Javier Téllez / Cortesía del autor

Por JAVIER TÉLLEZ

Ambulancias

Imposible ignorar la frecuencia con que las ambulancias perturban el silencio de la ciudad durante la cuarentena. Desde que el COVID-19 se apoderó de Nueva York, esas sirenas intermitentes son la señal del duelo que ensombrece la ciudad. Cada vez que oigo pasar las ambulancias pienso en el viaje sin retorno de algunos de sus pasajeros, y recuerdo los versos del poema de William Carlos Williams que refieren a las últimas palabras que le oyó decir a su abuela:

“En el camino

pasamos frente una larga hilera

de olmos. Los miró

por un rato detrás

de la ventana de la ambulancia y dijo,

¿Qué son todas

esas cosas peludas de allá afuera?

¿Son árboles? Pues ya

me tienen harta, y volteó la cabeza”.

 

Caminando

Nunca hemos sido tan conscientes del cuerpo como ahora, especialmente cuando deambulamos en el espacio público después de días de encierro. Con la mayor parte de los negocios cerrados, las calles desiertas y sin vehículos, Nueva York es una ciudad abandonada que parece haber sido ocupada por fantasmas que se repelen entre sí como imanes contrariados. Aunque la proximidad de otras personas plantea un riesgo a nuestra salud, es una proximidad que deseamos, el otro es al mismo tiempo nuestro amigo y nuestro enemigo. Solo podemos soñar con la posibilidad de un abrazo fraternal, que ocurrirá en un futuro que esperamos sea cercano. Caminamos por la ciudad como si arrastrásemos una jaula invisible de 2 por 2 metros que nos rodea. Sí, es cierto: “Estamos todos juntos en esto”, pero juntos en nuestra soledad.

Guantes

Sé que la mayoría de la gente se enfurece al ver guantes de látex tirados por todas partes, y estoy completamente de acuerdo con las razones de su enojo. No obstante debo confesar que me gusta encontrarlos en las calles y aceras de la ciudad. Hay una extrañeza inquietante en esos guantes que yacen inertes en el pavimento, no puedo evitar verlos como representaciones simbólicas de aquellos que mueren todos los días debido al virus. Esos guantes arrojados en las calles de Nueva York podrían constituir irónicamente el mejor monumento a las víctimas invisibles de la pandemia, es decir los trabajadores que se exponen al virus para obtener un salario miserable y cuyas vidas, tanto Trump como quienes lo apoyan, consideran desechables.

Historia

La Historia es una pesadilla de la que tratamos de despertar, dice Stephen Dedalus en el Ulises de Joyce. Chuang Tzu soñó que era una mariposa y al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa que estaba soñando que era Tzu. Quizás seamos nosotros la pesadilla que la Historia esta soñando. El sueño de la razón.

Los muertos

Es primavera en Nueva York y pensamos en las primeras líneas de El entierro de los muertos, la primera parte de La Tierra Baldía de T.S Eliot: «Abril es el mes más cruel» (April is the cruellest month). El número de muertos del COVID-19 sobrepasó los 15 mil en el estado de Nueva York y los pesimistas predicen incluso un número mayor antes que finalice el mes. La ciudad necesita enterrar a los muertos y se está quedando sin tiempo y espacio porque las morgues y las funerarias están abrumadas. Leí recientemente que Nueva York se está preparando para enterrar los cuerpos de aquellos que murieron por el virus en parcelas temporales en terrenos públicos hasta que los cementerios de la ciudad puedan darse abasto con el creciente número de muertos. La ciudad ya comenzó a enterrar los cuerpos no reclamados en trincheras en Hart Island, ubicada en la parte noreste del Bronx, como lo ha venido haciendo durante los últimos 150 años con personas que fallecen sin medios para cubrir sus servicios funerarios. Los hospitales tampoco pueden hacer frente a la cantidad de muertos, por lo que se instruye a los paramédicos de Nueva York que no lleven a las salas de emergencia a las personas que han sufrido un paro cardíaco, a menos que puedan reanimarlos. Para dar cabida a la gran cantidad de pacientes, los hospitales han construido tiendas al frente de los edificios para facilitar la realización de tests del COVID-19, requisito previo a la admisión. También han instalado camiones refrigerados en la parte posterior de los edificios como morgues temporales. Desgraciadamente esta es “la nueva normalidad” para los hospitales en la ciudad. Estos camiones refrigerados son el mismo tipo de vehículos que se estacionaban hace años en el distrito de empacadoras de carne llenos de bueyes destajados, solo que ahora están  repletos de cadáveres humanos. Quizás no haya mejor imagen para representar la tragedia del COVID-19 en Nueva York que estos camiones blancos fungiendo como morgues improvisadas. Si el país está en guerra debido a la pandemia, como a nuestros políticos les gusta decir, se trata de una guerra contra un enemigo invisible que no se deja fotografiar. Si uno abre un periódico o mira la televisión, notará la carencia de imágenes fuertes que puedan encapsular esta nueva guerra. No hay fotografías impactantes de cuerpos mutilados como los que estamos acostumbrados a ver en las guerras estadounidenses en el Medio Oriente, o ruinas para representar la ausencia de las víctimas como las mil imágenes que vimos de los escombros del World Trade Center después del 11 de septiembre. Tampoco hay imágenes de cuerpos demacrados como los que recordaremos por siempre de las víctimas de la crisis del VIH/SIDA. Las víctimas de nuestro drama actual tienen sus rostros enmascarados o están conectados a respiradores. Son percibidos como números sin rostros. Sabemos que un porcentaje muy grande de aquellos que están muriendo por el COVID-19 está conformado por minorías, principalmente hispanos y afroamericanos, una población invisible compuesta por marginados y personas que necesitan trabajar a diario para mantenerse a sí mismos y a sus familias, poniendo sus vidas en riesgo. Un riesgo que se magnifica debido a las condiciones de vida infrahumanas y la falta de acceso a los servicios de atención médica de las personas que se encuentran por debajo de la línea de pobreza en el país. La desproporción del impacto del COVID-19, que afecta más a hispanos y afroamericanos que a cualquier otra población, revela el racismo y la desigualdad sistemáticos en la nación.

