Camila Pulgar Machado

Querido lector, ¿sabías que Breton y Artaud tenían una oficina ubicada en París cuyo primer piso era equivalente al inconsciente y el segundo al sistema de percepción, la conciencia y el archivo? Allí procesaban sueños, shocks, delirios, olvidos, traumas de la población que pasaba y dejaba sus ráfagas en fichas. Decía Artaud: “La Oficina de Investigación Surrealista se ocupa de la colección de las diferentes formas adoptadas por la actividad inconsciente de la mente”. Estoy leyendo el fascinante libro del crítico alemán Sven Spieker, The Big Archive, donde se analiza este archivo urbano que estaba lejos de querer imponer un orden a lo que es contingente, al azar; al contrario, buscaba ‘mecanizar’ (con máquinas de escribir, lápices, taquigrafía) el registro del caos automático de la experiencia urbana con la finalidad de navegar en las aristas de estas corrientes subyugadas por la civilización y empujarlas a circular mejor en los predios de la cotidianidad.  En fin, todo archivo es un desafío a la lógica.

Así, este libro nos reta a entender, en otro capítulo, el arte de Duchamp como un arte del anti-archivo o del “archivo anémico”: desfallecido. Entendamos, en primer lugar, que Duchamp fue un investigador profundo y sarcástico de la mirada cientificista finisecular del XIX, de los experimentos para medir y almacenar el tiempo y transparentarlo en una cifra orgánica, vital. Un ejemplo está en “su film Cinema anémico (1926), el que muestra las pulsaciones de una arteria –exangüe– anémica”. Entonces, el tipo de archivización que propone el arte de Duchamp es un movimiento repetidor de interrupciones contingentes (como los dientes del peine que se caen desigualmente o las letras mal tecleadas de una oración), un archivo de “shocks administrados”. Más retador aún: los readymades nos muestran aquello “que resiste a una codificación simbólica, sugiriendo una fisura o desgarradura en la superficie del archivo”. ¿Pero de qué instancia hablamos, de qué Archivo se trata?

La pregunta es fundamental en este intento de referir la obra de Spieker. Los dos primeros capítulos de The Big Archive son sobre la constitución del archivo de finales del siglo XIX, 1881 con precisión, y se trata de una indagación en el Archivo Privado del Estado de Berlín cuya matriz de conocimiento fue el Principio de proveniencia. Así este archivo post-hegeliano y profundamente materialista, cientificista, iba a coleccionar sus evidencias de acuerdo al lugar de donde estas fueron extraídas, de donde provenían; o sea, la búsqueda de esta arqueología que encontró a Troya anhelaba viajar en el tiempo al sitio exacto de sus preguntas para extraer retazos, piedras, cofres, telas, en los que quizás un día el arqueólogo escucharía la voz misma de Homero cantando la Ilíada. Tal era la utopía de estos investigadores de las ruinas. “Esta lógica arqueológica todavía permea la definición de Walter Benjamin de <<auténticas memorias>>”, nos explica Spieker, y entonces cita a Benjamin: “Para las auténticas memorias es mucho menos importante el informe del investigador que las marcas suficientemente precisas del sitio en donde las memorias fueron adquiridas”. La orientación de la búsqueda de este espíritu arqueológico finisecular, antecedente fundamental del siglo XX, fue topográfica y no semántica.

Y allí entonces, en el medio de la producción de semejante expectativa intelectual que se manifestó tanto en los historiadores como en los científicos que como Oparin buscaban el origen de la vida, es decir, bajo esta intención manifiesta de revivir el pasado,  donde lo relevante no es nunca una pregunta sobre lo que está siendo archivando”, sino la “geografía del territorio originario de donde emergen las pruebas a consignar”, surge Freud para indicar que el archivo principal de su búsqueda –regida, claro, por este principio de proveniencia– es el aparato psíquico.

Esa leve transición entre el archivo arqueológico y el archivo psíquico que indicaría Freud es un elemento central en The Big Archive; obra que va a explorar cómo esta idea del “hombre histórico” forjado en la militancia del archivo del principio de procedencia va a ser intensamente confrontada, revisada, descompuesta por el arte de archivo que surge desde Duchamp hasta finales del siglo XX. Por lo pronto, Spieker asienta que con Freud florece un “código científico diferente” que parte de la proveniencia: hallar dónde y cuándo aconteció el evento traumático que el paciente conserva en la inextricable topología de la psique: un archivo del olvido. Pero esta vez ese espíritu arqueológico naufragará en los confines desviantes de la psique: lo deseante y lo siniestro. Falla epistémica que Freud aceptará con fascinación y convertirá en parte esencial de su ciencia.

(Querido lector: vendrá más sobre The Big Archive…)


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