1. Consideraciones generales

En Caracas, como en el resto de la República, generalmente, las familias comen mal, y de esa mala preparación de los alimentos resultan esas frecuentes enfermedades del estómago, producidas por las malas digestiones, enfermedades que, no pocas veces, no solamente se hacen crónicas e incurables, sino que causan también muchas muertes prematuras.

En Europa se prefiere siempre, como más sana, la comida casera de familia a la que hacen en los mejores restaurantes; aquí sucede todo lo contrario, pues hay muchas personas, padres e hijos de familia, que para comer un poco mejor buscan cualquier pretexto para ir a almorzar, o a comer, en un restaurante o posada.

Si en las casas particulares (aun en muchas de familias muy acomodadas) por lo regular se come mal, es porque aquí son muy escasas las buenas cocineras, y las cocineras son muy escasas porque aquí no hay, como en Europa, amas de casa que sepan o quieran enseñarlas.

En Europa el arte culinario hace parte de la educación de la mujer, aun entre las familias más distinguidas, así es que allá es muy rara el ama de casa que no sepa cocinar, y es por eso que en Europa hay tantas y buenas cocineras, porque sus amas las han enseñado. En Europa una señora se avergonzaría de no saber cocinar, mientras que una caraqueña creería rebajar su dignidad con ocuparse de la cocina, y no hacen aprender la cocina a sus hijas porque, dicen ellas, sus hijas no han nacido, ni han sido criadas, para ser cocineras.

En Europa, como las amas de casa, aun cuando tengan buena cocinera, van con frecuencia a la cocina para vigilar y prevenir cualquier descuido, las cocinas se mantienen allá constantemente con tan esmerado aseo, que las señoras muchas veces al llegar de la calle entran en ellas con su traje de seda, sin temor de ensuciarse.

Aquí, como las amas de casa no se ocupan de la cocina y la dejan entregada a la cocinera, generalmente las cocinas son siempre desaseadas y algunas de ellas tienen sus utensilios tan sucios, que cualquier persona un poco delicada, al saber que en ellos se ha cocinado la comida de la cual debe participar, no puede menos que perder el apetito y sentarse a la mesa con mucha repugnancia.

La mayor parte de las mejores cocineras de Europa son campesinas que desde muy jóvenes emigran de su pueblo, para buscar servicio en la ciudad, y naturalmente llegan a la casa de sus nuevos amos toscas, brutas e ignorantes como lo son generalmente todas las campesinas de Europa, pero el ama de la casa, poco a poco, les va enseñando prácticamente el servicio, haciéndoles ver cómo deben hacerse los quehaceres domésticos, y especialmente todo lo que concierne a la cocina. La muchacha empieza por ser ayudante de cocina y a los pocos meses llega a ser una regular y a veces excelente cocinera. Cuando una ama de casa toma a su servicio una cocinera que ya sabe su oficio, después de enterarse de lo que sabe hacer, siempre le enseña el modo de preparar algunos platos especiales que prefiere; así es como una cocinera un poco inteligente, después de haber servido en varias casas, llega a ser una famosa cocinera.

Aquí las cocineras empiezan del mismo modo que en Europa, pues llegan a la casa para servir sin saber de cocina nada más que lo que han visto hacer en su tugurio o choza, a su madre, y naturalmente con todos los hábitos de desaseo adquiridos en su casa, pero como aquí las amas de casa no entienden, ni quieren entender nada de cocina, no pueden enseñarle lo que ellas mismas ignoran; así es que las pobres muchachas llegan a envejecer en el servicio como cocineras, sin conocer ni los más triviales principios del arte culinario. En efecto, las familias más acomodadas de esta capital no comen mejor que las familias de artesanos las más pobres, ni tienen en sus mesas variedad de platos, porque como en general todas las cocineras no saben componer sino un número reducido de platos, no pueden variar mucho el menú diario, y casi todos los días presentan en la mesa los mismos platos.

