Alfredo Chacón / Vasco Szinetar©

Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS

Habrá que decirlo de una vez. Si Ser al decir, de Alfredo Chacón, es una tentativa de escudriñar las razones gnoseológicas de la poesía, entonces debe leerse como una inmersión en el proceso creador, en su dimensión ampliada de percepción general de la realidad y no como análisis de la obra. Que haya elegido la poesía como objeto de aquella realización, fruto de una relación fuera de toda agonía e impaciencia —y por tanto situada más allá de todo utilitarismo— solo prueba que su ambición de conocer una fisiología, la del origen primordial, puede prescindir de toda persuasión, y aún de todo espectáculo —y en esa medida el subtítulo del libro, “El pensamiento de la poesía en siete poetas latinoamericanos”, focaliza o localiza en exceso una investigación cuyo asunto no es tanto valoración como hermenéutica del proceso creador. Esos poetas se nos muestran como pensadores que a su vez reflexionan sobre la vida independiente de la poesía y las fuentes de la creación, tenemos así un objeto doble, bifronte. Chacón ha sido cuidadoso en su deslinde (“La poesía en los poetas”), autoriza la certidumbre de esas voces cuando hablan y señalan, pontifican y califican aquello que hacen desde otra devoción: la acción creadora en sus fuerzas autónomas, desatadas. Su demostración no está dirigida a la legitimación de un orden intelectual sino a la autoexplicación de la intuición, a suministrarle a su estatuto público unos silogismos, eso que llama pensamiento cuando encarna en una voz: el poeta que dice desde una biografía personal.

Aun cuando la elección recaiga en unos objetos literarios, su labor está fuera de la crítica literaria, o, en todo caso, esta es invocada desde antes de la enunciación, en su anterioridad, cuando se refleja sólo como contemplación,  aislada del diálogo persuasor. Si la filosofía de la ciencia procede como una verificación orientada por el prestigio del conocimiento sobre una realidad, las certidumbres salidas de explorar la poesía deberán ser como la luz que ciega. Abismarse ante la nada a fin de constituir un sentido de lo invisible, fundar las razones de lo presentido en una determinación de fe que tiene detrás de sí la duda y tal vez el desdén de lo consignado por la rutina, lo apriorístico de la experiencia pragmática. Los siete autores, traídos como en un aprisco, sólo tienen en común haberse detenido en algún momento en la tensión oculta del acto creador, como en el imperativo de saber qué es aquello ejecutado y urgido de una identidad, de una fisiología. Puede bastar una página, una, una línea aforística, o un breve tratado, también la suma de momentos cuando el escozor aflora, pero no es solo un ars poética, es la necesidad de un sosiego mayor, totalización de lo particular en comunión con una armonía donde el individuo se integra a otra manera de percibir lo real. Y siempre en el descubrimiento de su propia orfandad: de dónde surge la poesía, qué destino cumple. Pero esta enunciación lejos de ser explícita no puede entenderse sin la revocación de su primer énfasis: el ensayista enriquece la lectura, emplaza en un interés íntimo, explicativo, la situación de esos siete textos.  Los problematiza para exprimirlos desde la poética de sus autores, pero los refunde en un horizonte de conciliación con la teoría-poesía, queda entonces para el lector la pausa o la paciencia, ya no la exaltación o la emoción, queda la certidumbre de la fantasía de la razón, el fervor de la belleza que puede ser conocida —y por lo mismo obliga a ir más allá de aquello que la presenta, lenguaje, ritmo, emoción. Y en qué consiste ese más allá. De alguna manera, lo que sea constituye la tarea de este libro, digamos su exploración desesperada, no concluye ni nos muestra al final una piedra filosofal: ha abierto un camino o un abismo, despejado a fuerza de persuasión, adornado de objetos de pensamiento. En ellos Chacón verá lo oculto, no lo escondido; interroga lo dicho más allá de su enunciación y procura mostrar la elocuencia de lo que ha sido logrado en un acto de voluntad sonámbula. Da nombre a lo dicho, lo dispone para la interpretación susceptible de tocar una dimensión más estable que la de la circunstancia del objeto. Interroga lo concluyente y avanza en su sendero sibilino, convertidos en documentos periciales en manos del ordenador, aquellos insumos venidos de la indagación de una realidad paralela adquieren otro y distinto esplendor. No es glosa ni descripción, aquí estamos ya en la superación de lenguaje y expresión como forma de comunicación mediada por un código. Ese lenguaje ha sido llevado, tanto en la fuente como en la hermenéutica, a un rumor apenas perceptible, en abierto recelo de sus acumulaciones inerciales, y de la lengua misma como espectáculo.

