Olivia Villoria Quijada | Cortesía de la autora

Por OLIVIA VILLORIA QUIJADA

En las últimas semanas, Magdalena  ha sentido  que la situación de  confinamiento generada por el coronavirus le resulta conocida. Se recuerda en el hogar de sus padres, en aquel viejo caserón de patio con  paredes  desconchadas, como torta de casabe, jardín de cayenas y lirios, corral de árboles de mangos,  pájaros en sus jaulas y enormes morrocoyas. Hoy  evoca claramente lo que sintió antes de caer  por la escalera, aquel mediodía cuando bajaba corriendo desde el segundo piso a atender el teléfono.  En ese entonces tenía cerca de 30 años y planificaba su boda con Tomás. Un dolor intenso en la cabeza, un algo como un borboteo, la dolorosa caída,  y después la ausencia. No supo más de sí  misma durante muchas semanas. Estado de coma, decían. Al cabo de varios meses abrió los ojos.  Nació de nuevo, se dice,  porque llegó a creer que estaba muerta. ¿Acaso no eran ángeles guardianes esos seres alados que encontraba en la travesía hacia  no se sabe dónde, que le sonreían y le decían adiós, despidiéndola? ¿No eran  copos de algodón del cielo las nubes blancas desde las cuales retozaba y saltaba como no llegó a hacerlo ni cuando era niña? ¿Entonces,  no eran destellos del infierno las pequeñas lenguas de fuego que caldeaban sus pasos, sino  intensas oraciones de su madre para arrebatársela  a la muerte? Lo cierto fue que  un día regresó  a la vida desde la  ruptura de su aneurisma cerebral y de la delicada operación que le practicaron. Le quedaron varias secuelas  que fueron cediendo  poco a poco con tratamientos y rehabilitaciones, largas estadías en casa, reposos laborales, escasa vida social y cuidados y más cuidados. Hoy tiene una imperceptible cojera, varias décadas más de edad y los recuerdos intactos.

Cuando se tienen  más de 60 años, enfermedades preexistentes (unas cuantas), una delicada experiencia de neurocirugía, una hospitalización  por neumonía y dos partos complicados, no hay coronavirus que no asuste. Pero cuando se tiene  un hogar armonioso, una familia solidaria, una vida  relativamente tranquila, tampoco hay coronavirus  al cual uno no sienta que puede enfrentarse con éxito.

—Elisa, ¿viste las noticias  de  la enfermedad que dicen que está llegando de China? Aquí el gobierno acaba de suspender las clases en todo el país. Imagina la gravedad de esa enfermedad, lo inédito de esa  situación,  a juzgar por todo lo que está ocurriendo en el mundo entero —le comentaba  a su amiga la última vez que hablaron.

—Magdalena, y  lo que significa estar metidos en casa, todos, todo el día… Eso puede ser insoportable.

Cierto. Con un cambio tan rotundo de hábitos no debe resultar fácil convivir con cuatro adultos  en un espacio de menos de  100 m2. Mucho menos con el estrés que supone  darte cuenta de que no parecen vislumbrarse cambios importantes ni flexibilizaciones en  el confinamiento, al menos a corto plazo. En el hogar de Magdalena, una madre anciana, habituada a dar sus paseos en las caminerías del edificio, a limpiar las maticas, arreglar las flores, visitar a los vecinos, organizar el rezo semanal del Rosario.  Dos jóvenes que apenas paran en casa, asisten a la universidad, se reúnen con los amigos,  se van de fiestas,  pasan  noches con los novios. Un marido, Tomás, pacífico, ciertamente, pero exigente, riguroso, serio, que  trabaja todo el día.  Una Magdalena ordenada, casi obsesiva, hipocondríaca  y voluntaria en un servicio de  salud público. Un cóctel  que se fue libando, que se fue degustando poco a poco,  hasta que explotó. ¿Cuándo y cómo? Cuando a la abuela no la dejaban salir, y cuando la dejaban era rigurosamente con   la mascarilla. ¡Es que con esta broma casi no puedo respirar!, exclamaba la anciana.  Cuando a los jóvenes no se les permitieron visitas. ¿Es que no entienden? ¡No está permitido! Recuerden que hay dis-tan-cia-mien-to so-cial!-, les repetía el papá, despacio, con énfasis, hasta con sarcasmo. Finalmente,  las dificultades que estaban teniendo no era nada que no  pudiera arreglarse con diálogo, humor y tolerancia, repasando las normas y su razón de ser; en fin, con cooperación de todos.

