El sabio colombiano doctor Zeledón, que fue obispo de Santa Marta, dijo en París al deán de la Catedral de Mérida doctor Carrero y a otros venezolanos allí reunidos ocasionalmente, que bien valía hacer viaje de Europa a América solo por comer el desayuno arepa caliente con cuajada fresca, comida realmente deleitosa, a igual de muchas otras en que figura el sabroso pan americano objeto de estas líneas: la popular arepa, regalo de ricos y pobres, forma la más común y económica manera de aprovechar el maíz como principal alimento en todas las clases sociales.

Muy poco mencionada es la arepa por los literatos y poetas cuando de manjares escriben, a la inversa de lo que han hecho los europeos con sus principales alimentos, que diariamente reciben en el libro y el periódico continuos y merecidos elogios, desde el clásico pan de trigo hasta la humilde berza, que figuran con sus propísimos nombres en el programa de los más suntuosos banquetes.

En Hispanoamérica, al contrario, existe cierta preocupación, por no decir menosprecio, contra los artículos y platos de uso corriente como principales alimentos, menosprecio para nombrarlos, que no para comerlos ciertamente; y esto se evidencia con la costumbre general de ocurrir, en las ocasiones de gala, a formar lista de platos extranjeros, extraños por completo a la cocina criolla, para poner en aprieto a los comensales, pues si alguna vianda criolla llega a servirse, no se presenta como tal sino disfrazada con nombre francés, inglés, alemán o de cualquier otro idioma, menos del castellano, lo que solo puede tener excusa en banquetes de carácter diplomático.

Cuando nos ponemos de tiros largos, nos parece vulgaridad llamar las cosas por sus nombres: sancocho de gallina, carne mechada, pavo horneado, ensalada de aguacate, hayacas, papas rellenas, torta de plátano maduro, buñuelos de yuca, etc., platos que hacen chupar los dedos al más exigente, pero que, por no figurar en los menú extranjeros, los consideramos desde luego indignos de un convite aristocrático, sin duda por su intenso sabor al terruño, ¡que es la patria! Y por ello los apartamos y nos avergonzamos de ellos, creyendo que no se avienen bien con los primores de la vajilla y el perfume de las flores, ni con la riqueza de los trajes y el hermoso lirismo de los brindis. ¡Pecados de la vanidad!

No lo creía así el gran Bolívar, quien prefería en la mesa la arepa de maíz al mejor pan de trigo, según el testimonio de Peru-Lacroix.

Pero no son estas consideraciones el objeto principal de este escrito, sino el estudio de lo que han dicho y dicen algunos léxicos españoles sobre nuestra sabrosa arepa.

Para principiar por alguno, elegiremos el voluminoso diccionario de la lengua castellana hecho por una Sociedad Literaria, edición de 1869, donde se halla esta donosa definición:

“Arepa. Empanadilla hecha de harina de maíz con carne de puerco dentro, que venden las negras en las esquinas de Cartagena de Indias”.

¿Será eso nuestra arepa? Ni por asomo. Ella ni es empanada, ni el maíz se emplea en forma de harina para hacerla, ni se rellena con carne de puerco, y por sabido se calla que no es privilegio de las negras el venderla en las esquinas (y no en otros sitios) de Cartagena de Indias.

La de empanadilla rellena de carne de puerco, hace pensar que los señores literatos autores del diccionario, tomaron por arepa las hayaquitas rellenas con carne, que por estos trigos de Mérida llamamos “hayaquitas de agua”, las cuales son de forma cilíndrica, un poco achatada, semejantes a las hayacas propiamente dichas, aunque muy inferiores por carecer de varios ingredientes principales y ser distinto el modo de prepararlas.

Es el mismo pan de maíz de que hacían uso los indios del Orinoco, según Gumilla, quien dice a este respecto: “Del maíz molido a fuerza de brazo de las mujeres, hacen panes que, envueltos en hojas, cuecen, no al horno, sino en el agua hirviendo, teniendo para ello ollas muy grandes. A este pan llaman cayzú”. Estos panes de maíz, muy socorridos para la gente pobre, se conocen en Mérida con el nombre de tungos, y también de carabinas, por su forma larga y cilíndrica; y rellenos con carne, toman el nombre ya dicho de hayaquitas de agua.

En otra edición del mismo léxico hecha en París en 1878, se dejó la mismísima definición, pero con esta agregación en la parte final: “que venden las negras en las esquinas de Cartagena de Indias, y es el almuerzo general de sus habitantes”. Esto se presta a muchos comentarios. Cartagena es una ciudad de más de doce mil almas, y cuesta creer que las tales empanadillas fuesen objeto de tanto gusto para pobres y ricos en la inexpugnable ciudad granadina, pues al fin y al cabo un mismo plato todos los días resultaría insoportable. Además, por comodidad y economía, debe suponerse que las familias preparasen este almuerzo en su propia casa, salvo que el gobierno hubiera estancado las empanadillas, y no fuese permitida la venta sino por las negras y en las esquinas!

