Márgara Russotto | Vasco Szinetar

Por LEONARDO RODRÍGUEZ

Durante la década de 1920, abogado en Caracas procedente de una ciudad a orillas del Caribe, José Antonio Ramos Sucre inventó la poesía moderna venezolana. La inaugura, sin decretarlo, en base a la elipsis. Ese procedimiento retórico se muestra en sus poemas en prosa como fabulación alucinada, como suntuosidad enigmática de la expresión y como enmascaramiento dramático. «Ramos Sucre —apuntó Hanni Ossott— tuvo que inventar un país, un lenguaje y una resistencia frente a su presente». Transcurren los años del gobierno autocrático de Juan Vicente Gómez, tiempos ya petroleros, época asimismo de La Rotunda, cárcel emblemática del gomecismo. Pero ¿en qué consiste la invención ramosucreana? Quizá Ramos Sucre inventó no tanto un país como un paisaje exótico hasta lo fantástico, enfáticamente ajeno al entorno venezolano. Retazos de lugares librescos, borradura del contexto más próximo: el país inventado de Ramos Sucre se sitúa en esa entrelínea. El poeta crea explícitamente a partir de otras fábulas y máscaras; erosiona el valor de la autenticidad como fundamento de la escritura. Su mismo lenguaje se vuelve el escenario de un drama enigmático, en el que la máscara constituye acaso su forma más íntima de resistencia o invención. Disfraces de mago penitente, de escriba medievalista, de Fausto ya condenado: pareciera que esas y otras personas eran capítulos de un proceso vertiginoso de despojamiento. La poesía en Ramos se vuelve palabra dicha entre espejos inciertos. Dejó tres libros publicados: La Torre de Timón (1921), Las Formas del Fuego (1929) y El Cielo de Esmalte (1929).

Lo que en Ramos Sucre es sarcasmo metafísico, en Juan Sánchez Peláez (1922-2003) es ironía, incluso dubitativa. Su poesía es una continua, irónica, apenas digresiva confidencia amorosa. La alteridad imaginada ya no es la goyesca autoridad ramosucreana sino la intimidad del amante, solitario o no. “8000 demonios ocultos / Nos gritan que el insomnio / Es tierra de exilio, sin leopardos ni ríos”, se lee en un poema de Animal de costumbre (1959). El contexto de Sánchez Peláez se torna metafórico como vigilia nocturna, profusa pero discretísimamente endemoniada; el paisaje más bien fabuloso del trópico acude de manera espectral. En libros como Filiación oscura (1966) o Por cual causa o nostalgia (1981), el desenfado metafórico de su poesía se alía a un extrañamiento (un insomnio) no solo dramático sino ontológico. Sánchez Peláez descree de la máscara en tanto pura exterioridad. Le interesa más bien una cierta sintaxis íntima, donde los papeles se disuelven o emborronan o se intercambian casi puerilmente. El juego, el deseo que se nombra tentativamente en su oscuro objeto, antes que la furia. A Sánchez Peláez le importa por lo mismo la alianza quizá improbable entre el verbo y la carne; la palabra es deseante, el cuerpo es el lugar primordial de los signos. La metáfora es lo que une a la nominación y a la carnalidad. La figura de la alteridad es amorosa y se llama Elena o Malena. Sánchez Peláez habita acompañado las entrelíneas del poema: es suya la voz y también de su amante o amada. ¿No es el poema esa tensión entre confidencia y escucha? ¿Quién, en verdad, habla en estos poemas? Ya no es una máscara dramática sino una voz fluctuante, opaca. Se trata de un escueto teatro en extremo hospitalario con los fantasmas, en suspenso: “Aunque la palabra sea sombra en medio, hogar en el aire, soy otro, más libre, cuando me veo atado a ella, en el alba o en la tempestad” (Rasgos comunes). Por decirlo de forma panfletaria: la voz de Sánchez Peláez es la afirmación de una libertad poética inusitada, acaso el aire sobre el aire que no siempre se ha respirado en el país.