En Europa, en general, la gente vive para comer, mientras que aquí se come para vivir, o mejor dicho; para no morir de hambre. Allá cuando uno se sienta en la mesa empieza a recrear el olfato por ese olorcillo que siempre emana de los manjares bien preparados, y que tanto contribuye a excitar el apetito, y aun antes de empezar a comer se experimenta una cierta fruición agradable, a la idea de que pronto se podrá saborear tal o cual plato, que a la vista y por el perfume agradable que exhala, promete ser delicioso al paladar.

Aquí sucede todo lo contrario, porque ya sea porque en general hay la mala costumbre de servir los platos casi fríos, o por su mala preparación, es un hecho que, si exhalan algún olor, es casi siempre desagradable y nada excitante; así es que en lugar de abrir el apetito, lo quita al que lo tenga.

En Europa generalmente la gente almuerza muy a la ligera para continuar en sus ocupaciones diarias, pero en la comida de la tarde, como los más acabaron su tarea, les gusta prolongarla lo más posible, así es que comen muy despacio, porque saben que de ese modo no solamente prolongan más los goces de la mesa sino que pueden comer más y digerir mejor.

Aquí, al contrario, parece que los venezolanos consideran el acto de comer como una necesidad la más pesada y desagradable, pues procuran salir pronto del mal paso, comiendo o, mejor dicho, tragando la comida a toda carrera, para levantarse de la mesa con el último bocado todavía en la boca. Cualquiera al ver comer a los venezolanos los juzgaría como personas muy activas y tan ocupadas, que no tienen ni tiempo suficiente para comer, pero se equivocaría; no es por cierto en Venezuela donde se aprecia ese gran principio de los norte-americanos que el tiempo es oro, porque con excepción de unos pocos comerciantes verdaderamente ocupados (especialmente los que venden al detal), los demás andan siempre buscando el modo de matar el tiempo; y en efecto esos mismos que suelen comer con tanta precipitación, al levantarse de la mesa, se echan en un mecedor o en la cama, para sestear, o salen a la calle casi siempre sin rumbo determinado, nada más que para distraerse del fastidio que causa siempre la flojera y la desocupación. De todo lo cual se deduce que, para el venezolano, la mesa, lejos de constituir para él un placer, viene a resultar una tarea pesada y desagradable a la cual se resigna por una imperiosa necesidad material, como se resignaría a tragar una medicina amarga, para curarse de una enfermedad que lo mortifica. Lo peor es que esas comidas mal cocidas y peor condimentadas, tragadas sin la necesaria masticación, con repugnancia y sin gusto, en lugar de servir de alimento, las más de las veces causan indigestión, dispepsia y otras enfermedades más o menos graves.

De ese descuido inexcusable por parte de las amas de casa de no procurar el proporcionar a sus familias una comida sana y agradable al paladar, preparada según las reglas indicadas por los higienistas y buenos cocineros, resulta que en general los niños se cansan pronto de esos manjares tan malos y repugnantes al paladar, y se envician en la pastelería y en los dulces de toda clase, que nadie ignora son un verdadero veneno para los niños, porque debilitan y casi destruyen el estómago más fuerte y robusto, produciendo continuas indigestiones que engendran lombrices, las cuales a veces causan enfermedades graves y hasta la muerte.

La buena o mala salud depende especialmente de la buena o mala alimentación; así es que las madres de familia deberían tomar el mayor interés en procurar el proporcionar a sus maridos e hijos, buenas comidas, sanas, nutritivas y gustosas, para lo cual deberían estudiar y consultar los mejores libros de higiene y de cocina, ocuparse personalmente un poco más de la cocina de su casa, y no dejarla a la merced de una mala cocinera; procurar que la cocina y sus utensilios estén constantemente aseados, porque en una cocina desaseada y con utensilios sucios, o mal lavados, no es posible hacer buena comida. Un ama de casa que no sepa dirigir una casa es indigna del alto puesto que ocupa en su familia; pues para saber mandar, es preciso saber hacer lo que se manda a hacer.

