Brewer-Carías
Allan Brewer Carías, abogado durante una entrevista para El Nacional el 08-06-2004 | Archivo El Nacional

Por SERGIO DAHBAR

¿Es posible que sepamos tan poco de un hombre que ha publicado más de 200 libros propios, otros 40 compartidos y cerca de 1.221 artículos, conferencias, monografías y opiniones jurídicas en 60 años de vida intelectual ininterrumpida? Sí, es posible.

¿Puede un hombre ser objeto de una frase como esta de Pedro Nikken que le hace justicia («Es justo, entonces, afirmar que, por sí solo, Allan Randolph Brewer-Carías es un fenómeno cultural dentro de la historia del Derecho en Venezuela») y al mismo tiempo muchos venezolanos desconocer los motivos de semejante honor? Sí, es posible.

¿Puede alguien ser más reconocido en el exterior que en su propio país? Absolutamente. Como lo demuestran estas palabras del doctor Luciano Parejo Alfonso, de 1996, cuando le concedieron el doctorado honoris causa en la Universidad Carlos III de Madrid: «Estamos, en efecto, ante un jurista que pertenece a los que ven el Derecho no como un fin en sí mismo, en cuyo campo pueden alzarse sin riesgo –el riesgo será ya de otros– las construcciones más sutiles y acabadas, sino, más modestamente, como instrumento de la razón humana para el más justo gobierno de los hombres, el arreglo concreto posible de los problemas de la convivencia, y, por tanto, instrumento cultural e histórico para el progreso de esta en la razón. Se comprende así que la clave sea precisamente el hombre mismo, pero en modo alguno en calidad de abstracción, sino encarnado en la historia y viviendo en el seno de una concreta sociedad».

Demasiadas razones hacen posible que hoy desconozcamos a un hombre que en noviembre de 2019 cumple 80 años. O que sepamos de él solo parcialidades. El conocimiento de una vida puede estar tamizado por un conjunto de equívocos y de curiosidades propias de los rasgos de carácter de esa persona.

A lo largo de cuatro años, en reuniones intermitentes y algunas veces breves, otras más extensas, me reuní con Allan Brewer-Carías en su estudio de Nueva York, en la esquina de Madison y 68, a una cuadra de Central Park. Fue un descubrimiento que incluyó tomarnos un café en una cafetería cercana a su casa, acompañarlo al correo, a una librería en Soho, a almorzar en algunos de los restaurantes del Upper East Side que le resultan familiares o simplemente caminar por las calles de Manhattan.

Fue toda una experiencia. Siempre atento a sus palabras, porque en cualquier momento dejaba caer una frase que, aunque intentaba explicar una idea previa, se convertía en una revelación. Por ejemplo: «Me pasó por el lado el movimiento de los años 60. No pude seguir a Los Beatles. Estaba trabajando. No levantaba la cabeza». He allí una de sus certezas mayores: se perdió muchas cosas en la vida por haber escogido el camino del trabajo sostenido, de la escritura sin sosiego, de la investigación para comprender lo que no sabía o asimilaba con dificultad.

Tengo por momentos la impresión de que a Allan Brewer-Carías nunca le interesó demasiado lo que estaba fuera de los libros que escribía, de las clases que dictaba y de las investigaciones que sustentaban luego los volúmenes que iba sumando en su biblioteca. Por eso quizás si él decidiera un día escribir su vida, sería de alguna manera una historia de sus libros, investigaciones y clases, el corazón vital de su existencia y curiosidad.

Todo esto en un país que ha tenido demasiados caudillos y militares que parecieran haberse robado la película de la historia de Venezuela. En ese relato caben los personajes autoritarios y heroicos, caben las hazañas a caballo, cabe la violencia de las grandes batallas. Pero no hay narrativa que se acerque a la vida y a las hazañas intelectuales de seres civiles que han transformado la época en que vivieron.

En ocasiones discutí con Allan Brewer-Carías las razones que hicieron posible su exilio en 2005, cuando se residenció en Manhattan y comenzó a dar clases en la Universidad de Columbia. Está la evidente, que no es otra que la persecución que inició la Fiscalía General de la República, en la figura de Luisa Ortega Díaz, por «conspiración para cambiar violentamente la Constitución».

Pero Brewer-Carías piensa que esa situación le convino a mucha gente en el país, porque lo sacaba del juego del derecho y la política. «Yo era un vocero independiente, crítico de los partidos…». Una persona incómoda, con un enorme ego, a la que esta inesperada desgracia gubernamental la silenciaba y la ubicaba en el peor de todos los castigos posibles, el exilio.