Mientras Sánchez Peláez atisba el significado a partir de la condición enigmática del deseo, Alfredo Silva Estrada (1933-2009) propone una ininterrumpida, laberíntica meditación sobre el enigma del estar en el mundo. Si Sánchez Peláez se inscribe en el furor metafórico de Rimbaud y de los surrealistas no solo franceses sino de los poetas del grupo chileno Mandrágora, Silva Estrada es además intérprete operativo del lance de dados mallarmeano. La poesía es para él un arte combinatoria. Según Rafael Castillo Zapata “una parte de él se debe por entero al goce de lo imprevisible, la otra al rigor de la estructura”. Se podría decir al revés también: una parte suya se entrega al juego de la composición, otra a los acertijos del acaso. Pero el agente poético —mitad fantasma afectivo, mitad presencia carnal— es sobre todo un morador y la poesía es la casa —a la simbólica intemperie moderna— del lenguaje. Construir en la vacilación, en lo incierto; afirmarse ante el espacio hostil; nombrar el lugar a partir del morador. La metáfora operativa de esta apuesta son las puertas: “Infinito en los ojos / a través de la puerta entreabierta”. La palabra poética es no tanto una vía sino un eje de revelación, pero revelación paradójica: “Abertura que sostiene”, “desasimiento envolvente”, “designación innominada”. La conciencia de la opacidad del lenguaje es ya una primera forma de revelación. Su obra acompaña aquel péndulo que tanto celebrara en Paul Valéry (de quien tradujo La joven Parca): entre el sonido y el sentido, entre la presencia y la ausencia, entre la espera del poema y su cumplimiento irradiante. Hay una arquitectura simbólica en esta obra y su invención es de umbrales, donde el umbral es el intersticio del habitar, no solo el habitar en el espacio sino en el tiempo, los respiraderos del día. “El pensamiento contenido en el poema no terminará nunca de revelarse”, escribió en La palabra transmutada (1989). En ese mismo texto, sobre Rimbaud: “Su compromiso es total con la totalidad que lo interroga y que él interroga en todas direcciones hasta el peligro de una completa ausencia de fundamentos”. En Silva Estrada la poesía es una invitación al desciframiento, pero un desciframiento resonante, una escucha secreta. En De bichos exaltado (1992) saluda con comicidad inusitada ya no a los moradores vertebrados o del afecto sino a ciertos visitantes artrópodos. Esta es la medida de la hospitalidad silvaestradiana.

Hay en la poesía de Rafael Cadenas (1930) una interrogación ética fundamental. Esto se muestra ya en sus primeros libros, en los que la experiencia de la opresión política y luego del exilio en Trinidad (son los años cincuenta: dictadura de Marcos Pérez Jiménez, Cadenas militaba en el Partido Comunista) es el punto de partida. “País mío, quisiera / llevarte / una flor sorprendente”, se lee en su juvenil Una isla. En ese mismo libro escribe: “El exiliado deplora las patrias. Rehúye escisiones. Se encamina hacia el instante. / Comienza a ver”. La trayectoria política en Cadenas conduce a una crítica del ocultamiento del ser. Ya no hay solo mascarada auto derogatoria como en Ramos Sucre ni actuación deseante como en Sánchez Peláez sino ejercicio (incluso gimnasia sarcástica) de desenmascaramiento. El instante es el reino prometido de la poesía, accesible bajo condición de despojamiento del poeta, un reino abierto a todos los puntos cardinales. En Cadenas la poesía no constituye un simulacro mágico ni una inscripción elíptica de la historia. Es un reconocimiento de la presencia: “Veo otra ruta, la ruta del instante, la ruta de la atención”. Es una vía hacia la atención, sí, pero también una atención que se inventa. No se trata apenas de una disciplina verbal sino de una aventura espiritual. De allí su simpatía por los místicos españoles (es particularmente notable su lectura de San Juan de la Cruz) y aun por el budismo zen. Su poética es un ritual de ascesis: “No de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni añadir brillos a lo que es. / Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir verdad. Seamos reales”. La severa interrogación ética de Cadenas coincide con un generoso deseo de realidad. La alteridad de la poesía es el mundo, la ofrenda inabarcable del existir. Detesta las torres de marfil, en las que incluye a la ideología política y los fastos comunicacionales. Pero si descree de los simulacros es para mejor celebrar lo mínimo: “Realidad, una migaja de tu mesa es suficiente”. En Cadenas lo real es el lugar del esplendor. Hacerse digno de ese esplendor a través de la palabra es quizá su más íntimo propósito.