Cuando veo fotos de estos grandes camiones refrigerados cargados con cadáveres envueltos en bolsas aparcados frente a los hospitales, no puedo evitar pensar que la mayoría de los cadáveres son de esas personas consideradas como «trabajadores esenciales», una población que es tratada irónicamente por el Estado como desechable. Como dice el verso de Dante apropiado por Eliot: «No había pensado que la muerte había deshecho tantos». (“si lunga tratta di gente, ch’io non avrei mai creduto che morte tanta n’avesse disfatta.”)

Los otros

¿Como tener paciencia con los negacionistas del COVID-19, que parecen ignorar la dimensión trágica de la pandemia? Un individualismo extremo afecta a aquellos que coincidiendo con Trump, cuestionan la necesidad de implementar la cuarentena general y estiman que la protección de la bolsa de valores, la acumulación del capital y el status quo son más importantes que la vida misma de los ciudadanos. Ciegamente justifican a toda costa la continuidad del ‘business as usual’, la reactivación de las industrias y el mercado que acelerarían, a niveles catastróficos, los casos de coronavirus, colapsando el sistema médico y diezmando parte de la población, especialmente a aquellos en la tercera edad, personas con inmunodeficiencia u otros vulnerables al virus. Esta insensibilidad frente al horror de lo que Franco «Bifo» Berardi denomina “ la Gerontomaquia” es inaceptable y debemos confrontarla enérgicamente.

Es recomendable la lectura de Emanuel Levinas, especialmente en estos momentos en que la empatía por el otro se revela urgentemente como una obligación ética. Escribió: “Amar al Otro, lo señala en su debilidad. La debilidad no indica aquí el grado inferior de un atributo cualquiera, la deficiencia relativa de una determinación común a mí y al otro. (…) Amar es temer por otro, socorrer a su debilidad”.

Rutinas

Considerando la tragedia que vivimos es inevitable que nos entreguemos a la melancolía. El número de víctimas del COVID-19 aumenta cada día, y la incertidumbre sobre el fin de la pandemia ensombrece nuestro espíritu y hace que el encierro sea más difícil de soportar. Sabemos que las rutinas ayudan a hacer frente a la vida cotidiana en épocas de aislamiento ya que esta es una práctica común en internados como prisiones, hospitales psiquiátricos, monasterios y cuarteles, donde el día a día se estructura en torno a tareas definidas temporalmente.

Así que durante las últimas tres semanas que he estado en un riguroso aislamiento, me levanto antes de las 7:30 am, me ducho, desayuno a las 8 am, trabajo, leo las noticias al mediodía, almuerzo a las 2 pm, salgo a caminar a las 3 pm, me desinfecto, trabajo, ceno a las 8 pm, trabajo, limpio la casa, saco la basura, me desinfecto, me ducho y luego leo antes de dormirme. Estos hábitos, día tras día, como si viviese en un monasterio, solo que en mi caso la devoción al arte sustituye las oraciones. Pero instaurar una rutina no garantiza que mantengamos a raya la tristeza y esto es algo que los monjes han sabido durante siglos. Uno de los peligros más comunes de la vida monástica es el demonio de la acedia. El monje cristiano Juan Casiano escribió en el 420 sobre lo que los griegos llaman ἀκηδία, y que él describe como tedio o ansiedad del corazón, comparándolo con el demonio meridiano mencionado en los salmos. Casiano relata lo que sucede cuando el demonio de la acedia toma posesión del alma infeliz del monje: «produce aversión por el lugar, por la celda, y desdén y desprecio por los hermanos que habitan con él o a poca distancia, como si fueran descuidados o no espirituales. También hace que el hombre sea perezoso y lento con respecto a todo tipo de trabajo, que debe hacerse dentro del recinto de su dormitorio (…) a menudo entra y sale de su celda, y con frecuencia mira hacia el sol, como si el atardecer fuera demasiado lento, por lo que una especie de confusión mental irrazonable se apodera de él como una horrible oscuridad».

