JULIO MIRANDA, POR EDNODIO QUINTERO

Ednodio Quintero

El último encuentro en El Chipén

Nunca he dudado que Julio Miranda haya sido mi mejor amigo. Durante los últimos años que vivió en Mérida nos veíamos con puntualidad inglesa a las 12 del mediodía de los jueves en mi búnker de Las Marías. Él venía caminando desde su residencia en Los Sauzales donde vivía con su amada Josune y su pequeña hija Ainara. Se negaba a tomar un taxi para sus desplazamientos por la ciudad. Una hora exacta pasábamos en mi apartamento en lo que solíamos llamar “almuerzos de trabajo”. Por lo general, Julio me hablaba de sus proyectos y comentábamos algunas lecturas. En realidad, el almuerzo era una especie de rito semanal: íbamos caminando hasta El Chipén, un restaurante español en el centro de la ciudad donde servían el mejor lechón del mundo, unos ricos higadillos de pollo hirviendo en una cazuela y un róbalo al ajillo delicioso.

A finales de agosto de 1998 regresé de México después de mi año sabático y debo haber compartido con Julio dos o tres almuerzos. El último, si la memoria no me falla, el jueves 10 de septiembre. ¿De qué hablamos? Lo recuerdo con precisión y exactitud. Hacía dos o tres meses que Julio había dejado de fumar y se estaba tratando de su afección pulmonar con un neumólogo. Me contó que últimamente no pensaba en el futuro, que todas las imágenes que se le venían a la cabeza eran de su infancia y adolescencia en La Habana. Es —precisó— como si estuviera viviendo en el pasado, viviendo del pasado. Cuatro días después, el lunes 14 de septiembre, recibí una llamada. Mi amigo Diómedes Cordero me dijo que Julio acababa de morir al salir de la consulta con el neumólogo, en plena calle se le partió el corazón. Fucking disgrace!


Edda Armas

EDDA ARMAS Y GEGO, POR RICARDO ARMAS

Conversación con Gego

Conocí a esta genial artista dada su estrecha amistad con mis padres. Dialogar con ella resultaba una experiencia singular. Sonreía con mirar profundo, interpelaba, con pausas matizaba sus ideas y reflexiones en sabias tejeduras. En 1972, pasábamos un fin de semana en Clarines con ella y su esposo Gerd Leufert, y con la fresca de la tarde, sentadas en taburetes de cuero frente al jardín del patio central de la casa familiar, al tramar sobre arte, poesía, piedras, estrellas y galaxias, me lanzó la pregunta de si yo conocía el origen de mi nombre. Le respondí que no. Que sabía que mi abuela paterna había nombrado así a su primera hija, en este mismo pueblo en 1916, la que había fallecido recién nacida y que, por lo visto, papá —amante de dar continuidad a las narrativas familiares— lo archivó, hasta que nací yo. Peló los ojos y me increpó a investigar el significado de Edda, advirtiéndome que sería un hallazgo interesante. Quedé curiosa. Me fui de librerías y en Suma conseguí una primera referencia gracias a J.L. Borges en su libro Literaturas germánicas medievales. Así entré al mundo de la literatura germánica, a la poesía nórdica de los siglos IX-XIII, a los códices de Edda mayor y Edda menor del sabio Snorri Stúrluson, a los Dichos en cantos éddicos, a la mitología de gigantes, enanos, elfos y adivinas. Supe entonces que, en la cultura nórdica, Edda se interpreta como “libro de Odín”, “patrañas de la abuela” y “arte poética”. La investigación se ramificó y anclé en Witold Gombrowicz: en Cosmos hallé claves de pertenencia a una familia literaria. Somos una suma de deseos, hallazgos, diálogos, con marcas-influjos-huellas ancestrales, incluido el manto protector de un nombre: engranajes-razones por las que esta conversación aún entreteje su eco en el tiempo.


Eddy Reyes Torres

Marisol  Escobar en la intimidad

En el verano del 2005 viajé a Nueva York. Aproveché la ocasión para entrevistar a Marisol Escobar y tratar temas que no abordamos en conversaciones anteriores. Ya en el hotel, me comuniqué con ella. No tuvo inconveniente en que nos reuniéramos en su apartamento y taller. Al momento de nuestro encuentro aprecié que su vestimenta era la apropiada para la acometida a un enorme bloque de madera. Así trabaja en su taller. Sin preámbulo alguno iniciamos el coloquio.

—Mi primera pregunta tiene que ver con tu padre. ¿A qué se dedicaba?

¿Mi padre? Él no hacía nada. Él hizo dinero con el petróleo y no trabajó más nunca. Se pasó el resto de su vida viajando por Europa. Yo nací en París, en uno de esos viajes.

—¿Tienes entonces nacionalidad francesa?

—No. Yo sólo tengo la nacionalidad venezolana.

—¿Y la nacionalidad norteamericana?

—Sólo tengo la residencia. Ellos creen que yo cambié mi nacionalidad. La verdad es que no lo he hecho. Hoy en día se puede mantener las dos nacionalidades, pero me da flojera hacer ese papeleo.

—¿A qué edad te viniste para Estados Unidos?

—La verdad es que venía y volvía a Venezuela. Luego vivimos en Los Ángeles. Mi papá tenía una novia. Era como la sirvienta y por eso no podía… (se ríe antes de continuar), no podía ir al Country Club. Él perdió a todos sus amigos.