Tensión entre pensamiento y palabras, ambos como realizaciones rotundas están en conflicto. Aquel se vuelve sobre sí cuando alcanza su máxima elocuencia, es entonces arco tenso y sin fisuras conciliadoras, a su vez las palabras pretenden decir  más de lo que saben en su espectáculo persuasor.  Cita a Rafael Cadenas en la necesidad de señalar una imposibilidad, pero sobre todo para resaltar la antinomia que debe ser resuelta. “¿Cómo puede entonces la poesía mostrarnos con palabras lo que las palabras encubren?”.  Estamos así ante la negación formal de la primera identidad del libro: el ser se desvanece al decir. De cómo el arte al desplazarse de un centro incognoscible, fluir en dirección del reconocimiento del mundo, se desgasta, se disuelve en su misma aparición, cosificado en la expresión que lo hace prestigioso, aunque menos real. El momento de su objetivación coincide con su dilución, viene de un lugar ajeno por inasible aunque rotundo, va hacia la incertidumbre, en ella brilla un instante y se aplasta contra la opacidad del consumo. De esta mediación habló Murena, y fue categórico: propuso la existencia de dos mundos. Quizás sea esta una de las paradojas más comprometedoras que debe resolver toda indagación del proceso creador, y que en este caso está presente como un dogma de fondo —el poeta elabora para alejarse del mundo, pero esa elaboración, la poesía, lo precipita, no lo sustrae del dolor, no lo salva, lo hace parte del misterio.

La vocación abismal de la hermenéutica propuesta en este libro obliga a la apelación de varios saberes, pero sobre todo a una consideración de la totalidad cósmica, aislar significa ceder el sentido segundo, el real. La insistencia monótona, circular, en la necesidad de una identidad que pueda ser puesta en imágenes, en palabras susceptibles de ser recuperadas desde el acuerdo es una de las obsesiones de este libro. Es así como la parte II está concebida como una larga pausa en medio de la aclaración e iluminación de las voces conducidas, si los siete poetas ilustran y fecundan el pensamiento poético en la urgencia de identidad, quien ha decidido interrogarlos para saber un poco más de la fuerza configuradora se retira en su autarquía a un ejercicio de invocación: del mundo como diversidad que es preciso rescatar de la demagogia, de la razón que es preciso aislar de su sofocación, del lenguaje que “es a un tiempo tangible y elusivo, aglutinante y disperso”.  Salvar la poesía encriptada de esa demagogia,  ir a su pensar para arrebatarla del ensimismamiento y la lectura  presurosa. Cómo lograr esto sin cortar, sin diseccionar un núcleo que además de indiviso resplandece en su mudez. Desde la constatación de la naturaleza humana como algo poco natural, hasta la afirmación de esa “interiorización del lenguaje”, evadido hacia el silencio y en la conquista del hablar consigo mismo, las exploraciones de esta pausa principista están dirigidas a atar las pulsiones de la especie humana a un sentido superior donde la cultura reforma la realidad. Allí, hominización y humanización casi resultan antagónicas, en un esquema roussoniano. Si lo natural se realiza a sí mismo en su nicho bioquímico, lo humano debe realizarse sobre el soporte de lo natural, como reconocimiento, pero a partir de la admisión de un conflicto insuperable y que corresponde a un estado ideal: la presencia de pensamiento e imaginación. El lenguaje se abre paso desde una conciencia que se niega al mundo, cerrándose sobre sí se afirma en la autarquía de lo suficiente frente a lo real ominoso y deberá defenderse de la contaminación de la diversidad y la abundancia. Ese advenimiento de la palabra supone una larga discusión de lo consolidado, esa naturaleza tutora, nicho donde el hombre florece; interrogar el universo equivale a darle un uso distinto a la comunicación, nombrar y nombrarse. Y sin embargo, el momento estelar de esa adquisición no es el de integración con la vastedad de multitudes y horizonte, ese “hablar consigo mismos” representa la justa potencia de la comunicación, cesan interlocutores y códigos, la palabra es retenida en su condición de dadora de intimidad, el sujeto se emancipa de aquello que el intercambio le descubre. La interiorización del lenguaje sería así la posibilidad del solaz en medio de la mudez, la soledad de lo social como nostalgia; también la aniquilación de los referentes como ruido. La “alusión implícita de la poesía” que Chacón persigue en su exposición, insistencia en un objeto de ninguna manera invisible, pero elusivo, es una manera de fe. Su determinación de esclarecer los vínculos de una triada en apariencia silogística (el poema-el poeta-la poesía) parte de la aceptación de esas tres dimensiones como experiencias unitarias, y tal vez ajenas, ellas pueden existir como unidades autónomas, el hallazgo del lenguaje las reúne como afán de humanización, no como producto, tributo de la civilización. Que haya a lo largo de toda su reflexión un recelo de la significación, y sobre todo de un contenido ideológico, estaría afirmando su exigencia de que la poesía es un momento de actualización del pensamiento pero en abierto desdén de la civilización. Contra la razón, necesidad de razón, pedía Roger Caillois. En todo caso, no hay conciliación entre razón y poesía, y cómo se resuelve entonces un vínculo donde conocer es una mínima cortesía, como dice Feymann, “no le hace mal al misterio conocer un poco de él”. La vía no puede ser otra sino el pensamiento, siempre como figuración externa de lo real, quizás lo arrebatado prometeico, pero hasta un consuelo requiere de una larga elocuencia.  “Los poetas modernos no ven con buenos ojos el pensamiento”, nos recuerda Rafael Cadenas, este recelo cierra la poesía sobre sí, pero ya una mudez es suficiente. La prevención frente al lenguaje, su “proliferación”,  de clara ascendencia moderna, ya nos ha advertido de permanecer en el umbral, fue útil porque la retrajo y la alejó de la confusión, pero la construcción de una identidad, el perfil de lo inasible, es un ansia tras toda felicidad. Una manera es esa “poesía aludida”, encarnada en el discurso, nunca nombrada y en cambio saturándolo todo. Será preciso una identidad por insistencia y abrumación, colmar como en una colmena (algo de eso hay en el texto citado de Octavio Paz), el pensamiento deberá prescindir de comparatística y metáfora, las alusiones serán autoreferenciales cuando se trata de un objeto plantado en su mudez. Belleza que no piensa, elige Chacón el primer verso del poema de Gramcko para identificarlo y orientar el concepto  —instinto recto, paz vertiginosa, continúa.

