VASCO SZINETAR Y EMIL CIORAN, SERIE FRENTE AL ESPEJO

Carol Prunhuber

Con Cioran

“A través del humor uno evita la falsedad. El humor devuelve la dimensión humana. Es una forma de humanizar lo inverosímil”, me dijo una vez Cioran, a quien conocí, en 1982, gracias a Vasco Szinetar.

Tuvimos animadas charlas al caminar por París o en mi pequeño apartamento, con un concierto de piano de Brahms de fondo.

Celebrado por su filosofía del pesimismo, del sufrimiento, la decadencia y el nihilismo, yo en cambio hallé a un hombre que amaba la vida. A veces me decía que estaba deprimido, pero a medida que charlábamos comenzaba a contar historias con su humor contagioso que lo sacaba del pozo. La risa cambiaba su estado de ánimo y al despedirnos se iba alegre, con una sonrisa y un destello de luz en la mirada.

Mantuvimos largas charlas telefónicas. Una vez contestó con voz decaída. Estaba deprimido, pues acababa de hablar con un joven que quería suicidarse y él intentó convencerlo de que no lo hiciera. Me explicó que una cosa era escribir sobre el suicidio —una idea que fortalece y permite soportar la vida, porque existe la opción de ponerle fin—, y otra cosa era convencer a ese ser humano de que desista del acto mismo y encuentre el deseo de vivir.

“En mi texto sobre el suicidio, olvidé precisar que, en mí, el suicidio es una idea, no un impulso. Eso explica las contradicciones, las cobardías, los titubeos que ese gran tema inspira”, escribió.

A Cioran le importaban las personas, sentía empatía por el dolor del otro, era sensible a la desesperación de las personas. Siempre intentó dar consejos, “pero consejos prácticos, que ofrecen la posibilidad de cambiar de perspectiva completamente”.  No era una postura filosófica. En una entrevista aclaró haber abandonado la filosofía “por amor a las experiencias, a las cosas vividas, a la locura cotidiana”.


César Miguel Rondón

—AE: Señor Chaplin, usted me sorprende. Usted no dice ni una sola palabra, pero todos le entienden, le quieren y le admiran.

—CCh: No, señor Einstein, es usted el que me sorprende. Usted dice muchas palabras, y habla y habla y habla, y nadie le entiende, pero igual todos le quieren y le admiran.


Christiane Dimitriades

El viejo ayudante de dios

Para el sueño de la muerte

nadie es demasiado viejo

Marina Tsvetäieva

Mientras esperaba que mi madre se recuperara de su estadía en el hospital, yo pasaba las horas caminando por los estrechos pasillos del segundo piso, había escuchado que el paciente de la habitación contigua pronto moriría.

Una tarde decidí visitarlo. Oscurecía, todavía las luces no estaban encendidas, retrocedí de inmediato.

Al día siguiente me armé de valor y pasé al interior de la estancia. Me senté junto a la cama. La muerte balbuceaba entre sus labios.

Como si viniera de otro mundo, abrió los ojos y me sonrió:

—He estado soñando, sabe, solamente el sueño me reclama, creo que la vida se hartó de mi existencia.

—Alguien escribió que el sueño es el reflejo del amor, respondí.

—Verá usted, las alas de Cupido han sido muy cortas para mí.

Tras una larga pausa lo invité a dar unos pasos. Nos dirigimos hacia la ventana para contemplar la falda de la montaña.

Satisfecho en su silencio, parecía levitar.

Con dificultad regresó a la cama.

—Lo ve, mi cuerpo ha dejado de servirme. Además, ya es hora de que mi espíritu comience a tener trato con el diablo tal vez, que es el viejo ayudante de dios.

Cómo sería su casa, cuáles sus libros, tendría amigos.

Quién era yo para abordar a ese hombre del que emanaba sabiduría, acaso para ver el perfil de la muerte, para entablar con ella una forma de amistad en un intento por domeñarla.

La expresión del enfermo adquirió la serenidad de una estatua clásica. Dicen que justo antes de morir, la belleza nos envuelve en su atmósfera.

Esa noche escuché los pasos de las enfermeras en su habitación, recogían sus escasas pertenencias.