Al igual que estos monjes, soy visitado frecuentemente por el demonio de la acedia y toda la estructura que he construido con mis rutinas se desmorona como un castillo de arena. En lugar de repudiar al demonio, lo recibo sin hostilidad para observarlo en detalle cada vez que manifiesta su presencia. Por ello descubrí que el demonio también sigue una rutina propia, y sus acciones son tan previsibles como un acto teatral que conocemos demasiado bien, ya que lo hemos visto con anterioridad. Solo cuando puedo alcanzar este nivel de consciencia, el demonio de la acedia se vuelve inofensivo y puedo continuar con mis actividades.

Supermercado

Nunca imaginé que ir al supermercado iba a convertirse en  una cuestión de vida o muerte. La compra de comestibles en Nueva York es hoy una actividad de alto riesgo. Uno necesita estar rigurosamente preparado para ello, casi como un astronauta que acaba de aterrizar en un planeta desconocido. Desde que la pandemia transformó la ciudad, no es difícil imaginar nuestras casas como naves espaciales; somos extremadamente conscientes de la separación entre el interior y el exterior de nuestras moradas. Veo la entrada a mi apartamento como un espacio de alta seguridad que me protege de una posible contaminación del exterior. Como mi apartamento tiene un largo pasillo interior, lo uso convenientemente como una esclusa de aire. Es allí donde guardo y aíslo mi uniforme y equipo de compras: jeans, camisa, chaqueta, zapatos, gorro, carrito de compras, desinfectante de manos, bolsas y todos los demás implementos que necesito para la misión. El procedimiento es el siguiente: Solo después de comprobar cuidadosamente que tengo todo lo que necesito, estoy listo para salir de la casa. Me pongo mis guantes de látex y mi máscara, veo a través de la mirilla para verificar que no haya vecinos entrando o saliendo de mi edificio, abro la puerta y me encomiendo a Dios. Compro comestibles temprano en la mañana una vez cada dos semanas para reducir los riesgos de infección y también para mantener el supermercado menos concurrido para los demás usuarios. Siempre encuentro gente comprando, no importa cuán temprano vaya. (Parece que al tratar de evitarnos el uno al otro, terminamos todos yendo los mismos días a las mismas horas). Aunque no veo a mis compañeros compradores como enemigos o competidores, es el virus que podría estar alojado en sus cuerpos lo que los hace sumamente peligrosos. Además de no ser todos conscientes del distanciamiento social. El virus está al acecho y necesitamos estar alertas, podría estar en esa canción que el adolescente nervioso lleno de pecas está cantando mientras mira los yogures, o en las manos del tipo que parece un pirata y por alguna razón está tocando todos los aguacates. Puede estar alojado también en la dama que parece haber perdido un arete en medio de los puestos de frutas que, por supuesto, es la sección más concurrida del mercado o en el arete perdido a la espera de una nueva víctima. El supermercado es un campo de batalla y obviamente nunca se va a una batalla sin un plan y una estrategia. El enemigo es el virus y está en todas partes: en las personas, en los productos y en el aire. El plan es evitar la mayor cantidad de personas posible en cada uno de los pasillos. El objetivo es obtener el contenido de la lista de compras sin infectarse. Mi estrategia es imaginar el supermercado como un laberinto y el virus COVID-19 como un ejército microscópico de minotauros. Como los laberintos, los supermercados solo tienen una entrada y una salida. El secreto del éxito es muy simple si sigues las siguientes instrucciones: Recorre el camino que conduce a la salida, sin ires y venires. Haz una pausa en cada pasillo tanto como sea necesario para cerciorarte de en las primeras obtener todos los productos en la lista de compras. Asegúrate de no quedar bloqueado en el centro por dos ejércitos de minotauros que puedan atacar desde flancos opuestos. Sigue adelante hasta llegar a la caja y paga, manteniendo una distancia prudencial con los cajeros. Luego sal del laberinto por el mismo camino por el que entraste, simplemente yendo en la dirección opuesta. Entonces lograras tu objetivo con éxito y podrás volver a casa, desinfectarte a ti y a los comestibles, y pensar que Ariadna te salvó la vida nuevamente y que por ello debes estar agradecido.

( Nueva York, 24 de Marzo-16 de Abril 2020)


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