Chacón parece venerar la naturaleza, su orden convincente, de allí quiere hacer partir una saga, deslumbrado por su eficacia llega a una conclusión previsible pero no ordinaria: el hombre es lo menos natural que conocemos  —es paradójica esta devoción en alguien para quien la conciencia está atada al vitalismo, pero insiste en buscar la continuidad de algo más evanescente aun, el rastro de la imaginación, la autonomía del pensamiento. La humanidad se realiza, pues, en un suceso de pensamiento e imaginación, estaríamos en presencia de un evolucionismo donde sí hay saltos. La hominización sería una especiación  con prescindencia de lo orgánico, ya no un salo sino una diferenciación voluntaria. Humanización sería la carga de sentido que es preciso vaciar en un paraíso insípido, y desde el albedrío.

Cuidadosa de poner en su lugar los organicismos, la elaboración se aparta de las sintaxis lógicas para ordenar con las novedades salidas de los saltos. Más que transformación y cambio, habrá renovación, pues esto supone el hilo de la memoria —la elusión de lo repetitivo. La irrupción de la especie humana alteró un orden, introdujo un sentido moral en una naturaleza primigenia, en adelante signada por “el poderío realizante del desarrollo cultural y la historia”. Pero hubo una pérdida originaria, distinta al pecado original, una que le arrebató a la criatura su trato confesional con el universo. Podría resultar extraña esta derivación del discurso hacia unos saberes periféricos, y sin embargo no es en absoluto ajena a la tarea de fijar la naturaleza de su objeto: el arte en cuanto figuración de una totalización. Si el lenguaje convoca y hace público aquello cuya intimidad es soliloquio, soledad del individuo que se descubre interrogado por una realidad cósmica, es porque pertenece no solo al reino de la elocuencia  —o a él pertenece en menor grado. Su destino no es comunicar, tal vez sea testimoniar un génesis que se ha borrado, si aparece como un haber utilitario es solo porque nos rescata de la agonía de la extrañeza. Pero su razón es más extensa. Quizás Chacón ha dado con una identidad donde conviven los rastros vestigiales de una lucha, vencer la mudez no es sólo crear unos códigos, es renuncia al lecho amniótico, fin del psiquismo circular. Pero la poesía es mudez. Sea en una fase avanzada o inicial de su trato con el animus, el poeta descubre la tensión del lenguaje, su cristalización,  sobreviene así una reacción negadora: de los ruidos de la mediación, de la obra misma. El resultado es esa precocidad del texto sonámbulo hablando para sí mismo (Rimbaud), Jules Laforgue lo dejó escrito: “No, nada; libradnos del pensamiento, lepra original, insensata embriaguez”. Pareciera excesivo, lepra original es la pausa que permite la reunión de todo cuanto es público, ahí adviene la comunicación y también la tristeza de lo escindido. Baudelaire simplemente hablará de un “intenso odios hacia las palabras”.