Claudia Cavallin

Desde que salí de Venezuela, y como descendiente de la migración italiana que allí vivió, siempre me he mudado llevando, en el equipaje de la memoria, las palabras que habitaban en los libros de papel que nunca cruzaron las fronteras. He trabajado en cinco universidades, tres países, dos idiomas, y todo pareciera conectarme siempre con el espacio común de las nuevas generaciones, aquellas que desean aprender sobre lo que sucede actualmente o predecir lo que vendrá. No obstante, para mí, la conversación más valiosa es la que me permite volver a mis raíces, más allá de toda geografía. Con Victoria de Stefano pude hablar siempre desde la distancia. Nos unimos a través de la escritura. Me contó sobre su Rimini natal, que su madre era de Parma, su padre del Sur —un pequeño pueblo llamado Padula—, y que se conocieron paseando en la Plaza San Marco. Narraba, con detalle, la experiencia de sus padres cuando ambos vivieron en Venecia. En ocasiones nos mudábamos a sus sentimientos del día a día, “me leen los lectores más jóvenes”, o “acuérdate de la frase de Lezama Lima… viajero inmóvil… siempre se puede viajar leyendo”. A veces se despedía de mí con “te saludo, tengo que preparar el almuerzo” y desde tan lejos compartimos algunas recetas culinarias. Uniendo el sabor y las palabras, me contó que “Salvador Garmendia, que era madrugador y muy trabajador, a eso de las once bajaba a la cocina a tocar las ollas para palpar un poco de realidad”. Cada vez que vuelvo a leerla, cada vez que viajo —así sea a través de los recuerdos—, cada vez que cocino —que es uno de mis pequeños vicios—, converso en mi memoria con Victoria de Stefano.


Corina Yoris Villasana

Música, Matemáticas y Filosofía

En recuerdo de un viejo profesor

Durante mi etapa de estudiante de Matemáticas en la USB, un día, acuciada por la inquietud de estudiar paralelamente Filosofía, me acerqué a un excelente profesor del Departamento, Julio Cano, y le comenté que tenía la intención de inscribirme también en alguna de las Escuelas de Filosofía que funcionaban para ese momento en Caracas.

—Profesor Cano, llevo un tiempo pensando en estudiar paralelamente Filosofía. He estado averiguando dónde inscribirme.

—¿Y cuál es su duda, Corina?

—No es una sola, profesor. Son muchas. Unas, vinculadas con la posibilidad de hacer ambos estudios a la vez. Otras, sé que nosotros en Matemáticas precisamos conceptos, pero yo vivo cuestionando todo y no encuentro con exactitud la relación entre ambas disciplinas.

—Corina, nosotros ejecutamos la música; usted se va a buscar de dónde sale. Hágalo y después nos ayuda a comprender lo que hacemos.

Han pasado unos cuantos años. Mejor no lo contamos. Pero esa conversación marcó mi vida. Decidí emprender ese camino, no exento de piedras, zancadillas y muchos obstáculos misóginos.

Ha sido un recorrido que bien podría equipararse con el viaje del protagonista de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. Este personaje busca el origen de la música y se encuentra con la selva venezolana donde hace su gran descubrimiento: allí es donde se siente mejor conectado consigo mismo.

Yo también he girado en el cosmos filosófico, buscando esa conexión del mundo de los números con el Ser. Así me relacioné con los Pitagóricos para encontrar la Harmonía; paseé con Platón por la Caverna buscando el número para distinguirlo de la apariencia física sensible; caminé peripatéticamente con Aristóteles para adiestrarme en Lógica; visité a los escolásticos en el medievo; volé en medio de Descartes y Kant; aterricé de un plumazo en Wittgenstein y hoy trato de “argumentar” que, si he tenido conversaciones memorables en mi vida, la sostenida con Julio Cano fue paradigmática. Ellos, los matemáticos, siguieron ejecutando magistralmente la «música matemática».

Hoy, en la selva venezolana, a lo Carpentier, yo pude encontrar esos pasos perdidos de mi primera juventud donde he logrado conjugar la Música, las Matemáticas, la Literatura y la Filosofía, hermanadas en una hermosa Tierra de Gracia.