Aquí en Caracas es tan desconocida la verdadera gastronomía, que generalmente confunden a un gastrónomo con un glotón, pues con mucha frecuencia oigo decir, hasta por personas instruidas, que fulano es gastrónomo porque come mucho, cuando, al contrario, un glotón es el tipo precisamente opuesto del gastrónomo, pues mientras este, aun cuando tenga mucho apetito, dejará de comer si no halla los manjares exquisitos y perfectamente preparados y servidos, con todas las reglas del arte culinario, aquel comerá de cuanto le presenten, esté bien o mal condimentado. El gastrónomo come siempre muy despacio, saboreando y gustando lo que come, mientras el glotón ni siquiera masca lo que come sino que todo lo traga a prisa sin darse cuenta de lo que come, sea bueno o malo, porque él no tiene otro afán que el de llenar el buche lo más pronto posible.

Parece que las mujeres casadas venezolanas no comprenden la influencia que ejerce una buena o mala comida sobre el ánimo del marido; pues, si lo comprendieran, no considerarían con tanta indiferencia despreciativa una cuestión que para una esposa europea es de la mayor importancia, porque sabe demasiado que de ella depende, a veces, hasta su tranquilidad y la paz doméstica, pues en Europa, más de un marido algo delicado en materia de cocina ha llegado hasta a abandonar a la mujer, porque no sabía prepararle la comida a su gusto.

Cuando una persona ha comido bien y bebido mejor (se entiende sin emborracharse), se halla dispuesta a la expansión y a la ternura, y si tiene que trabajar lo hace con gusto y satisfacción, porque se siente fuerte y con el espíritu tranquilo. Cuando al contrario ha comido mal y con repugnancia, experimenta un malestar que la pone de malísimo humor, y entonces pobres de los que la rodean, porque habrá siempre alguna víctima, aunque no sea más que el gato que reciba, en lugar de una caricia que fue a buscar, un puntapié. Si esa persona tiene que trabajar, hasta suspenderá su trabajo porque no tendrá ánimo, ni fuerza para hacer nada, y si algo hará, lo hará de mala gana y mal. A parte de la mala influencia que una mala comida ejerce sobre la parte moral de una persona, sea hombre, mujer, niña o niño, siempre lo que se come a disgusto se digiere mal, y allí vienen las indigestiones con todas sus malas y hasta fatales consecuencias.

Por todo lo expuesto, especialmente las madres de familia, comprenderán la necesidad de considerar y estudiar la cuestión cocina, con más interés de lo que hasta ahora se ha acostumbrado en Venezuela, pues se convencerán de la grande influencia que una buena o mala alimentación puede ejercer sobre la salud y tranquilidad doméstica.

Un general no podría mandar con honor un ejército si no supiera manejar un fusil como el mejor soldado, y asimismo un ama de casa no podrá nunca gobernar bien su casa, si no conoce prácticamente todos los oficios domésticos, los cuales deben aprenderlos las niñas, para que cuando sean amas de casa puedan mandar, hacer y dirigir, cuando sea necesario, dichos oficios, para que sus sirvientes los hagan como deban hacerse y no de cualquier modo, como sucede en las casas donde las señoras no saben llenar sus deberes de ama de casa; porque cuando eran niñas sus madres no han sabido o no quisieron enseñárselos.

Cuando una madre está criando su niñito, no permite que nadie le prepare la leche para el tetero o la papilla, porque en su grande amor maternal no se fía de nadie, pues le parece que nadie sabe preparar esos alimentos como ella. Asimismo sucede cuando hay en una familia un enfermo grave o convaleciente muy delicado, pues entonces su esposa, su madre o sus hijas quisieran prepararle ellas mismas sus alimentos, ya porque siempre desconfían de la cocinera y temen que no haga esa comidita de enfermo con todo el esmero y aseo requeridos, y sobre todo quieren halagar al enfermo y animarlo a comer con decirle: come ese lomito, yo misma te lo preparé con mis manos. Pero si esa esposa, madre o hija no entienden nada de cocina, no pueden darse esa tierna satisfacción. Es en esos casos que la mujer se avergüenza de no haber aprendido a cocinar.

