Al igual que en la literatura y el amor, para comer y beber es indispensable el estilo. Me ha tocado ser en materia gastronómica y etílica una mujer poli-clasista, como se definían los partidos socialdemócratas. He comido boquerón frito y en escabeche, atún en lata, salmón, congrio o arenque, y he untado Diablito y foie gras. Disfruto las empanadas de El Palito, el cochino frito de El Junquito, arepas en toda la ciudad, chicha de carrito, catalana frita en La Guaira, perros calientes y hamburguesas en la Calle del Hambre en Baruta, pastel de polvorosa, mero en salsa verde o carpaccio de salmón entre Los Palos Grandes y Altamira. Mi madre venezolana me aficionó a la mezcla de dulce y salado, verbigracia la polenta, y mi padre checo me enseñó a comer rodilla de cerdo y quesos de aroma invasor. Soy una bárbara ilustrada y tengo el paladar bastardeado por las parrillas, la pasta bologna y la cerveza, mas distingo las edades de los güisquis.

Trato con escritores(as) que comen y beben de acuerdo a su procedencia y temperamento. La Escuela de Letras está llena de sibaritas de amplio espectro y tengo amigas mantuanas que no mastican chicle ni toman cerveza, además de amigas transgéneros que adoran el certamen de Miss Venezuela. Parrandeo en bares gays y en El Maní es Así, por lo tanto mi historia de comida y bebida está salpicada y regada por pasapalos y palos de dudosa naturaleza; igualmente mi hígado y mi bolsillo han gozado y padecido los buenos tragos de los botiquines elegantes y las vinaterías de Paseo Las Mercedes, Mata de Coco o el Centro San Ignacio. Como y bebo hasta en restaurantes chinos de cuarta para conspirar o compartir con periodistas, narradores o estudiantes.

Vida y muerte

Moriremos: no queda sino beber y comer, amén de otras acciones que no son tema de esta revista. La pregunta es cómo ejerceremos tan fascinantes tareas. La periodista y narradora española Rosa Montero, en una de sus tantas columnas en el diario madrileño El País, afirmó con magnífica ironía que, gracias al éxito de la medicina estadounidense, se ha difundido la peregrina idea de que morirse es de mala educación, una suerte de inconveniencia propia de seres sin empatía con los demás, entregados a la esclavitud narcisista de sus malas mañas. Prefiero otro tipo de enfoque, como el sostenido por una amiga endocrinóloga, una cuarenteenager como yo, que se ve de treinta:

―Gisela, quién te dijo a ti que hay que cuidarse para no morirse, hay que cuidarse para estar bien buena y levantar siempre.

A los médicos que prohíben beber alcohol no vale la pena discutirles: a cambiar de especialista. De los gazmoños que pretenden prohibirle los dulces de lechosa, las tortas de jojoto o las conservas de coco a las veteranas hedonistas y longevas al estilo de mis tías, hay que defenderse con elegancia y capacidad de síntesis. Aconsejo que luego de sus peroratas soltemos esta frase memorable de Claudio Nazoa respecto al Dr. Pedro Penzini Fleury:

―Doctor(a), déjeme morir en paz.

Intermedio: paso atrás

Prefiero el vino tinto al blanco. Sus tonalidades me resultan más bellas, sus olores y sabores más gratos, lo digiero mejor. Según dicen aumenta la serotonina, sustancia que segrega el organismo y provoca bienestar. Recuerdo una botella de Beaujolais Village compartida con un amor hace ya años; las risas eran leves y espontáneas pues la alegría es más que carcajadas. Oíamos tangos de Roberto Goyeneche, hablábamos de un futuro que se cumplió parcialmente y con irresponsable ligereza todavía concebible salimos a pasear por Caracas a la medianoche. Nos regocijamos con las antiguas mansiones de El Paraíso, los edificios de la avenida Victoria, las bellas edificaciones de Colinas de Los Caobos, las plazas escondidas de La Florida y las casas modernistas de Bello Monte. Alguien cuyo nombre se me escapa me enseñó el término para calificar el recuerdo de un vino de categoría y, por qué no, de un gran momento amoroso: “cuando se cata un buen vino, su sabor permanece en la laringe después de haberse tragado, esto se llama ‘paso atrás’; cuando el vino es bueno, su ‘paso atrás’ permanece por largo tiempo”.

Vida y secretos

Mi realismo gastronómico consagra que comida es para comer no para adornar, pero un sano principio de realidad indica que no gustar de algunos platos resta puntos. Mientras con amistades, cónyuges y parientes se puede pecar de sincera, con las conquistas o los prospectos no convertidos aún en conquistas es preciso un olfato de sabueso y saber cuál información es trasmisible o no de manera inmediata. Más de una vez he tenido que sonreír con gesto cortés ante platillos de alta cocina pues perdí una amistad una vez por burlarme de la comida molecular. Eso sí, cuando me he enamorado he preguntado: amor, ¿te gusta el chicharrón o la comida japonesa?

Destino y militancias

Soy profesora universitaria, escritora y activista por los derechos de las minorías sexuales, actividades cuyas satisfacciones son más imaginarias que reales. Los indomables pragmáticos piensan que quienes nos dedicamos a estos menesteres comemos flores: vivimos en las nubes, no entendemos la realidad. Falso… Me refiero, claro, a lo de comer flores: jamás me convertiré en vegetariana pues pienso que donde hay carne hay cultura. Amaré siempre todas las carnes sin distinción. Apoyo lo que indica François Rabelais (1494 – 1553) en su novela Gargantúa y Pantagruel: Eva fue tentada en el Paraíso Terrenal por una morcilla, no por una serpiente.

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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