Lejos de ser un documento forense, contiene los flujos de un proceso, instrumento colonizador, se vacía en el espectáculo de la interlocución con el caos, lo ordena, para alcanzar su plenitud en ese “hablar consigo mismo” de la criatura insatisfecha. Se niega para ser. Deja atrás el cautiverio de significar y se traspasa al poseedor de la voz en un acto de redención donde ya no es posible distinguir ni separar —quién dice, quién oye, quién lee.  Elige un texto entre las fronteras del mito y la iniciación, en la necesidad de encontrar una demostración de aquella unidad. En la narración mesopotámica, Enuma Elish, condensa la fe en su explicación, y es punto de partida de quien va en busca de una lejana experiencia no para demostrar sino para mostrar, indicar la existencia de un objeto o tiempo donde aún no ha irrumpido la apropiación, la extensión de una alteridad.

Chacón se inclina sobre sus autores elegidos, los ilumina, no para mejor verlos, para oscurecerse con ellos en un compromiso de inconstancia y así ser fiel: a la intuición de que la poesía es un misterio rotundo. Los trae desde un fondo de razón e autointerrogación y hace solaz para el flujo de sus creencias, estas se nos trocan en iluminaciones de lo atado, tenso, lo creado que no se nombra. Doblados en pensadores y ensayistas, tratadistas de una ontología, los poetas nos abruman desde el prestigio de ser ellos mismos ejecutantes, descubridores, traedores de hallazgos. Los lee en sus confesiones, ellos mismos abrumados por la angustia de saber quiénes son, les toma declaración y ensambla otro arte: el de la convicción que quiere calmar aquellas angustias. Desde la exuberancia conceptual de Lezama Lima hasta la timidez de Ida Gramkco, despliega la interpelación que esas voces hacen de sí mismas, son un rumor paralelo por donde es drenado otro sentido, el de la apropiación, la poesía se nos revela así como una sobremirada, la voz de aquello que se ha acumulado en el tremendo esfuerzo de sintetizar lo primordial. Son los residuos de la sumersión en un magma, todo lo desprendido en el acto de fuerza de la revelación  regresa ahora como nostalgia, es la superación del sonambulismo, o tal vez su plena realización. La necesidad de afirmarse en medio de la conmoción, los sentidos desarreglados estallando en un ansia de mundo, de recuerdo de lo estable.

La aproximación circular de Chacón nos recuerda, necesariamente, el clinamen de la mala lectura, de Harold Bloom —el átomo que cae al vacío y al desviarse genera lo nuevo. La poesía moderna vendría a ser una variación en torno al mito, este resume y contiene, el desvío lo actualiza, pero en este segundo momento, advenimiento, ya se ha impregnado de biografía, la saga referencial hace presa del poeta. Como ya no recuerda —pues se deshizo “el vínculo sensible con los tiempos de la materia”—, entonces inventa, forja desde la agonía de la razón, aquellos resquicios que han escapado de la demagogia. Y este alarde de ordenación se sostiene sobre una necesidad de amparo, es casi un grito, hacer pensamiento la poesía; ella sofoca sin matar, algunos, como Ulysses, se atan al mástil. Se obligan a oír y oírse, y nosotros somos el deber, el fin del ensimismamiento.  El estallido no es poco usual: la escritura autárquica, emancipada de toda codificación, la transcripción, huida como desprendimiento, o la franca dislocación. Rimbaud, Rafael José Muñoz, otros, suicidas ya no mudos sino paralizados.