En el novísimo diccionario de la Real Academia Española (edición de 1925) aparece esta definición:

“Arepa.- (Del cumanagoto arepa, maíz). Pan de forma circular que se usa en América, compuesto de maíz sancochado, mojado y pasado por tamiz, huevos y manteca, y cocido al horno”.

Con perdón de los señores académicos, tampoco es esta nuestra popular arepa, porque el maíz se muele y se reduce a masa entre piedras o en máquinas especiales, y nunca va cernido ni hecho harina; y lo de añadirle huevos y manteca, dará risa a nuestras areperas, pues son ingredientes que no les cuadran y que harían más costoso este pan americano, que es el del pueblo por excelencia.

Tampoco lo del horno conviene a la arepa, pues aunque las hay horneadas, como pan de gala, esto no es lo corriente, sino el ser asadas en un budare o platón casi plano de barro cocido o de hierro, sin más aliño que la sal, según se practica en Venezuela y Colombia, tanto en la cómoda casa del poblado como bajo el pajizo techo de la choza indígena.

Nuestro insigne geógrafo Codazzi nos da esta descripción de la arepa: “Desde antes del descubrimiento, las mujeres indígenas preparaban el pan de maíz moliendo entre dos piedras los granos hervidos de antemano para ablandarlos; en seguida hacían panes de aquella masa, y los ponían a tostar sobre un platón de tierra puesto al fuego: aun en el día lo benefician del mismo modo los indígenas y los criollos, y ningún adelanto se ha hecho en una manipulación tan usual y necesaria, en la que se emplea mucho tiempo”. Esto para antes de 1841 en que escribía Codazzi. Ya hoy en los centros más populosos se dispone de útiles y máquinas que simplifican el procedimiento precolombino.

Refiriéndose a la cocinera antioqueña, dice don Gregorio Gutiérrez González, el inimitable cantor del maíz:

“Acaba de moler, y con la masa

va extendiendo en las manos las arepas.

Colócalas después en la cayana,

y tostadas de un lado, las voltea.

Y luego las entierra en el rescoldo,

y brasas amontona encima de ellas.

Y chócolos encima de las brasas

pone a asar recostados a las piedras”.

La cayana es nuestro budare, y los chócolos nuestros jojotos o mazorcas tiernas de maíz, que tan sabrosas son ya cocidas, ya asadas, o bien reducidas a masa y hechas arepa, forma que aquí conocemos con el nombre de cachapa, o envuelta dicha masa en hojas de la misma mazorca, y cocidas en agua, al modo de los tungos ya descritos.

Y viene de perilla citar algunos versos de Pío A. Rengifo, tomados de su hermosa composición Del conuco, modelo de muy ingenuo criollismo:

“Medio suelto el camisón,

descalza y con faz risueña

la arrosquetada trigueña

corre a encender el fogón.

Hace el gallo fanfarrón

piropos a la gallina;

y en tanto que en la cocina

arde el fuego a todo trapo,

extrae de caña el guarapo.

Ya vuelve ufana y feliz,

pues tanto afán no la arredra,

ansiosa a lavar la piedra

para quebrar el maíz;

y cuando el claro matiz

del sol dora los bucares,

entre rústicos cantares

y el riz, riz, riz, del rabón

pueblan el ancho fogón

hermosas tumba-budares.

Ya en la ancha tabla se ostenta

de arepas montón gustable

en pirámide envidiable

que varias faces presenta.

La moza exclama contenta

que está puesto el desayuno,

y celoso cual ninguno,

ladra egoísta y alerta

en el quicio de la puerta

el viejo perro Aceituno”.

Sin dudar el dar a las arepas el nombre de tumba-budares, será para ponderar sus dimensiones, que en los campos son por extremo respetables.

El pan de maíz tiene en la historia su faz sagrada: en los tiempos precolombinos los sacerdotes de México lo repartían entre el pueblo como pan bendito; y era una gran ceremonia religiosa el acto de bendecir las siembras del maíz, que eran regadas con sangre viril, representando así la potencia alimenticia del prodigioso grano.

Y en el Perú, las reales doncellas del Cuzco, las vírgenes consagradas al Sol, preparaban el pan de maíz con suma delicadeza para servirlo en los banquetes extraordinarios del Inca, y también para repartirlo al pueblo en las grandes festividades.

Con toda probabilidad, este selecto pan era la arepa, que también hoy llega al colmo de la superioridad cuando en su elaboración intervienen manos expertas y exquisito gusto, como sucede con las afamadas arepitas caraqueñas, sobre todo las que detienen al transeúnte en la esquina del Padre Sierra, calienticas y olorosas, dignas de servirse no solo a reyes y magnates de la tierra, sino de figurar en aquella Mesa del Sol, que la fantasía oriental coloca en el remoto confín de la Etiopía, donde comen los dioses bajo la presidencia del mismo Júpiter, olímpico patrón de la famosa Tebas.

Con razón dice J.D. Tejera, cantando las rudas faenas del sembrador andino: “y entenderá su afán quien contemplare –el maíz convertido en suave arepa– que enchapa de oro el barro del budare”.

(De Febres Cordero, T. Tulio Febres Cordero. Obras completas. San Cristóbal: Banco Hipotecario de Occidente, 1991).

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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