todos se fueron conmigo, aun yo quedando”). Es ahora, cercano a los sesenta, y casi cuarenta años despatriado, que no desarraigado (porque “viajar es alejarse en él espacio para estar más cerca en el tiempo”) cuando Manuel ha encontrado la ocasión para ir poniendo en su sitio, mariposas de luz, la apoteosis de todos ellos en lienzo de la noche serena de la madurez de su vida. Incluso los poquísimos “malos” que aparecen en la película son devueltos a su peanita sin entrar en más detalles que los que el buen gusto dicta.

Por lo condensado, el relato en general mantiene un ritmo vivo, a veces demasiado vivo, como el espíritu mismo de su escribiente, quien parece haber sabido echar mano de ese prontuario de biografías con que, en El coloquio de los perros, Cipión ilustra a Berganza: “los cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos, otros en el modo de contarlos (…que, aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento); otros hay que es menester vestirlos de palabras… y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos”.

Yo he disfrutado especialmente con los pausones poéticos que se diseminan a lo largo del relato, tras los delirantes prestissimi de algunos fragmentos en los que Manuel comprime en apenas unos cuantos renglones una sucesión frenética de personajes, anécdotas y acontecimientos varios. Es en esos remansos donde se ameandra el texto en los que descubrirás a un escritor delicado y sutil para con las palabras y los sentimientos que las habitan y en los que anhelaremos rescatar alguna vez esos poemas de adolescencia, lo único que el autor olvidó echar en la maleta al salir de Caracas.

No faltan, claro (porque la cabra tira al monte), algunas disquisiciones y reflexiones musicales, en cualquier caso asequibles al lector, incluso en la forma sonata en que ahorma las ocho cuadernas del casco de su libro-navío, con su introducción en proa y su coda en popa.

En fin, querido lector desconocido. Que, con este, por ahora único hijo literario, Manuel deja de ser autor inédito y se hace su primer huequito en las bibliotecas de tantos como tú y tantos más que lo tengan. Qué envidia, por cuanto otros seguimos siendo inéditos, pero no porque no nos publiquen, sino porque no escribimos ni una línea en el bingo. Merecido, como ves, lo tenemos.

Salud, amigo leyente, dispón el atril de tus manos, diviértete y disfruta de la música de este cuerpo cierto, que se llama texto.


*Deshabitando el alma. Manuel Hernández-Silva. Editorial Kalathos. España, 2020.


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