Guillermo Cerceau / Orlando Baquero©

Por GUILLERMO CERCEAU

Entre la mirada y el tacto

Lo primero que noto es mi cuerpo delgado, mis piernas que apenas me sostienen y que con los pantalones cortos y los zapatos de goma me dicen, antes de que llegue al rostro, lo frágil que soy, lo asustado, lo incómodo que me encuentro en aquel lugar, rodeado de gente que soy incapaz de reconocer. No veo el entorno ni las vestimentas de los demás, la pared del fondo, la silla a la derecha, hasta que comprendo que se trata de la imagen mental más remota que conservo de mí mismo: el flacuchento, que en ciertos momentos quería decir débil y en otros, más socarrones, delicado, femenino (más tarde sería sinónimo de “intelectual”).

El tiempo, sin duda, ha hecho su trabajo. La sucesión de las estaciones no es una simple e inocente noria que repite sin cesar el color del cielo, las hojas de los árboles o las exigencias de la vestimenta, eso que, a falta de un nombre mejor, llamamos el clima y que en nuestra lengua también se llama el tiempo. El ciclo de las estaciones marca tanto ese tiempo “atmosférico” como el otro, el que verdaderamente cuenta. Uno es circular, repetitivo y predecible y está asociado a la esperanza (todo ritual de celebración fue en sus orígenes un ritual de fertilidad, del cambio de las estaciones, de las cosechas, de la vida); el otro es o se percibe (o se imagina) como lineal, lo que transcurre y no vuelve, esa fatalidad heracliteana que nos atraviesa y nos envejece.

En estas copias veladas, marrones, casi doradas, me hago consciente de este segundo tiempo y de sus huellas. Esta mujer, a mi lado, y la muchacha que me toma la mano, son posiblemente familiares, tal vez una prima lejana o una vecina, pero solo han sobrevivido como extrañas (como desconocidas: como objeto de una interrogante). Hasta aquí la experiencia normal, digámoslo así, de la contemplación del pasado que quedó atrapado en un papel, gracias a un dispositivo técnico. Lo que no me puede explicar la técnica y de lo que no encuentro consuelo es la constatación, más bien melancólica, de que todo lo que la imagen preserva lo pierde la vida, que la inmortalidad o la longevidad vicaria de la imagen no es sino una mentira, a veces cruel, porque no deja de recordarnos la infranqueable distancia entre lo que vemos y lo que podemos tocar, distancia que la fotografía digital hace más extrema.

El papel puede ser acariciado, besado, sostenido en las manos con amor o con rabia. La foto que solo existe como una configuración de electrones que se estrellan contra una pantalla (o una matriz de diodos que se encienden o apagan), según una disposición numérica, solo puede ser vista. Es como si entre la imagen y quien la observa hubiera un grueso vidrio (eso es la pantalla), un muro, una distancia inabarcable que no hace sino poner un término definitivo a la tendencia interior de toda reproducción, la escisión entre la mirada y el tacto. Es esta escisión, lo entiendo ahora, la que en verdad me hace ver tan frágil, tan indefenso, tan triste.

Existencia, accidente, comprensión

Mi hermana menor, que moriría unos diez años después de tomada esta foto, en un accidente que nunca comprendí (¡como si los accidentes se pudieran comprender, como si el ser accidental no fuera en sí mismo esa imposibilidad de entender! Aristóteles: no hay ciencia de lo accidental*), mira sonriente a la cámara porque, muy probablemente, estábamos riéndonos de alguien (¿de mi padre, que tan seriamente hacía esfuerzos por meternos en el encuadre? ¿de nuestra última travesura? O mejor: de nada y de todo, como es la vida de los niños), mientras yo, distraído, miro hacia atrás, ambas figuras colocadas contra un fondo que la foto no permite distinguir pero que yo sé que es una pared de ladrillos, la medianera que separaba nuestra casa de la del señor que tenía los árboles de frutas que siempre estábamos robando.