Como el verdadero poema no está escrito, la crítica debe obligarse a un entendimiento de la poesía en cuanto universo paralelo, desde donde fluye, hacia la luz profana, su consuelo. El poema cesa como objeto, ya no puede ser examinado en su ingrimitud de producto, la constatación de que su expresión es tan solo resquicio pálido de identidad hace imposible todo avance sobre su condición. “Y esto con la peculiaridad de que el verdadero comienzo del poema no llega a ser verbalizado como tal, sino que está fatalmente destinado a permanecer tácito e inamovible, es decir, indefinidamente anterior al ejercicio del poder de nombrar y exterior al ámbito de su cumplimiento”. La arquitectura, el plano dimensional de exposición debió enfrentar la exigencia de la interrogación misma. La primera (I) parte de Ser al decir expone la materia de la discusión, ella se nos revela como un tramado de vínculos que existen en su lejanía, verificados en su anterioridad, sin ellos no sería posible la obra y su función en ese otro mundo, el del hombre y su significación fuera de la naturaleza. El poema fluye desde un abismo, tanto palabra y pensamiento procuran acortarlo, al traerlo a un tiempo de conciliación se le da sentido a aquel reconocimiento de una fisiología a la cual se la ha dotado de órganos y genealogía. Decir ya no será entonces la etapa profana de un misterio, es una identidad que aboga por las evidencias de cuanto no puede abarcar; la criatura que se caracteriza “por no tener que ver con lo que nada signifique para él”, se ve abrumada por lo ajeno en su aspiración de conferir humanidad a lo vasto. Esta relación entre una realidad empírica, donde el poema se ha cosificado, y las fuerzas ordenadoras aceptadas por el poeta mediador, representa la urdimbre del pensador encarado con su objeto. Afirmará Chacón un principio, “la cultura es sobre todo pensamiento consolidado afuera”, valida sus categorías desde la necesidad de darle al proceso creador ya no un sentido sino una dinámica recuperable, el pensamiento imaginativo se le figura el modelo de explicación, pues se sitúa en un límite de gratuidad, la poesía está más allá del pensamiento, prescinde del pensar, y sin embrago piensa.

Él mismo, en Materia bruta (1969), ejecuta una entrada donde no resulta difícil reconocer el destino actual de sus ideas sobre la poesía y su propia poesía, libro de una individualidad impávida, es una escritura donde se avanza sobre unos acuerdos: autointerrogación, alejamiento de una biografía local. Aforística, menos por lo breve que por el tono incisivo, concluyente, ya en él lo literario está puesto un escalón más allá; depresión y desencanto, ninguna fiesta anima una comunicación que es solo un estado, lo demás sordo rumor.  (“Ser y decir. Entre estos extremos disyuntivos, el largo trecho de la vida necesitada, contrariada en las dudas, afirmada en las contradicciones, enloquecida en el empeño máximo de ser lo que dice y decir lo que es”.) O lo uno o lo otro, la incertidumbre cuántica queda así devastada: ambas cosas a la vez. Cargadas de “pensar”, estas líneas se sostienen en la afirmación de la contradicción, hacen de ella guía para dar con los restos de aquello de donde la poesía brota, lo vestigial, y sin embargo arrastra consigo un ansia de razón —un otro las elegirá para cumplir un destino circular. Entre la sentencia y la confesión, la tensión de aquel lejano libro parece un hilo brumoso atravesando el rigor de este, emerge como fantasma, fecunda desde su mutismo, tan solo somos capaces de descubrir el mismo afán de dolorosa o jubilosa elocuencia, para el caso lo mismo.  Lo vestigial mudo avanzando hacia su autorevelación, en su afán de humanización y en el centro del espectáculo de la comunicación y así llega a ser en el prestigio del lenguaje, y cuando dice ya ha desparecido en la realización misma de su un impulso de negación, es su naturaleza: horrorizarse ante las palabras.


*La segunda parte de este ensayo será publicada en esta misma sección (Papel Literario, en www.elnacional.com) el próximo domingo 31 de mayo.

**Ser al decir. El pensamiento de la poesía en siete poetas latinoamericanos. Alfredo Chacón. Oscar Todtmann Editores. Caracas, 2014.


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