A pesar de la grande repugnancia que generalmente las señoras venezolanas le tienen a la cocina, muchas de ellas suelen ocuparse en preparar pastelería y dulces de todas clases, ya sea para su propia familia, para regalarlos o para venderlos, y es preciso convenir que en ese ramo las caraqueñas están muy adelantadas, pues hacen dulces muy delicados y sabrosos. Si en Venezuela las señoras se dedican tanto en la confección de dulces, es porque en general a ellas les gustan mucho esas golosinas, y algunas casi no se mantienen más que con esas chucherías, pues las prefieren a las mejores viandas; y es tanta su predilección por los dulces, que en los banquetes de familia siempre abundan más los dulces que las viandas, y especialmente las señoras y niños, por exquisitos que sean los otros manjares, apenas los prueban, para reservarse (como dicen ellas), para darse una buena atracada de dulces. Es verdad que la mayor parte de ellas no ignoran que la pastelería y los dulces, además de ser poco nutritivos, son alimentos muy indigestos, y que por consiguiente echan a perder el estómago, pero el vicio de la gula, como todos los vicios, se sobrepone siempre a la razón y a la prudencia.

Si las madres de familia comprendiesen mejor las fatales consecuencias que de esa comentina (sic) a todas horas de esas pastas y demás golosinas dulces, resultan para su propia salud y la de su familia, por cierto que si no proscribieran en absoluto el uso en sus casas de todos esos venenos insidiosos azucarados, que dulce y suavemente van minando poco a poco las constituciones más robustas, empezando por ir debilitando el estómago y acabando con destruir todo el cuerpo, a lo menos procuraría limitarlo lo más posible, porque al fin, como dice el adagio: poco veneno no mata; pero ellas, dominadas por su propia golosidad y por ese amor materno tan excesivo y mal entendido que tienen para sus hijos, sin hacer caso ninguno de los consejos y advertencias prudentes de los médicos, siguen hartándose de pastas y dulces de toda clase y no solo permiten a sus hijos que los coman también, sino que ellas mismas se las ofrecen a todas horas y a cada instante, y a veces hasta los obligan a comerlas. Es verdad que después se presentan las lombrices y las subsiguientes enfermedades que ellas causan, pero para eso hay muy buenos vermífugos que matan las lombrices, aun cuando por otra parte, siendo todos ellos compuestos de sustancias venenosas, mientras libran las criaturas de las lombrices, les dejan en el cuerpo el germen de otras enfermedades peores que, más tarde o más temprano, no dejan de aparecer. Si las madres de familia, repito, comprendieran bien todo eso, en lugar de ocuparse en hacer tantos dulces y pastelerías, se ocuparían más bien en aprender y preparar buenas viandas sanas, nutritivas y digestivas, para alimentar con ellas a su familia, y tendrían la gran satisfacción de ver a sus hijos sanos, fuertes y robustos, y siempre con buen apetito. ¿Pero querrán ellas convencerse de que todo lo que acabo de exponer es la pura verdad?… Lo dudo, porque así es la pobre humanidad.

Como séquito a este artículo, y por si entre las lectoras de La Nación hubiere alguna señora que, aceptando mis saludables consejos, quisiere hacer algunos ensayos en el arte culinario, indicaré a continuación algunas reglas generales que debe observar una buena cocinera, y en seguida publicaré algunas fórmulas sobre el modo de confeccionar algunas viandas caseras a la italiana. No se puede negar que la alta cocina francesa es la primera cocina del mundo civilizado, pero es una cocina muy difícil y costosa, y para confeccionar esos platos tan refinados se requiere el talento de un buen cocinero; mientras que la cocina italiana se distingue, no solamente por la particularidad de sus platos especiales, que tienen fama en todo el mundo, sino por la sencillez de su preparación, de modo que cualquiera, sin ser un gran cocinero, puede muy fácilmente confeccionar, si no todos, a lo menos la mayor parte, de los platos a la italiana.

2. Reglas generales para una buena cocinera

Una cocinera deberá estar en la cocina siempre vestida con mucho aseo, con su delantal blanco y peinada. Una cocinera desaseada en su persona no podrá menos que ser también desaseada en sus trabajos culinarios, y basta ver una cocinera sucia para tener repugnancia en comer lo que ella ha cocinado.

