ANTONIO COVA MADURO, POR MANUEL SARDÁ

Por SEBASTIÁN COVA

Escribo estas líneas al calor de la guerra abierta que ha estallado en la franja de Gaza y que viene a sumarse a la que, más al norte, lleva ya año y medio entre Ucrania y Rusia.

Un poco más cerca y con mucho menos sangre, sigo con atención la “guerra” que se ha desatado al interior del Partido Republicano que, con escaso margen, controla la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos de América y que se ha quedado, por primera vez en su historia, sin un vocero de la mayoría.

Aquí en nuestro país veo cómo Enrique Capriles se retira de las primarias opositoras en las que todo parece indicar que la ganadora será María Corina Machado, pese a que se halla inhabilitada para competir en las elecciones presidenciales.

Todo lo anterior acontece en un marco de inflación mundial y temperaturas que rompen récords históricos, de teorías de la conspiración que, por más esquizofrénicas que sean, no dejan de ser seguidas por millones, y de una incapacidad creciente de conducir debates o negociaciones racionales porque hoy en día la opinión pública está signada por unas redes sociales en donde la gente quiere ser más papista que el papa…

Yo veo y analizo las escenas arriba descritas, tratando de entender el porqué de lo sucedido y, sobre todo, de prever a lo que nos conducirá, echándole mucha cabeza pero lamentando que no cuento con la compañía y ayuda del profesor Antonio Cova, mi papá.

Y es que en estos 10 años desde que lo perdí, no ha ocurrido un solo acontecimiento mundial que no me hiciera querer debatirlo con la persona que sembró en mí el interés por la Historia y su errático devenir, la persona que cuando descubrió que, a mis tiernos 12 años, me había vuelto fanático de algunas películas como Rambo y otras inspiradas en la guerra de Vietnam, tomó de una de las muchas bibliotecas de la casa un enorme atlas geográfico para explicarme por qué Estados Unidos se había metido en aquel berenjenal.

Desde muy joven, mis padres, académicos ambos, me enseñaron a pensar críticamente y a que hiciera el esfuerzo por ponerme siempre en los zapatos del otro, de modo de poder entender por qué la gente actuaba como lo hace; pero mientras mi mamá se enfocaba más en el aspecto ético de mi formación, mi papá se dedicó a lograr que me interesara por el mundo y sus problemas, invitándome a sentarme con él frente al televisor, no sólo para ver la serie de la semana y comentarla, sino también a la hora de los noticieros, deteniéndose siempre con algún comentario contextualizador que ampliara mi experiencia mucho más allá de lo transmitido en la pantalla.

Desde muy pequeño crecí acostumbrado a la frase inquisitiva “¿cómo será tener al profe como tu papá?” y la verdad es que no sé si aún ahora pueda responderla, porque para mí era simplemente mi papá y ya, sin consciencia alguna de que, aparentemente, fuese distinto a la media. Creo sinceramente que, como la inmensa mayoría, sólo hizo lo que pudo y lo que le salió natural, quizá con la suerte de que lo que le salía natural era, precisamente, transmitir conocimiento o, más importante aún, el querer aprender y a tener la mente siempre dispuesta a la reflexión y el análisis. Esas son las cosas que me enseñó como padre, sin darnos cuenta de que eran las cosas que enseñaba también en clase.

Podría concluir diciendo que es debido a eso que lo extraño tanto y que no pasa un solo día en que no lo recuerde con melancolía. Y quizá haya algo de esa falta de guiatura intelectual, esa sensación de orfandad que uno siente cuando sale al mundo solo y ya no tiene consigo a los maestros que nos enseñaron a resolver problemas durante el período formativo, sí; pero lo cierto es que simplemente lo extraño porque era mi papá… ¡Y ya!


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