Antonia Palacios (1904-2001) se acerca cronológicamente más a la generación de Ramos Sucre, pero su obra poética se despliega en un momento ulterior: su primer libro de poesía, Textos del desalojo, es de comienzos de los años setenta. Pero quizá se advierte en su obra poética un aire de familia con la implacable angustia ramosucreana, una desolación definitiva y casi obsesiva exorcizada en sus monólogos. Exorcizada, quizá sea necesario agregar, de una manera discretamente teatral, de quien ensaya su parte tras bambalinas. La poesía de Antonia Palacios es una pieza de una sola máscara. Este es el papel que ha venido a representar. Desde aquel septuagenario libro inicial hasta Ese oscuro animal del sueño (1988), su poesía es el decir del morir en carne viva, la auto representación casi paródica de una ceremonia fúnebre. De ese modo, Antonia Palacios recupera el fulgor de la persona dramática (casi siempre conflictiva en la poesía venezolana), acaso su defensa frente a una disolución amenazante. En la palabra poética, parece postular, hay un velo. Es el reconocimiento de ese velo, de ese pudor acaso farsesco de la identidad, lo que hace posible la expresión poética. ¿Qué hay, qué se oculta, detrás del velo? ¿Acaso una simbólica, muda calavera? No hay sino preguntas sin respuesta: “¿Dónde quedó mi herida, la enrojecida flor de mi herida que apenas brilló un instante a la lumbre del relámpago?” (Textos del desalojo). El velo de la voz es su teatro propicio, su afirmación insomne. Ha venido a nombrar su propia muerte, su propia finitud. Pero también sus fulgores: “Estoy muriendo… Y de pronto parece que la muerte alumbra. Que es solo sombra el sueño de la vida, que el aire de la vida es soplo muerto, vacuo estrépito el grito del amor”. En Antonia Palacios el lenguaje se desdobla, se eriza de miedo o dolor o extrañamiento; el yo vive entre ruinas, sin lugar ya. La poesía de Antonia Palacios es de pérdida, un treno solitario; en ese despojamiento se afirma una fulgurante introspección. La figuración teatral (incluso de la voz desfalleciente que habla en sus poemas) es también una forma de resistencia. Su afirmación irónica de la duplicidad implica una defensa de la metáfora.

Antonia Palacios | Vasco Szinetar

Al contrario de Sánchez Peláez, en la poesía de Eugenio Montejo (1938-2008) el paisaje aparece antes como espectacularidad gnóstica que como espectro. Se trata de un emplazamiento que desborda el país: sin borrarlo lo borra. En esto es quizá un continuador de Vicente Gerbasi (1913-1992), cuyo Mi padre, el inmigrante (1945) es una intensa gravitación en la poesía venezolana. Pero Montejo no es tanto un poeta territorial sino terrestre; abertura al mundo, más que selva primigenia o jardín privado. El título de uno de sus libros define emblemáticamente esa relación: Terredad (1978). Para Montejo, la tierra (con sus estaciones, árboles, acasos) es lo que nos define como criaturas. Suyo es un sentimiento de fraternidad y aun reverencia a partir de ese reconocimiento. El poeta se reconoce en la rotación y la convivencia geológica. La gran página es la tierra y lo que ocurre en las entrelíneas es la vida humana, con sus fulgores, apagamientos, vanas o menos vanas desmesuras: “Mira setiembre: nada se ha perdido con fiarnos de las hojas. / La juventud vino y se fue, los árboles no se movieron. / El hermano al morir te quemó en llanto / pero el sol continúa”, se dice en “Setiembre” del referido poemario. Es elegíaco el tono predominante en Montejo (al menos de la poesía que firmó con ese nombre: fue también poeta de heterónimos) pero también de afirmación de un misterio fundado en la irradiación telúrica. Esta atención reverente a lo real lo aproxima a Cadenas, aunque sin su ascesis filosófica; también al naturalismo meditativo de Alejandro Oliveros (con quien editó en los años setenta algunos números de la revista Poesía). Pero Montejo apuesta a una sacralidad ausente en los otros: en los hábitos cotidianos, en la tierra residen los “dioses profundos”. A ellos hay que volver, “silenciosos dioses prácticos / ocultos en la porosidad de las cosas”. Puede ser que en Montejo el deseo poético consista sobre todo en ese atender a los dioses silenciosos, incluso en la celebración de “esa tierra que no atormenta con la muerte, / sino con la belleza” (Fábula del escriba). La escucha es quizá su forma más exaltada de reverencia.