Una buena cocinera debe tener constantemente la cocina y todos sus utensilios muy limpios y aseados, porque en una cocina desaseada y con utensilios sucios no se puede hacer sino comida también sucia; y por consiguiente de mal gusto y repugnante, pues no hay nada más desagradable que encontrar, lo que aquí sucede con frecuencia, materias heterogéneas en lo que se come, pues a veces eso revuelve el estómago y quita el apetito.

Una cocinera no puede hacer buena comida si no tiene en su cocina todos los utensilios necesarios para aderezar los diferentes manjares que debe preparar, pues para cada plato se requieren utensilios especiales para prepararlos y vasijas o cacerolas, a propósito, para cocerlos.

Las ollas y cacerolas pueden ser de loza, siempre que sean vidriadas y que el vidriado esté en buen estado, porque las ollas y cazuelas de loza no vidriadas y las vidriadas que estén mal vidriadas, o tienen el vidriado averiado con grietas, por ser ya demasiado viejas, especialmente cuando se cuecen en ellas cuerpos grasos, absorben fácilmente la manteca y aun cuando después frieguen bien y laven esas cacerolas, no pueden quitarle la manteca absorbida, la cual pronto se pone rancia, y cuando después se vuelve a usarlas, el calor del fuego hace brotar de los poros de la cacerola esa manteca rancia, la cual naturalmente comunica al guisado ese gusto de rancio o de refrito, tan desagradable, que con frecuencia se percibe en la comida.

Las ollas y cacerolas de cobre estafiado tienen el grave defecto de que si no están bien estañadas, al cocinar en ellas viandas con manteca, suelen soltar cardenillo, el cual no solamente comunica a los guisados un gusto acre muy desagradable, sino que, siendo un veneno, puede causar fuertes dolores de vientre, enfermedades gravísimas y hasta la muerte. No se debe dejar nunca comida de un día para otro, en ollas o cacerolas de cobre, aun cuando estén estañadas. En un país como este, donde las cocineras son generalmente desaseadas y descuidadas, esa clase de ollas y cacerolas, y cualquiera otro utensilio de cobre, debería excluirse en absoluto, con excepción de las pailas y demás utensilios, destinados únicamente para la confección de jarabes y dulces, en cuya composición no entra ningún cuerpo grasoso, como manteca, mantequilla, aceite, etc., los cuales al contrario deben ser preferentemente de cobre, y, si es posible, que no estén estañados, porque mientras el azúcar y sus compuestos no atacan ni oxidan el cobre, suelen a veces disolver y oxidar el estaño, especialmente cuando requieren un fuego vivo y la estañadura que se desprende de la paila no solo perjudica a la buena confección de los dulces, sino que es dañina a la salud.

Los mejores utensilios de cocina, especialmente para las viandas grasas, son los de hierro estañado, pues aun cuando por el uso pierdan con el tiempo la estañadura, aunque en esos casos siempre es conveniente hacerlos estañar de nuevo, para que puedan limpiarse mejor, y tenerlos más aseados, nunca podrán causar ningún daño a la salud, porque el hierro, aunque se oxide, no puede ser nunca nocivo. Los utensilios de hierro con baños de loza son muy buenos también, pero tienen el defecto de que cuando se rompe el enlozado o se despega, no se pueden componer y quedan inservibles.

Las cacerolas o cafeteras, destinadas para hacer hervir la leche, deben mantenerse constantemente muy limpias, y no emplearlas para ningún otro uso, porque la leche es una sustancia delicada, y se corta muy fácilmente, cuando no se hierve en una cacerola o cafetera bien limpia.

En Venezuela, nadie bebería un vaso de agua, que no sea destilada (como común y erróneamente se dice aquí, aunque en realidad es agua filtrada), pero en la cocina, generalmente, no se emplea para hacer el caldo y demás usos, sino agua de la pila, aun en los días que es turbia y sucia, a consecuencia de algún aguacero. De allí sucede, naturalmente, que con frecuencia se halla en el fondo de un plato de sopa hasta arena y un gusto desagradable de tierra en la comida en general. Por lo tanto una buena cocinera no debería usar para cualquier comida sino agua filtrada.