Entre las ventajas que tuve para realizar esta biografía, sobresale sin duda que no conocía a Allan Brewer-Carías. No éramos amigos. Tuvimos que conocernos en estos cuatro años de trabajo interrumpido. Descubrí en ese tiempo a un profesor de Derecho descomunal, al hombre que descubrió en Venezuela a la jurisprudencia como fuente del Derecho Público y la supo articular en siete tomos imprescindibles que cambian el Derecho Administrativo para siempre, al curioso que desarrolló una de las investigaciones más notables de su bibliografía, La ciudad ordenada, libro isla por el que simplemente podría pasar a la historia de las revelaciones culturales venezolanas.

También, he de confesarlo, descubrí las facetas más antipáticas de su ego. Una certeza de acero de que todo lo que es importante en la Venezuela de la segunda mitad del siglo XX pasa por su trabajo. En esos momentos, me tocaba colocarme en el lado incómodo de la ironía y frenar una suerte de exhibición incontenible de méritos y hazañas sin fin. Mi único remedio era invocar el sentido común. A decir verdad, un tranquilizante al que Brewer-Carías reaccionaba muy bien. Casi siempre se reía y volvía a la ecuanimidad.

El hombre que conocí en Manhattan en 2015 es un personaje que trabaja de sol a sol, todos los días, después de prepararle el desayuno a su esposa, Beatriz. Conferencias, escritura de libros, opiniones jurídicas… Infatigable. Pero muy solo. Siempre tuve la sensación de que estos años lo cambiaron. Si alguien me pregunta si fue para bien o para mal, no sabría qué responder. No deja de ser terrible vivir sin los afectos más queridos, sin poder despedir a un familiar que va a morir, sin los cumpleaños de los nietos, sin la cercanía de los hijos, sin la complicidad de muchos amigos, sin tener pasaporte.

Una de las curiosidades más notables de la vida de Allan Brewer-Carías fue su dificultad para retener lo que leía en la infancia y adolescencia. Desde que me enteré de esta singularidad, sentí que toda su historia de escritura cobraba un sentido diferente y significativo.

Brewer-Carías se acostumbró hasta los 15 años a que lo aplazaran en casi todas las materias. No le iba bien. Leía, pero se le olvidaba. Lo raspaban. Hasta ese momento de revelación en que compra todos los libros de Historia de la Filosofía y reescribe la materia. Ese rito de paso, ese momento de gracia en que entiende que, si escribe, retiene –un fenómeno estudiado por los especialistas–, cambia para siempre su historia intelectual.

Desde ese año, 1957, hasta 2005, escribe a mano. Medio siglo. Porque era más rápido que escribir a máquina. Siempre con papel comprado en Londres, en la Librería Smith. Y una pluma fuente que corría muy rápido sobre esa textura. Podía escribir 20 páginas en una hora. Todo lo escribía. Podía pasar ocho horas en un vuelo escribiendo. Por eso se atreve a decir: «Por donde siempre pasé, dejé algo».

Resulta curioso que después de que la diosa Prudencia le aconsejara dejar Venezuela en 2005, cuando el gobierno lo acusó formalmente, autoridades venezolanas intentaron solicitar su extradición a Interpol. Era una acción temeraria, porque esta organización con sede en Lyon no actúa en casos políticos, sino ante situaciones criminales. Intentaron entonces acusarlo de ser el autor intelectual de un supuesto «magnicidio» contra el presidente Hugo Chávez. Tampoco prosperó, porque los funcionarios de Interpol entendieron que se trataba de una acción desesperada del gobierno venezolano.

Lo cierto es que la alerta de Interpol quedó algún tiempo registrada en algunos aeropuertos del planeta. Cuando Allan Brewer-Carías atendió una invitación del Senado dominicano para dar una conferencia, el embajador de Venezuela en ese momento, el general Francisco Belisario Landis, le solicitó a la policía dominicana que lo arrestara. El director de la policía internacional en Santo Domingo le consultó a su padre, un antiguo procurador, qué hacer. Este recomendó prudencia. Que consultara al presidente Leonel Fernández.

Mientras Brewer-Carías decidía no ir a un almuerzo ya pautado y dirigirse al aeropuerto para abandonar el país, el presidente Leonel Fernández distrajo a Belisario Landis cuatro horas en la antesala de su despacho. Lo atendió cuando Brewer-Carías ya había dejado Santo Domingo. Por cierto, el embajador de República Dominicana en España, el abogado Olivo Rodríguez Huertas, me confesó que acompañó a Brewer-Carías hasta que subió al avión. Y una vez que despegó, comenzaron a aplaudir para celebrar que finalmente había logrado librarse de la persecución policial.

Como siempre ocurre con los temas que lo obsesionan, Brewer-Carías estudió a fondo los estatutos de Interpol. Descubrió una organización con 198 países que, a pesar de su carácter de investigación policial, garantiza los derechos humanos y el derecho de protección de cualquier persona contra las acciones de los Estados.

