Andrés Eloy Blanco. Discurso en Nuevo Circo, 1941 / Fundación Rómulo Betancourt

Por MIGUEL OTERO SILVA

Bien está la cabeza del gran poeta, sembrada en esta tierra donde nació y comenzó a crecer vertical y lleno de cantos como un árbol. Bien está aquí su cabeza de regreso, para que el sol del Caribe relampaguee en la quilla de su perfil marinero, para que la luna cumanesa abreve luz más diáfana en la luz de su frente, para que el viento le renueve en los labios el dulzor de las uvas y la sal de las salinas. Quien aquí naciera antes de carne, sangre y huesos, renace ahora en bronce por milagrosa hazaña de su poesía, y está presente y vivo en nuestras palabras y en nuestro llanto porque ni la muerte misma ha logrado acallar el latido de su generoso corazón.

Andrés Eloy Blanco fue, como acaba de decirlo el maestro Gallegos, y como habrá que repetirlo cuantas veces se intente avaluar su contenido, poeta y hombre. Fue poeta de tan anchuroso vuelo, de tan preciosa y singular personalidad, de tan desgarrada sinceridad en la creación, de tan agua de lágrimas su ternura, de tan rosales de candela sus pasiones, que si se hubiese limitado en vida a ser tan solo eso, un poeta, su obra poética habría bastado para merecer este homenaje del bronce y el otro homenaje de amor y orgullo con que el pueblo venezolano pronuncia su nombre y murmura sus cantos. Y fue al mismo tiempo hombre de tan templadas fibras, ciudadano de tan limpia hidalguía, combatiente de pecho tan sin miedo, vencedor de tan noble perdón, vencido de tan altiva valentía, que así no hubiese alzado vuelo de su mente uno solo de sus versos admirables y así hubiese vivido como nunca vivió privado del don de la poesía, también estaríamos nosotros hablando hoy a la vera de su busto o de su estatua, para exaltar sus virtudes civiles y su afán de inmolarse por una patria que parecía en naufragio y por una libertad que parecía sepultada en el fango para siempre.

Hablaremos primero del poeta. No de «un poeta» pura y simplemente, tampoco de «un gran poeta», sino de este que es, como no lo es ningún otro del pasado o del presente, «el poeta» del pueblo venezolano. Venezuela era un camino, en verdad, que andaba buscando su poeta desde que comenzó a vivir como nación libre. Y que no llegó a encontrarlo, fuerza es reconocerlo, ni en las espléndidas estrofas clásicas de don Andrés Bello, ni en la depurada y conmovedora marejada romántica de Pérez Bonalde, ni en el aquilatado y luminoso nativismo de Lazo Martí, ni en el armonioso estallido de nuestros mejores modernistas, ni en el torrente multiforme de las últimas generaciones. Son todos poetas legítimos, grandes poetas algunos de ellos. Pero ninguno es, como lo es a todo trance Andrés Eloy Blanco, el poeta de este pueblo y de esta tierra, el poeta cuyos versos repetimos los venezolanos a media voz cuando amamos, cuando sufrimos y cuando combatimos.

La cualidad esencial de su obra poética, la que la hace perdurar en las manos de todos, es que sabe integrar en un mismo cántaro la calidad y la sencillez, llegar con las mismas palabras a las élites intelectuales y a las masas, satisfacer al crítico y emocionar al ignorante, ceñirse a los rigores del más puro verso castellano y confundirse con el palabreo de los humildes. Para el sabio y para el iletrado es decir amor, decir:

«no sé si me olvidarás

ni si es amor este miedo»; 

 

para el sabio y para el iletrado es decir patria, decir:

 

‘Una balandra que soñó un gran viaje 

y envejeció lavándose las velas’; 

 

y todos, sabios e iletrados, artistas y mercaderes, sentimos más honda la muerte de la madre propia cuando decimos:

 

‘El mundo de tu amor salió a la puerta 

y el silencio de un hijo que lloraba

metió el pinar en tu cajón de muerta». 

