Firma del acta de la Independencia (1883), de Martín Tovar y Tovar / Galería de Arte Nacional, Venezuela

Por CAROLE LEAL CURIEL

¿Qué pudo haber sentido un pardo libre, nacido y criado en la Capitanía General de Venezuela, cuando en 1810 le dijeron que podía votar y nombrar al elector que se encargaría de designar al diputado que le representaría ante nuestro primer Congreso Constituyente? Intento ponerme en el pellejo del sastre Tomás Mexías, un hombre de 33 años, casado, pardo libre y sin bienes, a quien se le otorgó el derecho de ser sufragante de primer grado en Santa Rita, un pueblo que no alcanzaba las 540 almas con una población compuesta por 150 blancos, 21 indios, 18 mestizos, 197 pardos, 11 negros y 135 esclavos. El sastre Mexías fue uno de los 8 pardos que gozó del derecho a votar en Santa Rita. Me asalta también el nombre de Juan Ignacio González, un labrador de 55 años, nativo de Jajó, quien para 1810 se encontraba avecindado en Burrero, otro de los pueblos adscritos a la jurisdicción de la recién erigida provincia de Trujillo. Había sido electo “en terceras” —como se dijo en aquellos tiempos de quienes no resultaban acreditados con el mayor número de votos— para que formase parte, como elector parroquial, del Colegio Electoral que debía designar al diputado por Trujillo ante el Congreso. González confesaría poco después —ya derrotado nuestro primer intento de constituir una república— que fue escogido  “por no haber otro blanco en quien poner los ojos”.

Diego Mexías y Juan Ignacio González son voces silentes, la base sobre la que se asentó el nacimiento mismo de nuestra república: la idea de que quien nos gobierne ha de resultar de “la voluntad general del pueblo”. En marzo de 1811 se instalaba el primer congreso constituyente que tuvo Venezuela para el cual debe haber votado Juan Ignacio González, ese señor que era de los pocos blancos que sabía leer y escribir en el pueblo de Burrero, y quien probablemente debe haber sufragado en el colegio electoral por el único diputado que correspondió a la provincia de Trujillo. Un Congreso cuyos diputados habían sido designados mediante una normativa que llevó el largo y pomposo título de “Reglamento para la elección y reunión de diputados que han de componer el cuerpo conservador de los derechos del Señor Don Fernando VII en las Provincias de Venezuela”. Lo había redactado una de las mejores cabezas civiles que haya tenido la república, Juan Germán Roscio, doctor en ambos derechos (Cánones y Leyes), abogado y profesor de la Cátedra de Instituta y de Derecho Civil en la Universidad de Caracas. Cuando el doctor Roscio presenta ese Reglamento formaba parte de la Junta Suprema Conservadora de los Derechos de Fernando VII instalada en Caracas en aquella famosa jornada del 19 de abril de 1810.

Votar —observó François Xavier Guerra a propósito de los primeros procesos electorales habidos en Hispanoamérica en el siglo XIX— es la libre expresión “de un individuo autónomo”; y la condición fundamental para el ejercicio de esa voluntad individual es que exista un padrón electoral imparcial. Establecer reglas claras de participación y elección, exige bastante más que la pura voluntad puesta al desnudo; exige pensar. Elegir está vinculado al ejercicio de la soberanía y ser soberano significa otorgar a otros, delegar en otros la posibilidad de que nos representen en el acto de gobierno para lo cual es imprescindible tener reglas claras y confiables de participación, entre las que es determinante la probidad del censo electoral. Con el Reglamento de Roscio nos iniciamos en la Política —escrita con P mayúscula, no quepa duda— que hizo viable construir la idea misma de república; con ese reglamento fuimos por primera vez llamados “a tomar parte en el ejercicio de la suprema autoridad”.

I. Con normas claras. Si algo caracteriza el Reglamento redactado por el doctor Roscio  es su extrema simplicidad y la nitidez puntual de su articulado. Dividido en tres capítulos, precedidos por una larga exposición justificativa de la convocatoria, fijó las reglas sobre cómo se procedería tanto en las votaciones parroquiales como en las capitulares, así como cuáles debían de ser las pautas que habrían de regir la reunión de los diputados electos al Congreso General.