Interpol tiene prohibición de intervenir en delitos políticos, religiosos, raciales y militares. Solo procede en delitos comunes. Al final escribió el libro El procedimiento administrativo global ante Interpol. Por esta razón, un día lo contrataron como asesor para que ayudara a un profesor alemán «que lo querían capturar en otro país porque había formado parte de la directiva de un banco de Argentina que quebró». Un curioso guiño del destino al que accedió por su obsesión de aprender todo lo que no sabe.

Al acercarse a los 80 años, Allan Brewer-Carías no deja de recordar a los amigos de su infancia, aquellos que también estudiaron en el Colegio Montessori, donde ahora se levanta el Centro Plaza, en Los Palos Grandes. Juan Carlos Parisca, Virginia Betancourt, Alberto Baumeister. Su esposa Beatriz. A lo largo de muchas conversaciones siempre aparece el señor Gols, director del colegio, que todavía hoy le escribe correos electrónicos.

No olvida tampoco la pasantía en Long Island, Nueva Jersey, en el año 1948. Viajó toda la familia. Con sus hermanos. Estudiaron en el Colegio Público 98, que muchos años después, ya en el exilio, volvió a visitar.

En 1992, en ocasión del acto académico de otorgamiento del doctorado honoris causa en la Universidad Católica del Táchira, San Cristóbal, el día 28 de abril, Pedro Nikken leyó un discurso. De ahí tomé estas palabras que me parecen significativas como evaluación de una vida intelectual y de la importancia que tiene su figura, separado lo intrascendente de lo que realmente vale, en la historia del país:

Doctor Brewer:

Todos aquellos que entienden la docencia como un acto de amor, en el que el profesor deja lo mejor de sí a sus alumnos hasta que llegan a ser sus discípulos; todos los que reclaman de nuestras universidades mayor cantidad y calidad en su producción científica; quienes creen que los valores inherentes a la dignidad humana deben ser el norte de la organización social; quienes impugnan las manifestaciones del poder político o económico ofensivas de esa dignidad; los que urgen reformas para que la justicia sea independiente, proba, eficiente y accesible a todos por igual; quienes tienen a la libertad como un sagrado derecho y al Derecho como su único límite; quienes fundan la democracia sobre los derechos humanos e impugnan la pretensión de las camarillas de conculcar el derecho que todos tienen a un espacio en ella para expresarse; los que sostienen los derechos locales y regionales frente a la voracidad centralista; quienes promueven el debate como una expresión de la democracia, pero en paz; todos, en fin, los que transigen en colocar el imperativo de la virtud por encima de cualquier interés; todos ellos tienen razones para celebrar la distinción que hoy se le ha conferido. Usted los representa.

El lector no encontrará aquí la biografía definitiva de Allan Brewer-Carías. No fue el propósito de este trabajo. Se trata de una aproximación a su vida y a las significaciones de su obra, atadas a esa existencia. Una suerte de biografía intelectual.

Todo viaje de conocimiento exige atravesar sombras e iluminaciones. Si tuviera que reducir al hueso este viaje, me impresiona como la primera vez la morada intelectual construida por este abogado que entendió que al escribir a mano rompía con todas las trabas que le impedían ser lo que había soñado. Un copista del siglo XX, un comparatista universal, un abogado de abogados, un editor sin par creador de la Editorial Jurídica Venezolana, una eminencia a la que alguna vez los empleados de la Biblioteca del Congreso de Washington quisieron tocar para saber si el señor que enviaba libros y libros y más libros era de carne y hueso.

La estructura de este libro sigue el curso de los primeros encuentros en 2015 con Brewer-Carías en Nueva York: la llegada de Mathias Brewer Andral a La Guaira en 1889, la construcción de la familia, los esfuerzos por sobreponerse a la dificultad para retener lo que leía, la escritura a mano desde 1957 de todo lo que deseaba establecer como conocimiento, el descubrimiento del Derecho, los estudios de posgrado, la docencia, la creación del escritorio, la publicación de los grandes libros, los descubrimientos en el Derecho Administrativo, los intereses sobre la ciudad ordenada, la descentralización, los esfuerzos por ordenar el Estado, las clases en el exterior, los debates en la Asamblea Constituyente y más tarde el exilio.

Aunque nació con una habilidad notable para trabajar con sus manos (los hijos dejaban en su escritorio todo lo que se dañaba para que lo arreglara), siempre sintió una frustración por no tener una habilidad mayor para pintar. También le hubiera gustado aprender alemán, un idioma importante para el Derecho. Frustraciones insignificantes para un hombre que supo construirse un destino con una pluma fuente y una hoja de papel blanco.

*Allan Brewer-Carías. Una vida. Sergio Dahbar. Editorial Dahbar. España, 2019.


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