La poesía de Márgara Russotto (1946) también participa de una cierta soberanía de la realidad. Eso quiere decir que el mundo es la metáfora final, el material y el término de sus elipsis poéticas. Pero su realidad es diferente a la de los poetas anteriores; consiste en una crónica muy suya ya desde Epica mínima, la de la familia inmigrante italiana, la de la corte universitaria, la del deseo y la soledad femeninas, la de la maternidad. Salvo Márgara Russotto, ninguno de los poetas de esta muestra es o se consideran o juega a ser épicos. Pero su épica es una crónica muy personal elevada a la categoría de aventura. Su menstruo es una suspensión del transcurso de la historia; un insomnio. Pero le interesa escribir, reafirmar, su propia historia, ya no condicionada a la sanción canónica europea. La identidad no es una vergüenza ni de desconfianza sino todo lo contrario: motivo de afirmación, conquista, soberanía. A menudo, sí, se disfraza de mujer que apostrofa: “Te ruego señor / alivia / a los suicidas que pasan / gritando por mi casa”. O de una madre que le escribe una carta a su hijo en Italia fechada en Caracas 1958, un año antes de la instauración de la democracia en el país: “Caro figlio mio adorato. / Tutti bene. Questo país é una vaina. / Tuo padre se fue con una negra asquerosa. / Pero volverá. / Aquí no falta el dinero / ma el agua sabe a petróleo”. Hay otras mujeres (una bibliotecaria, una profesora de literatura, quizá de teoría literaria) que se dirige a alguien que no está. La épica de Russotto es una crónica de soledad, pero soledad plural, en verdad un sucinto teatro portátil. ¿Desdoblamiento? ¿Performatividad? ¿Intertextualidad proliferante? ¿Transculturación? De seguro. Pero también exposición, carnalidad, confidencia, irreverencia. El prosaísmo poético de Russotto desdeña el pathos para afirmar una subjetividad en tensión con un momento histórico y un entorno concreto. Su aventura consiste en darle rostros, sentimiento, ironía a esa relación.

En 1979 la editorial Fundarte publicó Memoria en ausencia de imagen Memoria del cuerpo de Hanni Ossott (1946-2002), una de las más destacadas reflexiones sobre poesía producida en Venezuela. Ossott está en las antípodas de Russotto: donde esta última quiere nombrar la singularidad dentro de un marco histórico específico (la Venezuela de los años posteriores a la caída de la dictadura vista por una descendiente de inmigrantes italianos), Ossott insiste en zafarse de cualquier marco historicista). La “acción poetizante”, para ella, rebasa el campo de la técnica y aun del relato histórico. “El arte es vía para el movimiento de un cuerpo en deseo de lo libre”, escribió. Como para Cadenas, la poesía es una peripecia del espíritu antes que una inscripción irónica en la historia. Pero Ossott es todavía más reacia al enmarcamiento que Cadenas, quien propone con fervor una pertenencia a la realidad. Ossott parece descreer de la realidad como convención; no hay en ella ninguna fe por lo dado o lo convenido: “Civilización es dominio, elaborar, y sobre todo, fe en el dominio absoluto”. Este rechazo incluye desde luego al lenguaje de tal dominio. La poesía es el lugar del rapto y el desasosiego; memoria simbólica de la herida. De allí que su poesía sea una anti-técnica, a la vez afirmación y disolución en la intensidad del ser. En Hanni Ossott poeta es aquel que sucumbe ante el canto abismal de las sirenas: “Infinita, soy esta arena / lo que me borra / lo que quiero ser” (Cielo, tu arco grande). Es la voz de la devastadora sublimidad rilkeana pero también de la crónica patológica: “La enfermedad es el vivir / la única / La enfermedad es el cuerpo / y las pastillas no sirven de mucho”. Éxtasis y fármaco: confesión trágica, a veces tragicómica. Pero también apuesta de comunión sin ilusiones: “Lo más difícil es convertir el desamparo en la posibilidad de la fiesta”.