Las cocineras venezolanas tienen la mala costumbre de usar las especias o drogas, con que sazonan la comida, enteras o simples y mal machacadas, en un almirez o en la piedra; así sucede que, al comer, se sienten con frecuencia en la boca esas drogas mal molidas y duras, que por cierto causan una sensación muy desagradable y repugnante, pues parecen cuerpos extraños, que instintivamente uno procura expeler; así es que, a veces, no se hace más que comer y escupir esas drogas, que a cada bocado se sienten sobre la lengua y no se pueden tragar. Es verdad que las cocineras, aun cuando naturalmente deberían procurar moler mejor esas drogas, no tienen en eso toda la culpa, porque quien la tiene son los boticarios-droguistas, los cuales, siendo la mayor parte europeos, no comprendo por qué a ninguno de ellos se le haya ocurrido, por propio interés, preparar especias bien pulverizadas, impalpables, como las que preparan desde tiempo inmemorial todos los droguistas de Europa, de donde provino que en muchas poblaciones los droguistas son llamados Especieros, porque venden especias, artículo de gran consumo.

Las especias bien molidas (deben ser pasadas por un cedazo de seda muy fino para que queden impalpables) y bien compuestas de las diferentes clases de drogas que deben componerlas, tienen la ventaja de que con una cantidad muy pequeña de ellas se condimenta mejor una vianda cualquiera, que no se conseguiría con una gran cantidad de drogas mal molidas, y eso es sumamente más ventajoso para la salud, porque es muy sabido que las drogas, mientras se usan con mucha parsimonia, sirven de estimulante y facilitan la digestión, mientras que cuando se usan en gran cantidad son muy nocivas, porque irritan el estómago y especialmente los intestinos. Además, las especias bien preparadas y bien molidas comunican a las viandas un gusto mucho más agradable, y cuando se comen los manjares sazonados con ellas, no se siente en la lengua esa borra de drogas mal molidas tan desagradables al paladar.

Sería de esperar que los señores boticarios-droguistas, los cuales por cierto tendrán la fórmula para componer debidamente buenas especias, agregaran ese artículo a su surtido de drogas y no dejaran de tener de él un expendio más que regular, pues naturalmente todas las amas de casa y las mismas cocineras comprenderán la conveniencia de preferir las especias ya molidas y bien compuestas, a las drogas que han usado hasta ahora y están usando, porque en eso encontrarán la triple ventaja de gastar menos, evitar enfermedades y poder preparar más fácilmente, sin tener a trabajo de moler las drogas, su comida, la cual resultará más sabrosa al paladar, y se podrá comer sin repugnancia, porque no se encontrarán en ella todas esas conchas y pajitas de cominos y de otras drogas mal molidas, que tanto repugnan.

Es muy general en Venezuela cocinar con leña; y este es un sistema que tal vez, especialmente donde abunda la leña y está escaso el carbón, será muy económico; pero con fuego de leña no se podrá nunca hacer una buena comida, y aún menos, aseada. Primeramente una cocina con fogones para leña no puede ser nunca aseada, porque, ya sea para encender o atizar el fuego, se levanta continuamente mucha ceniza, la cual al caer va cubriendo y ensuciando todo cuanto hay en la cocina, empezando por la misma cocinera y acabando con ensuciar hasta la comida hecha y por hacerse. Cuando se cocina con leña no se pueden tapar las ollas ni las cacerolas, porque entonces el humo de la leña ahúma todo lo que se está cocinando en ellas, comunicándoles un gusto ahumado tan desagradable que las hace incomibles. Se puede soportar el gusto de “quemado”, pero de ningún modo el de “ahumado”.