 

La poesía de Andrés Eloy Blanco transita los más diversos rumbos, se orienta por las pautas de las más variadas escuelas, sin arriar jamás su elevada grímpola de calidad y sin enturbiar nunca el agua clara de su sencillez. Resuena épica y cósmica en el Canto a España o en el Río de las Siete Estrellas, se encrespa amorosa en los sextetos arrogantes del Dulce Mal o se arremansa en la ternura definitiva que lo unirá para siempre a Giraluna, combate a pecho descubierto en el clamor acorralado del Barco de Piedra o en la protesta febril de la Juanabautista, clava el aguijón genial de su ironía cuando revuelan ágiles y punzantes sus versos humorísticos, eleva a encumbradas cimas artísticas los vocablos y las formas populares en las décimas cálidas de sus Palabreos, logra su más alto diapasón de poeta en el llanto clamoroso de sus Elegías y esculpe en el Canto a los Hijos el gallardo testamento lírico de quien espera a la muerte con la frente sin mancha y las pupilas sin odios. A veces recuerda a los clásicos españoles del Siglo de Oro, otras se esfuerza por encontrar al modernismo una salida humana y americana; en unos poemas rompe moldes y preceptos para izar bandera de juventud y de rebeldía enrolado en las filas de la vanguardia, en otros se expresa con la métrica octosílaba tradicional de nuestro pueblo; en su obra primera alardea de una prodigiosa desenvoltura de juglar, y en su madurez canta con tal hondura y tal sosiego que sus versos llegan a los más profundos socavones del espíritu. Pero tantas y tan distintas expresiones se tienden ante nuestros ojos con la perfecta unidad de un arcoíris, porque toda esa trayectoria poética tiene en común la mano, la mente y el corazón que la trazaron: la mano firme del artesano que conoce y domina limpiamente y sin trucos las normas de su oficio, la mente avizora y creadora del poeta abridor de caminos, y el corazón resuelto que se volcaba en la obra como se volcaba en la vida. Quiero decir la mano, la mente y el corazón de Andrés Eloy Blanco.

 

Su primer atributo heroico fue la impávida, que digo impávida, la alborozada resignación de sus renuncias. A cuanto fuera necesario renunció el poeta para cumplir sin trabas el cometido riguroso de servir a su pueblo que se había impuesto. Renunció a los laureles que le ornaban la frente, a la tibia dulzura de las mujeres que lo amaban, al embriagador rumoreo de la popularidad sin sacrificios, a las reverencias de la crítica y a los sillones de las Academias, para cambiarlo todo por el tormento del cepo en la Rotunda, y por un par de grillos en el Castillo de Puerto Cabello. Nadie le pidió que lo hiciera, nadie lo llamó al vivac de los combatientes. A Venezuela le parecía que había cumplido cabalmente con sus deberes ciudadanos por el solo hecho de ser un gran poeta. Sin embargo, ese poeta joven pero famoso ya entre los países de habla española, abogado graduado ya y en ejercicio, buscó su puesto silenciosamente entre el estudiantado insurgente, tendió sus tobillos al remache brutal del cabo de presos, dobló su saco para que le sirviera de almohada y se acostó a pensar y a soñar durante cinco años en la tiniebla de un calabozo.

 

Y no salió arrepentido. Andrés Eloy Blanco no se arrepintió nunca de su valentía, ni de su honestidad, ni de sus padecimientos. Por el contrario, una vez más volvieron a tenderse ante su vida dos caminos: el camino cómodo y honorable de ser ministro o de hacer dinero rectamente, de recibir una merecida recompensa tras las persecuciones y las cárceles sufridas; y el otro camino áspero de continuar en la lucha fatigante y riesgosa metido entre las huestes sudorosas del pueblo. Andrés Eloy Blanco renunció de nuevo y echó de nuevo alegremente por los espinos. Y por los espinos anduvo, dejando en jirones las vestiduras y la piel, pero haciendo florecer el zarzal con la llovizna de su alegría, hasta que en mitad de los espinos le sorprendió la muerte.

 

El otro atributo heroico de Andrés Eloy Blanco, aguja guiadora de sus pasos y de su pensamiento, fue la generosidad. Era un combatiente que, aunque peleaba resueltamente por su pueblo, no peleaba vindicativamente contra nadie. Martiano por poeta y por justo, cultivaba la rosa blanca de Martí para amigos y enemigos, y si alguien le odió en vida fue solamente el envidioso y el mezquino, porque nunca su mano le causó daño a nadie y jamás su palabra fue látigo punitivo. Porque vivió una vida libertada de enconos y de resentimientos, porque la bondad le fluía del alma como fluye la leche del pecho de las madres, tuvo autoridad para legar a sus hijos, en su hermoso canto testamentario, aquellos imborrables consejos de viril mansedumbre y de austera magnanimidad:

 

«Lo que hay que ser es mejor 

y no decir que se es bueno». 

 

«Lo que hay que hacer es dar más 

y no decir que se ha dado». 

 

«Por mí ni un odio, hijo mío, 

ni un solo rencor por mí». 