En la poesía de Yolanda Pantin (1954) confluyen varias corrientes estéticas. En sus poemas se encuentran la épica mínima de Russotto y también el naturalismo celebratorio de Montejo; el detalle cotidiano de la poesía norteamericana conversacional y la tragicidad de la poesía rusa del período estalinista. En País (2007) este último trazo aparece con deliberación definitoria. Los ritmos entrecortados perduran, así como la reverencia por el territorio y el apego por los detalles cotidianos. Pero ahora la visión es trágica, incluso fantasmagórica. “-¿Qué has hecho? // -Claudicar… Temo verme en un espejo, me humillaría. Pero en el futuro, por cuya idea existo, soy otro”, se lee en “Cumaná” del libro aludido. País es un vasto retablo de voces, una tela hecha de fragmentos de conversaciones, de entrelíneas históricas. Pero se trata de coloquios fantasmas, tenues declaraciones de ultratumba. No es exactamente un tono épico sino trágico lo que resuena en esos coloquios. La desventura posterior a la guerra, no la aventura bélica. Pero es igualmente una indagación del héroe, que solo se puede ver en un espejo diminuto, casi una astilla. Ese espejo es la página que le tiende Pantin.  Su país es un espejo trágico de la historia venezolana, una historia de familia recorrida con dolor e ironía. Es un país donde la soledad es la metáfora de la negación de la alteridad: “Al negarse a los espejos, / el vampiro se niega a sí mismo, / pero niega también la existencia del otro”, dice en el poema “Soledades”. Esa negación es el centro de la tragedia lírica de Pantin. La tragicidad opera como un llamado a la responsabilidad colectiva. Su producción poética comprende, entre otros títulos: Correo del corazón (1985), Los bajos sentimientos (1993), El hueso pélvico (2002) y Lo que hace el tiempo (2017).

Igor Barreto (1952) comparte con Yolanda Pantin algunas afinidades poéticas, en un comienzo su pasión por la poesía norteamericana y luego por la poesía rusa. Pero en El muro de Mandelshtam (2017) se postula no tanto una tragicidad gótica sino una épica invertida, por no decir grotesca. En la poesía de Barreto la desventura histórica (y es también una poesía inscrita en la historia) no parece esperar reparación o reconocimiento colectivo. Se muestra la deformación entre fabulosa y macabra de una experiencia colectiva y esa deformidad es una máscara compartida. Se está en un estadio anterior a la legalidad, un ámbito simbólicamente infernal: Caracas es la “capital del rencor”. Y es en esa ciudad sin amor donde aparece esa reencarnación de Ossip Mandelshtam, el poeta ruso que recitaba a Dante en su exilio siberiano, acaso a manera de discreto, posible testigo sacrificial de la debacle civilizatoria que es el país de Barreto. La crónica histórica se alía a un cierto horror naturalizado. Los espectros ahora hablan, cuentan: son los héroes que acuden al oído del poeta-testigo. Es, a su modo, poesía de los hechos. Pero, hechos a menudo fantasmagóricos. Si Ramos Sucre inventó la elipsis histórica, en Barreto una cierta sobrenaturalidad alegórica impregna la materia poética. Su Caracas es también una ciudad —en una saga abierta por Sánchez Peláez— acogedora con los fantasmas. En esto consiste acaso su muy generosa venganza.

Esta muestra no es un archivo catalográfico, sino una invitación a la lectura, casi una play-list ahora veloz o arbitrariamente razonada. Comienza con “El fugitivo” de Ramos Sucre y termina con “Bösendorfer” de Igor Barreto. Propone una polifonía antes que un coro; una conversación sin concierto antes que una historia. También un juego contrafactual: es como si estuviesen escribiendo a la vez en este momento. Los poetas incluidos conforman antes una troupe que un canon fijo, un arca del diluvio. Pero la muestra parte de una cierta apuesta por la sobrevivencia de la expresión poética. Se podría componer otras tantas muestras con otros poetas venezolanos fundamentales: Enriqueta Arvelo Larriva, Vicente Gerbasi, Elisabeth Schön, Ramón Palomares, Alejandro Oliveros, Luis Alberto Crespo, William Osuna, Santos López, Jacqueline Goldberg, Gabriela Kizer y otros.

Si en Ramos Sucre la experiencia incluso política es una entrelínea posible, los últimos poetas proponen la experiencia como bordado visible y el tejido mítico o metafísico como silencio. Hanni Ossott es un punto de intersección entre esos dos polos. La figura de la máscara parece ser una constante tensa de esta poesía. El extrañamiento maravillado y doloroso frente al entorno también. El lenguaje se configura como instancia soberana de la posibilidad.

En un ensayo de 1996, Eugenio Montejo escribió: “La voz de la poesía, la voz central a través de las edades, no se encuentra en el centro de nuestro tiempo”. Quizá no ya, si acaso lo fue alguna vez en Venezuela, una voz central pero sí entrelíneas enigmáticas de una página demasiadas veces pétrea. Esta muestra quisiera llamar la atención tanto sobre esa página como sobre esas entrelíneas.


*La traducción de los poemas estuvo a cargo de Chayenne Mubarak, Pacelli Dias Alves de Souza, Fernanda Lobo y Barbara Zocal, del Laboratorio de Traducción de la editorial Malha Fina Cartonera, auspiciada por la Universidad de São Paulo.


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