Los días más complicados ocurrían cuando Magdalena tenía guardia semanal en el Centro de Salud. A menudo, antes de salir al trabajo la hacían prometer que ya iba a terminar con esa labor, que inició cuando se jubiló en la universidad como docente hace varios años. Pero, aunque deseaba complacerlos, lo cierto es que cada vez se comprometía más con esa tarea en la que creía fervientemente. Mucho más en la actualidad, cuando comprendía que sus responsabilidades eran francamente necesarias en la localidad tan deprivada en la que debía ejercer; más bien está estudiando una oferta para fijar un par de días más.

—Pero, mamá, cada vez  que vas para allá te pones en riesgo. ¿Qué necesidad tienes tú de estar en eso? El cuidado impecable que sigues en la semana, y que nos haces seguir a todos,  lo echas por la borda cuando vas para ese sitio.

—Mi obligación, mi necesidad, es moral, hija. No te preocupes. Allá también me cuido muchísimo.

Más o menos de ese tenor eran los reclamos. Muchas angustias, bastantes inseguridades por parte de los suyos.  Mucha comprensión y bastante  paciencia, por su parte.

Un par de días después de asistir al Centro de Salud la última vez, ella se sintió indispuesta, aunque es bueno aclarar que  esto no era inusual en ella,  tan sensible y alérgica. Era un día domingo y todos estaban en casa viendo cada uno su programa de televisión preferido.  La misa dominical, la final del campeonato de tenis, un concierto de rock, un programa de modas y una entrevista con un médico que divulgaba los últimos hallazgos del coronavirus era lo que observaban a esas horas, después del almuerzo. Era una tarde luminosa, con un sol radiante y una brisa agradable, en contraste con los días anteriores en los que hizo mucho calor. Magdalena  comenzó a estornudar repetidamente, le dolía mucho la cabeza y le ardía la garganta. Esto debe ser por mi rinitis alérgica, tranquilizaba a la familia, ella que conocía bien el asunto. Luego de muchas gárgaras de agua tibia con sal, unos cuantos acetaminofén y un termómetro que le servía de árbitro, se convenció de que ella no tenía el coronavirus. Al menos no por los momentos, porque sabía que era una posibilidad. Ya se sabe: por su edad, sus enfermedades previas, sus labores actuales en la Unidad de Neumonología del Centro de Salud.

A dos meses  del confinamiento, los días transcurrían con  relativa armonía, con los roces y disgustos normales de la convivencia entre personas adultas con personalidades propias y muy bien definidas. Cada uno en la casa colaboraba con las obligaciones domésticas. Cada quien desempeñaba sus actividades profesionales o educativas según el estilo virtual que habían acordado en sus instituciones,  excepto Magdalena, que era la única que lo hacía de manera presencial. Además, se turnaban para las actividades propias de la pandemia,  como comprar los alimentos o las medicinas. No recibían visitas ni visitaban, pero salían a la cuadra a hacer  algo de ejercicios, estirar las piernas, o tomar un poco de sol, según estaba permitido.

—Recuerdo todas las veces que he tenido que estar hospitalizada —les decía Magdalena—. Me he sentido  presa en mi casa  o en el hospital durante  tiempos que me lucían interminables.  Por eso es que nada de lo que estamos viviendo me resulta extraño.

Una mañana Magdalena no pudo levantarse de la cama. Había pasado la noche soñando con fuego y con bosques encantados. El ardor de garganta le producía una sed desesperada. Un calor abrasador le quemaba la piel y le dificultaba la respiración. Tomó la calesa y la condujo lo más rápido que podía. En el trayecto volvió a ver a aquellos seres alados que le eran tan familiares. Ellos le daban bromelias tomadas de las ramas de los árboles para que se hidratara.  De nuevo, le sonreían. Mas en esta oportunidad  sí sabía a dónde iba. Iba al río porque  necesitaba  con urgencia refrescarse. Pensaba que si no llegaba a tiempo, podía morir quemada, pero no sentía  miedo. Al llegar a su destino, la calesa entró  a la orilla con cierto estruendo porque había grandes piedras a la vera del río. El impacto la despertó. Entonces los vio a todos alrededor de su cama. Miró a cada uno. Su madre tenía en las manos un rosario y le acariciaba los pies. Su esposo le sonreía y le tomaba las manos. Sus hijos la miraban con amor pero se mantenían algo alejados.  Ellos tenían  los ojos brillantes, como cuajados de lágrimas.  Desde su alma, ella se despidió de cada uno porque sentía que debía  proseguir  la conducción de la calesa hacia el destino que había emprendido. La había dejado muy mal estacionada y ella se sabía una choferesa diestra y responsable. Únicamente una persona no le era  conocida, pero estaba trajeado de una manera que le era harto familiar: de impecable bata blanca.  Todos estaban muy callados, pero a esta persona le escuchó pronunciar algunas palabras, muy claramente. Dijo: “Hora de la muerte: 11.30 am”.


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