Más allá de las minuciosas precisiones contentivas en los 50 artículos que comprenden los tres capítulos de ese Reglamento, relativas no sólo a normar las autoridades responsables de conducir el proceso, las características del censo poblacional, las credenciales a emitir tanto a los electores parroquiales como a los diputados, las cualidades morales que debían poseer los electores y los diputados, la manera como se debía recolectar el voto primario, o ejercer el voto en los colegios electorales, hasta incluso las características que habría de tener la sala donde reunir el colegio electoral para facilitar la presencia testimonial de los vecinos vestidos con “traje decente”, lo fundamental de la concepción de Roscio radica en tres aspectos clave. Primero, solo del libre consentimiento de los pueblos por medio de la elección de sus representantes ha de dimanar la legítima autoridad; segundo, la representación política se sustenta sobre el número, el tamaño de la población, que en esta normativa distinguió entre el correspondiente al sufragio de primer grado (1 elector por cada 500 almas o menos) y el que compete al de segundo grado (1 diputado por cada 20 mil habitantes, e incluso menos, pues aunque no se llegase a esa cifra, como fue el caso de las provincias de Trujillo y Margarita, igualmente eligieron sus representantes ante el Congreso). El número como base de la representación supuso, además de un cálculo poblacional que contabilizó a quienes en aquellos tiempos estaban naturalmente excluidos  del derecho al voto, iniciarnos en el mundo de la modernidad política en franca ruptura con las prácticas de selección precedentes sustentadas en criterios de calidad y pertenencia corporativa.  Y el tercer aspecto clave concierne al hecho de que este Reglamento estableció desde un principio la necesidad de restringir el ámbito del ejecutivo, el cual quedaría sometido a sus facultades específicas, sin intervención en el ramo legislativo que sería de la exclusiva competencia de la diputación general reunida en el Congreso.

En el Reglamento de Roscio, el voto primario es determinante porque a través de él comenzaron a intervenir nuevos actores, vecinos que hasta entonces no habían gozado de participación política alguna (pardos, blancos “pobres”, negros libres), que pasaron a tener el derecho a sufragar, a participar en la res publica y da señales sobre las maneras cómo se intuye habría de ser la nueva comunidad política libre. El voto de primer grado puso de manifiesto una concepción más heterogénea de la nueva comunidad política que se estaba intentando establecer. A diferencia del sufragio parroquial, el voto de segundo grado exigió a los electores tener presente que podían elegir como diputado a quien residiera en  cualquiera de los partidos capitulares de las provincias que hubiesen “seguido la justa causa de Venezuela”, sin establecer una correlación vinculante entre residencia (vecindad) o pertenencia territorial (patria)-diputación, lo cual es clave a la hora de interpretar los ámbitos de la soberanía y las atribuciones del representante. Pero, también, que debían escoger diputados sobre la base de sus cualidades morales, entre ellas, su “buena educación, amor patriótico, conocimiento local del país, notorio concepto y aceptación pública”, lo cual nos sitúa más en el campo de una elección sustentada en lo que Bernard Manin denomina el natural “principio de distinción”, esto es, seleccionar como representantes a personas más capaces, talentosas y  más distinguidas social, cultural y económicamente que los representados.