—¿Y tu mamá dónde estaba?

—Ya se había suicidado. Yo tenía 8 años y ella siempre me llamaba y decía: “Me voy a suicidar”. Al final le dije: “Bueno, suicídate”. Y se suicidó. Yo me sentí muy mal.

—Bueno, sólo eras una niña.

—Sí, pero yo creí que fue culpa mía.

Lo anterior es el abreboca de una larga y amena entrevista.


Edgar Cherubini Lecuna

Carlos Cruz-Diez, Induction du Jaune avec le Bleu Klein, París 2017 | © Atelier Cruz-Diez Paris | © Estate of Carlos Cruz-Diez / Bridgeman Images, 2023

El Azul Klein y el amarillo espacial de Cruz-Diez

Para luchar en la vida, creo que el único medio 

es tomar un poco de infinito y utilizarlo.

Yves Klein 

En 1951, Yves Klein (1928-1962) escribió en su diario: “Para luchar en la vida, creo que el único medio es tomar un poco de infinito y utilizarlo”. La búsqueda espiritual de este multifacético artista se funde en el camino con su idea del arte: “Pinto el momento pictórico que nace de una iluminación”. Inspirado por el cielo de Niza, su ciudad natal, se dedicó a pintar fragmentos de ese azul a los que denominó “el mundo del color puro”. En 2017, la Fundación Yves Klein y la casa de subastas Christie’s solicitaron a Carlos Cruz-Diez (1923-2019) elaborar una obra bidimensional única utilizando la fórmula del Azul Klein, para ser subastada con la finalidad de recoger fondos para la restauración de la iglesia de Saint-Germain-des-Près, ubicada en el barrio del mismo nombre, histórico escenario de la vida cultural y artística de París. Comparto aquí un extracto de la conversación con el artista en su taller de París.

Usted ha sostenido siempre que sus propuestas son producto de una intensa reflexión ¿Cómo conjugó su obra con la de un místico del arte como lo fue Klein?

La narrativa de la obra de Klein está ligada al surrealismo y la mía al arte concreto. Una de las grandes cualidades del arte es que múltiples discursos pueden convivir y dialogar. Mi postura en el arte es con la realidad, pero, reconozco y admiro que la posición de Yves Kline era una importante aventura del pensamiento contemporáneo. En mi obra, el color es una situación mutante, ambigua y circunstancial, el color es un acontecimiento real, como la vida. El haber utilizado el azul Klein para hacer una de mis obras es un modesto homenaje a su pensamiento.

Usted utiliza las líneas para demostrar el comportamiento autónomo del color. Klein busca la pureza del azul como una síntesis ontológica plasmándolo en espacios monocromos. En esta obra de excepción, ¿cómo se integran estas dos visiones?

El postulado de mi discurso plástico es llevar el color al espacio. La línea no es un elemento estético en mi trabajo, es el medio más eficaz para multiplicar las zonas críticas de visión entre dos planos de color. La mezcla óptica integrada por dos o más colores genera nuevas gamas cromáticas que no existen en la superficie y que se hacen visibles al espectador, se trata del color saliendo del plano al espacio. En esta obra, Induction du Jaune avec le Bleu Klein, el color amarillo que vemos surgir de entre el blanco de fondo y las líneas de color azul no está plasmado en el soporte, tiene una existencia virtual, sin embargo, es tan real como el pigmento azul Klein.


Elizabeth Rojas Pernía

Una conversación que develó mi daimon

Cuando tenía 29 años, una esposa embarazada y dos hijos pequeños, mi padre fue apresado por el cuerpo policial que perseguía a la disidencia política, en los años sesenta, durante el gobierno de Rómulo Betancourt. Perdió un año de su libertad. En ese período mi hermano nació. Ausencia.

Un día, cuando tuve edad para ser yo quien las iniciara —muchas otras conversaciones memorables habían sido propiciadas ya por él—, le pregunté: ¿qué hiciste para mantenerte cuerdo durante el tiempo que estuviste en la cárcel? Su catalizadora respuesta fue: Me dediqué a enseñar a leer y a escribir a unos muchachos que estaban allí, y a otros que ya sabían, les enseñé matemáticas. Además, los escuchaba. Y leía mucho. 

Conocer la manera en que mi padre eligió pasar sus días, mientras estaba rodeado de dolor, rabia e incertidumbre, fue revelador para mí: en ese momento sentí que la vida tenía que ver con ser útil, con ponernos al servicio de otros. Entonces, y sin que yo lo supiera, se activó mi vocación. Me dedicaría, mucho más adelante, a servir a otros como psicoterapeuta. Esa conversación fue tierra fértil en la que germinaría, cuando fue propicio, la semilla que ya portaba en mí: el llamado a cuidar el alma, que aún continúa. Revelación.

Lo humano ocurre en la intimidad del espacio conversacional. En el ámbito terapéutico las conversaciones suponen tal disposición para recibir las emociones, las imágenes, los sueños y los silencios, la humanidad, de ese otro que está delante, que le otorgan a mi experiencia de servir, tan tempranamente descubierta, un profundo y expansivo significado. El misterio alquímico se hace presente. Gratitud.

Las palabras son un pretexto.

Es el vínculo interior el que atrae una persona a otra,

no las palabras.

Rumi


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