Imposible saber ni suponer, casi cincuenta años más tarde, qué cosa me distrajo, por qué esta foto me inquieta como si se tratara de esos dioses bifrontes de los antiguos. Algo llamó mi atención, o tal vez mi padre hizo click en el instante preciso en que me movía por moverme, como sucede a veces, sin otra razón que el movimiento mismo, como la risa y otras alteraciones del cuerpo que nos hacen ser niños. Un accidente, tal vez sea esa la respuesta. Entonces, la foto bifronte, ambigua, polisémica (lo digo en broma) es incomprensible.

La pregunta sería, entonces: ¿por qué lo que nunca será comprendido debe o puede ser recordado? Argumentar que la razón y la memoria son “funciones” separadas, como si viviéramos en el siglo XVIII, no me sirve de nada. Eso es precisamente lo que aprendemos de este tipo de imágenes: de cuán poco sirven las ideas heredadas de nosotros mismos y hasta qué punto, como escribió una vez André Breton, la existencia está en otra parte.

*Se ve claramente que no hay ciencia de lo accidental. Toda ciencia tiene por objeto lo que acontece siempre y de ordinario. Metafísica, libro sexto.

Momento

Un muchacho salta sobre un charco y uno de los grandes fotógrafos que han vivido no solo consigue una foto magnífica, sino que se convierte en un teórico del instante. Después vendrán los desmitificadores, los que carecen de talento, los historiadores y los críticos a decirnos que todo fue posado (es decir, que el momento decisivo se puede manufacturar) y nada de eso logrará romper el encanto de esa imagen. El instante no es ese momento de la realidad que la suerte o el ojo agudo o la sensibilidad privilegiada del fotógrafo sabe capturar para siempre, derrotando, por así decirlo, la arbitrariedad del azar, imponiendo orden, segmentaciones, anclas y barreras en el flujo perpetuo de lo real (aunque nuestro fotógrafo filósofo parezca pensar eso). El instante, por el contrario —al menos así lo creo—, es lo que perdura en la imagen, esa densidad casi infinitesimal de tiempo, ese t + delta t que la foto delimita. Si las circunstancias así registradas fueron aleatorias o planificadas, si se trató de un talento para presentir lo que va a ocurrir o, por el contrario, para acelerar el que ocurra, si todo fue verdad o fue mentira, es absolutamente irrelevante: el instante seguirá latiendo, palpitando suave e imperceptiblemente entre el papel y la capa de fijador y seguirá siendo decisivo para siempre (¿no sucede, acaso, con el miliciano de Capa?). Muchas veces, las malas teorías, esos conceptos atropellados con los que los practicantes de un arte le dan sentido a lo que no lo tiene, no son malas por ser falsas, sino por ser a destiempo, por recaer sobre los objetos equivocados o, como en este caso, por la pereza mental de sus detractores.

Perro en diagonal

En una esquina formada por ángulos cerrados, debido a la inclinación de la cámara, está como atrapado este perro que camina mal (tal vez tiene herida una pata) y que nos mira como si fuera una víctima. Sabemos que el gato de Derrida inspiró una reflexión sobre el sujeto, el Otro, y la ética. El gato de Montaigne, el loro de Flaubert, el perro de… Este pobre animal que no sería otra cosa que una criatura desgraciada ha quedado plasmado con cierta heroicidad, de hecho, con cierta fiereza. Son las líneas del encuadre las que lo dotan de estas virtudes, diciéndonos una vez más que no hay fotografía inocente o neutra. Pero si me permito este comentario tan banal, tan de crítico de fotografía, es porque, entre el encuentro con el perro y la contemplación de la foto que tomó mi hijo, han pasado dos años y mis emociones no han hecho sino incrementarse. En otras palabras, quisiera saber que el animal está bien, que encontró “un dueño” (¡que expresión tan reaccionaria!), que tiene quien lo cuide. Las líneas diagonales, en verdad, no importan tanto como parece en la foto.


*Pertenecen a su libro Fotografías imaginadas y otros encuadres. Caobo Ediciones. 2019.


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