De esa necesidad de tener las ollas y cacerolas descubiertas resultan muchos inconvenientes: primeramente, no puede menos que caer continuamente sobre la comida que se está cocinando ceniza y hollín, materias que tal vez, especialmente la ceniza, contribuirán a ablandar las caraotas, pero que por cierto no le comunican a la comida ningún gusto agradable; además, cuantas moscas, mosquitos y demás insectos alados pasan sobre una olla o cacerola que está hirviendo, quedan aturdidos por el vapor que sale y naturalmente caen en la olla o cacerola, víctimas de su golosina, para ir a olfatear una comida que por cierto no se estaba confeccionando para ellos. Puede ser que esas moscas contribuyan a dar más sustancias al caldo y a las salsas, pero por una de esas viejas preocupaciones muy arraigadas, a nadie le gusta encontrar moscas en su plato, y hay personas tan delicadas que al ver una mosca en su plato, no solamente rechazan el plato, pero si ya habían empezado a comer de él, con la idea de haber comido una vianda de moscas, se les revuelve de tal modo el estómago que pierden el apetito y no siguen comiendo de él. Hay algunos que hasta arrojan lo que habían comido.

En Caracas es tan reciente y tan poco generalizado el uso del carbón en las cocinas, que son bien pocas las que tengan fogones económicos de hierro colado, con sus puertecitas o tapaderas de hierro, en la boca del cenicero, para cerrarlas cuando el carbón está completamente encendido para evitar que se consuma demasiado ligero; así es que generalmente se desperdicia mucho carbón.

Hay veces que el carbón, por ser muy fuerte, porque es de buena calidad, no se enciende con mucha facilidad y hace desesperar a las pobres cocineras, sobre todo cuando están muy apuradas, y para evitarles de darse al diablo porque el carbón no quiere encenderse, por más que se cansen de soplar, les voy a indicar un modo muy sencillo para encender prontamente el carbón sin mayor trabajo, valiéndose del mismo “Diablo” para encender el carbón. Manden a hacer por cualquier latonero una especie de tapadera redonda a modo de embudo, de latón de hierro batido, con la base un poco más ancha del diámetro del fogón, de manera que lo cubra completamente, con un tubo en la parte superior de más o menos dos y media pulgadas de diámetro y como media vara de largo. Cuando se quiera encender un fogón, no hay más que poner debajo del carbón algunas virutas o algunas astillas de leña u otra madera delgada y un poco de papel untado con kerosene o cualquier otra sustancia grasa; se prende el papel con un fósforo y después se tapa o cubre el fogón, con esa especie de chimenea postiza que acabo de explicar y se sopla por la boca del cenicero y pronto se encenderá el carbón. Esa chimenea postiza o inmovible, que en Italia se llama “El Diablo”, no se quita del fogón sino cuando el carbón está suficientemente encendido para hacer uso de él. “El Diablo” impide también que se llene la cocina de humo al encender el carbón.

Una de las causas principales de lo poco digestivo de la comida en Venezuela es que, en general, hay poco o ningún cuidado en emplear las legumbres y hortalizas frescas o pasadas. Toda legumbre que no esté bien fresca, o que esté demasiado hecha (como dicen vulgarmente los agricultores), no puede menos que ser muy pesada para el estómago, y por consiguiente indigesta, aun cuando esté bien cocida; sin embargo, no solamente las sedicentes cocineras venezolanas suelen comprarlas ya pasadas, sino que con frecuencia las dejan en la cocina (sin siquiera ponerlas en agua o en lugar freso) por varios días antes de cocerlas. El repollo, aun siendo muy fresco, es reconocido como una de las legumbres más pesadas, y, sin embargo, es muy común en las casas el comprar un repollo y después de cada día cortar la cuarta o más pequeña parte, para echarla en el hervido y guardar el resto para ir empleándolo poco a poco en los días subsiguientes. Algunos creen que haciendo cocer más tiempo esas legumbres pasadas basta para que sean comibles, pero eso es un grande error: las legumbres debe procurarse comprarlas siempre lo más frescas posible, y si se guardan deben ponerse, según su clase, en agua como las flores frescas que se quieren conservar o rociarlas con frecuencia y siempre guardarlas en lugares frescos y ventilados, pero nunca en la misma cocina y aún menos cerca de los fogones.