 

En Venezuela han sucedido muchas cosas gloriosas después de la muerte de Andrés Eloy Blanco. La historia nos ha obligado a hablar de unidad nacional. El acoso de una dictadura implacable nos impulsó a realizar la unidad nacional como fórmula lógica de salvaguardar la democracia, de arrancar definitivamente a nuestra república de las garras de una minoría brutal y usurpadora que la ha esclavizado y exprimido durante siglo y medio. Y sería injusticia evidente olvidar por un segundo que esa unidad nacional que estamos descubriendo ahora la predicó siempre Andrés Eloy Blanco y la practicó siempre, aún en las coyunturas más enconadas de la lucha política y aún en mitad del fragor de las más hondas divisiones entre las fuerzas democráticas. En medio de la batahola de denuestos, emergiendo por encima del sectarismo y de la incomprensión de sus adversarios o de sus copartidarios, surgió siempre la mano armonizadora del poeta, la gracia cordial de sus epigramas sin veneno, la palabra reposada y sin tacha inquiriendo con amarga ingenuidad: ¿Cuándo terminará la pelea entre nosotros, para comenzar en serio la pelea contra nuestros enemigos?

 

Consecuente con tales principios intentó infructuosamente, desde la presidencia de la Asamblea Constituyente, echar las bases de una unidad nacional que solo vino a entenderse y a lograrse después de su muerte. Garrafalmente equivocados andaban quienes afirmaban, y no eran pocos por cierto, que Andrés Eloy Blanco era tan buen poeta como mal político. Era un gran poeta sí, digo yo, pero también un político de estatura y visión extraordinarias. Un gran político que promulgó y puso en práctica antes que nadie la consigna unitaria que habría de liberar a nuestro pueblo de sus más torvos enemigos, un gran político que —de haberse escuchado y atendido sus admoniciones de unidad y de armonía— este país se habría ahorrado muchos años de oprobio, de amargura y de muerte.

 

Pero no llegó a ver la unidad de su pueblo, como no llegó a ver «el día de soltar los prisioneros», ni tantas otras cosas con que soñara su pecho revolucionario y justo. Murió en el destierro, como había previsto en su Canto a los Hijos, y nos dejó a todos como invalorable herencia el caudal sin bajíos de su poesía y el árbol empinado de su ejemplo. Nos duele su muerte por cuanto lo queríamos, por lo que fue y por lo que hizo. Y también nos duele su muerte por lo que no alcanzó a realizar y por lo que no logró ver. Nos duele su muerte porque detuvo su mano cuando estaba escribiendo sus mejores versos, cuando le faltaba por andar un trecho luminoso y fecundo, cuando le faltaba a América recibir la cosecha prodigiosa de la obra que no llegó a escribir. Nos duele su muerte porque no llegó a enterarse, como él merecía para morir gozosamente, de la arrolladora rebelión de su pueblo, de la huida cobarde de los tiranos siniestros, del triunfo fulgurante de la libertad y de la justicia. Nos duele su muerte porque ella le tronchó el propósito de perdonar una vez más a sus enemigos, de ser nuevamente generoso para quienes con él fueron ruines y malvados. Nos duele su muerte porque ella le cerró los ojos y no puede mirar, como él lo soñaba y lo requería, a todos los venezolanos de buena voluntad hermanados bajo una misma bandera de liberación. Nos duele su muerte porque sabemos cuánto habría luchado, de estar presente y vivo, para conservar esa unidad y hacer más firmes los lazos de patria que nos ligan. Nos duele su muerte porque a esta democracia venezolana, a esta libertad venezolana, les hace falta algo para ser sentidas íntegramente como verdadera democracia y como verdadera libertad. Les hace falta la gracia de Andrés Eloy, la sonrisa de Andrés Eloy, la voz de Andrés Eloy, su presencia física en la tribuna y en la calle, la sabrosa pimienta de su alegría poniendo una lucecita de cocuyo en el corazón de su Juan Bimba.

 

Pueblo de Cumaná:

 

Con el más justo orgullo, que es el orgullo de las madres, Cumaná se ha adelantado a rendir tributo de gloria a este gran hijo suyo, que es también gran figura de Venezuela y de América. Este busto y esta plaza son el gesto inicial del homenaje plenario que Venezuela debe a Andrés Eloy Blanco. Mas no se requiere ser un visionario para predecir que su imagen tan noble de poeta y de combatiente habrá de agigantarse entre las manos del tiempo y llegará a perpetuarse, no solamente en el lenguaje del bronce y de la piedra, sino a la par en el amor y en el respeto de las nuevas generaciones que es la mejor manera de vivir por los siglos de los siglos.


*Tomado del libro Homenaje al poeta Andrés Eloy Blanco, Publicaciones de la Embajada de Venezuela en Chile, Número 6, agosto de 1962. Entonces el embajador era el vicealmirante Wolfang Larrazábal Ugueto.


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