Daniela Jaimes Borges

Mi mamá era una gran escucha, medía, ahora que lo veo, la profundidad de las respuestas, exageraba el silencio. Cuando fue diagnosticada de alzhéimer, cada palabra cobró múltiples sentidos o mayores significados. Comenzó, como suele pasar, con olvidos casuales, luego apareció una sintaxis rara, ausencia de verbos, sustantivos. En un punto, sus ganas de seguir nombrando, se limitó a decirle “cosa” a casi todo, hasta el final de su vida que su mudez era un castigo, una verdadera muerte antes que la otra. (No saber qué o cómo le duele algo, es una conversación con la impotencia, con el fracaso). Memoria y lenguaje entonces como las dos caras de una realidad.

Grabé muchísimo para poder registrar tal deterioro, a veces me faltaron fuerzas, otras simplemente eran tan hermosas, porque ocurrían en la lucidez de un recuerdo furtivo, que no ponía una cámara o grabador de por medio, era solo ella y yo. Al año y un poco de su escrita enfermedad, llovía con fuerza, estábamos en medio de La Guaira, fue a buscarme y me dijo: “Daniela, ven a ver, está cayendo un palo de…”. La observé esperando la palabra “agua”. Repitió: “´Palo de… ¿palo?”, la entonación a pregunta me abrió un hueco que ahí permanece. Le dije: “Palo de agua, mamá”. Me vio con rareza y agregó: “No sé por qué todo se me olvida. Creo que me estoy volviendo loca”. Le sugerí que lo anotara en su cuaderno. Escribió entonces: “Palo de lluvia”, eso fue lo que hizo, eso. Me pareció bellísimo y devastador, le agregué la fecha ya que para entonces había olvidado el año que corría, uno de esos años con mucho totalitarismo y muertos por memoria, por tenerla. A veces creo que la enfermedad, al menos, la salvó de ver derrumbarse la democracia.

Las conversaciones transcurrían entonces con una tríada: Ella con su Olvido, yo con su Olvido, el Olvido con Nosotras, sobre la recuperación de Algo. A 16 meses de su partida, recuerdo con firmeza las palabras de Jorge Romero, profesor, amigo. Fue determinante su seguridad al decirme que en sueños tendría las mejores conversaciones con mi mamá. La he soñado, escucho su voz en risas y tarareos de canciones. Aún no hemos hablado. Pero no me cabe duda de que pasará. Las conversaciones nos construyen para la vida y para la muerte, fundan más de lo que somos, de lo que diremos y de lo que no. Hace falta tenerles un poco más de fe. Yo espero.


Denise Armitano

El rol más importante

Tenía once años cuando participé en una obra teatral de la escuela. Mi padre, que solía mencionar las bondades del teatro para entender y enfrentar situaciones de vida —e incluso afirmaba que la vida misma era un teatro— quiso saber qué papel había escogido. Satisfecha de lo acertado de mi decisión, y segura de que él estaría muy orgulloso de mí, respondí con jactancia:

—¡La reina!

—¿Y qué hace esa reina? —preguntó, capcioso y curioso.

—Bueno, es la reina, es importante, lleva un vestido de brocado dorado y encajes —alegué desconcertada ante la evidencia de no tener claro el rol de aquella monarca, uno bastante discreto por cierto, puesto que apenas intervenía en dos escenas.

—¿Qué otros personajes hay? —siguió indagando.

—El de la niña, que se pierde en el bosque y que llega al castillo, me pareció irritante —aseguré— también participan unos animales, y el rey, pero tendría que exhibir una cola peluda o una barba y pantaloncillos calabaza… ah, y un juglar, que es quien ayuda a la niña a escapar del castillo y de los reyes que querían adoptarla.

—Un juglar, ¡qué interesante! —exclamó.

Mi padre permaneció pensativo antes de averiguar lo que me había alejado de ese papel. Sorprendida, le dije que no me atraían los personajes picarescos, por lo general incómodos, con sus farsas y chocarrerías. Fue entonces cuando me explicó que en el teatro, y fuera de él, solía ser más importante el desempeño que la naturaleza del personaje. Que nadie estaba signado por sus orígenes o apariencia. Que existían principales y antagonistas, secundarios de carácter, inolvidables malvados y “buenos” menguados. Que un modesto juglar, incluso un bufón, podía ejercer un rol mucho más significativo que el de una reina pálida y ausente, amordazada bajo el peso de su corona.


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