Hay amas de casa que por una mal entendida economía, y muchas cocineras, por ignorancia, al limpiar y mondar las verduras, especialmente los repollos, no les quitan todas las hojas verdes o pasadas, las cuales, aunque a fuerza de cocer se ablandan, siempre son pesadísimas para el estómago. Lo mismo puede decirse respecto de las ensaladas crudas, como lechugas, escarolas, etc., cuyas hojas demasiado verdes deben botarse. Los pepinos crudos en ensalada son muy pesados y lo son aún mucho más cuando están muy hechos y con la concha amarillenta o blancuzca. Es preciso escogerlos más bien jojotos y verdes.

En Venezuela generalmente tienen la mala costumbre de poner la carne en agua, antes de echarla en la olla, para hervirla o cocinarla de cualquier otro modo, para que vaya echando toda la sangre, y no solamente la dejan por algún tiempo en remojo, sino que la estregan y la lavan en diferentes aguas hasta que deje el agua bien clara y la carne esté blanca. Eso es un gran error porque el resultado de esa operación no es otro que el de quitar a la carne, todas sus sustancias.

La verdadera sustancia de la carne es una materia que se disuelve muy fácilmente en el agua fría, y en efecto, cuando se quiere hacer un caldo sustancioso en muy pocos minutos, no hay más que picar carne de lomo, o de pulpa, en pedacitos muy pequeños, después se pila bien en un mortero hasta formar una masa, la cual se echa en una vasija con la cantidad de agua fría necesaria; se revuelve bien el todo y después se cuela esa mazmorra por un paño, exprimiéndolo bien para que salga toda la sustancia. Esa agua, que ya recogió toda la sustancia de la carne, se hace hervir por pocos minutos y se obtiene un caldo más o menos sustancioso, según la cantidad de carne en proporción de la del agua. El bagazo de carne que quedó en el colador se puede botar, porque está despojado de toda la sustancia nutritiva de la carne.

Hay cocineras un poco más inteligentes, o porque sus amos se lo recomiendan, que se limitan a lavar las carnes para quitarles lo sucio que pueda tener. Con el aseo que el Gobierno ha impuesto en el Matadero y en el Mercado ya no es tan necesaria esa lavadura de las carnes; pero si algunas personas muy delicadas quisieran seguir con esa costumbre, deben procurar lavar muy a la ligera las carnes, y no estregarlas mucho, para no quitarle demasiada sustancia al lavarlas.

Lo que es propiamente sangre se extrae del animal cuando se mata, y es un error el creer que es sangre lo que en realidad no es más que el jugo o sustancia de la carne. Hay muchas personas a las cuales les repugna el Beefsteak y el Roastbeef a la inglesa, porque, dicen ellas, les chorrea la sangre, cuando en realidad no es tal la sangre lo que chorrea, sino el jugo más sustancioso de la carne, que aparentemente tiene un color rosado que se parece a la sangre, pero cuyo gusto y efectos al comerlos son muy distintos de los de la verdadera sangre.

Las cocineras venezolanas, por descuido o flojera, tienen generalmente la mala costumbre de poner en la comida tomates, ajos, sin mondarlos bien y quitarles toda la concha, y a las habichuelas verdes o vainitas les dejan, si no todas, a lo menos la mayor parte de las fibras que tienen a lo largo de cada costilla. Esas conchas de tomate y de ajos, además de no ser nada digestivas, son muy desagradables al paladar; pero aún peores son esos filamentos que se encuentran en las vainitas, pues no solo son indigestos, sino sumamente repugnantes al paladar, porque parece que se masca hilachas; y a veces causan tan mala impresión, que hasta revuelven el estómago. Por consiguiente, una buena cocinera debe tener mucho cuidado en mondar bien los tomates, quitándoles completamente la concha y las semillas, y lo mismo respecto de los ajos, a los cuales con un cuchillo es preciso quitarle a cada diente, por pequeño que sea, su concha. A las vainitas no basta quitarles los dos piquitos y la poca fibra, que se viene con ellos; es indispensable cortarles con un cuchillo toda la parte fibrosa, que a lo largo de ambas costillas tienen las vainitas especialmente cuando no están muy jojotas.

(De Razetti, L. “La cocina doméstica en Venezuela”, en J. R. Lovera, Historia de la alimentación en Venezuela. Caracas: Centro de Estudios Gastronómicos, 1998, pp. 289-299).

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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