Benjamín Labatut | Juana Gómez

Por MANUEL GERARDO SÁNCHEZ

En su annus mirabilis, el hoy lejano 1905, Albert Einstein publicó en la revista Annalen der Physik cuatro artículos sobre el efecto fotoeléctrico que cambiaron la manera de entender el mundo. Ganó el Nobel y con uno de ellos no solo legó a la humanidad su teoría de la Relatividad Especial, sino que también desovilló un hilo de bellas historias. Su equivalencia entre masa y energía (E=mc²), que resume la relatividad como fuerza modificadora del carácter absoluto y separado del espacio y del tiempo —como entonces los concebía Newton—, estimuló a otras mentes tan brillantes como la suya. Físicos, matemáticos y químicos, cuyos nombres resuenan en el concierto de las ciencias, pero sin el retintín del de su homólogo alemán, han estudiado sus ecuaciones y, en muchos casos, han desarrollado corpus propios a partir de ellas. Como la de la Relatividad General: «Geometría = materia, es decir, la distribución de materia determina la curvatura del espaciotiempo», así la sintetiza Adolfo de Azcárraga, presidente de la Real Sociedad Española de Física en el artículo El legado de Albert Einstein (1879-1955). Esta y otras aportaciones de Einstein han abonado campos de la cuántica y de la cosmología —también han dinamizado invenciones sorprendentes—.

¿Qué impulsa al ser humano a realizar postulados inmunes al mentís o a la refutación empírica? La imaginación. Sí, la capacidad de urdir eras ficcionales, de soñar con lo descabellado, de confrontar la irracionalidad son los primeros elementos del conocimiento científico. Gérmenes de la ciencia puras, aunque otros vean en ellos locura. Si no fue soñando ¿cómo Galileo Galilei probó que la velocidad de los cuerpos en caída era igual indistintamente de su forma y peso? Después del magín vienen las expresiones algebraicas y los números que, en su arcana abstracción, explican realidades. Ciencia y ficción forman una unidad indivisible y tan universal como las leyes de la gravitación.

Sobre este binomio —también tautología— el escritor chileno Benjamín Labatut da cuenta en Un verdor terrible. Publicado en 2020 por Anagrama Editores y con trece ediciones a cuesta, el libro compila cuatro relatos que surgen de la química, física y de la mecánica cuántica. El autor, que se hizo en 2009 con el premio Caza de Letras de la Universidad Autónoma de México, entrevera con erudición descubrimientos científicos de investigadores insignes como Karl Schwarzschild o Alexander Grothendieck con fabulaciones de carácter anecdótico para pintar un lienzo hiperrealista de la historia de la ciencia y de la técnica. ¿Qué tienen en común una y otra narración? Además del dominio de temas tan complejos como la imposibilidad de medir simultáneamente la posición y velocidad de un neutrón o la «radical otredad del mundo subatómico», el ligamento que une un cuento con otro es el rapto creativo que sufren los protagonistas. He aquí la genialidad de Un verdor terrible: gracias a la prodigalidad de los recursos de la literatura, Labatut sume en epifanías a sus héroes —todos señores con bigote acaso porque las mujeres a finales del siglo XIX y principio del XX estaban proscritas de las universidades, salvo algunas excepciones como la de Marie Curie— porque entiende que en lo insólito y en la capacidad de pensar lo imposible se hallan respuestas transformadoras como las obtenidas por dos de sus personajes, Erwin Schrödinger y Werner Heisenberg.

Después de unas pesadillas en un sanatorio para pacientes de tuberculosis en los Alpes suizos, Schrödinger despejó la incógnita de su famosa ecuación dependiente del tiempo, «capaz de hilvanar los destinos de una partícula, todos sus estados, todas sus trayectorias, en una sola trama —la función de ondas— que los mostraba superpuestos», se lee en el libro. Por su parte, Heisenberg, en el paroxismo de su delirio, en virtud de una enfermedad que lo postraba en la cama de una posada en la solitaria isla de Heligoland, entendió que «los objetos cuánticos no tenían una identidad definida, sino que habitaban un espacio de posibilidades. Un electrón no existía en un solo lugar sino en muchos; no tenía una velocidad sino múltiples». Con el «principio de incertidumbre», el fundador de la mecánica cuántica y también ganador de Nobel en 1932 determinó que ciertas propiedades de los átomos «como su posición y cantidad de movimiento existía de forma pareada y obedecían a una extrañísima relación. Cuanto más precisa era la identidad que adoptaban una de ellas, más incierta se volvía la otra».

Por último, el terremoto en las ciencias y el cambio de paradigma que provocó la mecánica cuántica obligan a cuestionarse el sentido mismo de la literatura fantástica, entendida como la pugna constante entre lo real y lo imposible. Sobre este respecto, David Roas, escritor español y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, se pregunta en su ensayo Tras los límites de lo real: ¿Hay literatura fantástica después de la mecánica cuántica? Un verdor terrible asoma justamente el derrumbe del concepto de realidad única que responde a lógicas exactas y resalta una certeza que, con la luminiscencia de las palabras, la buena literatura siempre ha sabido: la infinitud de realidades paralelas que se construye y cohabita en un mismo lugar. Sí, aunque el ojo humano en su limitada capacidad no pueda determinarlo, en secreto mil cosas discurren simultáneamente en la escena de un crimen, en el cuarto de un niño que duerme, en el taller de un artista. Labatut narra que Heisenberg concluyó: «Si el electrón tenía una cantidad de movimiento exacta, su posición se volvía tan indeterminada que podía estar en la palma de tu mano o al otro lado del universo».


*Un verdor terrible. Benjamín Labatut. Editorial Anagrama. España, 2020.


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