El sistema electoral, como subrayó François-Xavier Guerra para Hispanoamérica, en general fue concebido “para separar la deliberación de la elección”, puesto que la voluntad general sólo podrá salir de la reunión de los diputados-representantes del conjunto, no del “agregado de voluntades parciales”. A los electores parroquiales competía exclusivamente elegir a los representantes, no deliberar; de allí que una vez cumplido el voto-derecho, la congregación debía disolverse. La deliberación pertenecía a la reunión general de diputados, a los representantes reunidos en el cuerpo del Congreso General. No obstante, en Venezuela los electores parroquiales terminaron transformándose en una verdadera “máquina de votar”, una que se encargó, durante los meses que duró nuestra primera revolución, de elegir a los diputados del Congreso General de Venezuela, a los de las asambleas legislativas provinciales, a los miembros de las municipalidades (Tribunal de Policía/ayuntamientos); una “máquina”, constituida por criollos, españoles europeos y canarios que revela la gradual aparición de sectores sociales que tienden hacia la “democratización”, no sin conflictos, de los espacios de participación política, como lo exhiben los sucesos ocurridos en la Villa de Araure durante las elecciones municipales de 1811 entre sectores pardos reclamando que una “pandilla” de blancos, enquistada en el ayuntamiento, estaba usurpando “los derechos del Soberano que corresponden al Pueblo”. El pueblo parece haber descubierto el poder de ser el Soberano.

II. La libertad como principio. El Reglamento fue inequívoco con respecto a sus destinatarios. La invitación se cursó a “todas las clases de hombres libres”, vecinos o avecindados en las ciudades, villas y pueblos, lo que en la práctica implicó un sufragio masculino amplio, sin distinción de calidades a quienes se les otorgó el derecho de votar para las elecciones de primer grado. Así, hombres blancos, indios, pardos y negros,  mayores de 25 años —o menores si estaban casados—, con casa abierta o poblada gozaron del derecho al voto; pero también quienes vivieran en casa de otro vecino, a su servicio o a su salario, si en “la opinión común del vecindario” eran propietarios de al menos 2.000 pesos en bienes raíces o muebles. Excluidos de este derecho fueron, además de las mujeres, menores de edad, dementes, sordo-mudos, extranjeros, transeúntes, vagos públicos, deudores, aquellos que no poseían la condición de ser libres: los esclavos,  pardos o negros. Unos excluidos que sin embargo sí contaron para sustentar la representación: todos son contabilizados a la hora de hacer el cálculo del tamaño de la población aunque no se les considere como entes autónomos capaces de expresar su voluntad.

La libertad como principio admitió una igualdad en medio de la desigualdad que entrañaba la figura misma del vecino, porque en aquellos tiempos no todos éramos vecinos de la misma calidad. Y posibilitó asimismo ampliar la participación al convocar no solo a los vecinos residentes en las ciudades capitales y principales, sino también a quienes habitaran en las villas, o bien en pueblos que no llegaban a las 500 almas, espacios hasta entonces relegados de cualquier forma de participación política. El Reglamento de Roscio, al hacer extensivo el derecho al voto en todos esos niveles, impuso un quiebre decisivo con el proceso electoral de 1809 cuando se nos convidó a designar un diputado-representante por la Capitanía General de Venezuela ante la Junta Suprema Central Gubernativa de España e Indias, una experiencia que abrió serias heridas políticas por la manera como fue manipulado el resultado electoral y las condiciones en sí que se habían establecido para llevarlas a cabo. Ese referente previo fue decisivo para que el Reglamento del doctor Roscio subrayara condiciones muy distintas para dar curso a este proceso electoral, entre ellas, la obligación de extender la participación, más allá de las ciudades, a las villas y pueblos.

Libre consentimiento, tamaño de la población, ampliación de la participación política e inequívoca separación entre el brazo que ejecuta la ley de aquel que la redacta fueron los pilares que hicieron factible imaginarnos la república.

Fueron esas normas, provenientes de la portentosa pluma de Roscio, las que dieron inicio a nuestro primer intento de crear una república; normas claras basadas en un principio crucial que le da contenido a cualquier democracia: del libre consentimiento de los miembros de una sociedad por medio de elecciones creíbles y confiables dimana la autoridad legítima.

1810 estrenó a Venezuela en el goce del voto. Votar libremente ha tenido vieja y grata memoria entre nosotros, pues en la raíz de la república yace ese derecho de ejercer libremente nuestra soberanía.


*Carol Leal Curiel es antropóloga, politóloga e historiadora. Profesora de la Universidad Simón Bolívar y directora de la Academia Nacional de Historia. Premio Municipal de Literatura 1991.


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