GILBERT KEITH CHESTERTON. RELIGIÓN EN LIBERTAD

Por NELSON RIVERA

La Autobiografía de Gilbert Keith Chesterton tiene esta peculiaridad: apenas tiene fechas. La de nacimiento y alguna otra. No se interesa por ofrecer sus recuerdos siguiendo la pauta cronológica. Tampoco ofrece imágenes o escenas nítidas de la infancia o la adolescencia que, como subrayó en tantas ocasiones, fueron los moldes que dieron forma a su carácter. No da detalles de su ejercicio como periodista, ni abunda en los libros que publicó, ni de su abigarrada actividad como conferencista —fueron centenares, pero no obsequia ni una línea sobre las materias que lo ocupaban— ni cuenta de las innumerables noches en las que derribó, a uno y a otro y a otro, a los rivales que lo enfrentaban en los clubes de debate. No  describe sus rutinas como lector y escritor tan propias del género autobiográfico. Ni cuenta las circunstancias en que conoció a su esposa —de la que no se separaría nunca—, ni menciona a Dorothy, su hija adoptiva (hija única). El autor de biografías de Charles Dickens, William Blake y Robert Stevenson, entre otros, se escapa de las prácticas propias del género, para construir un modo propio de hablar de sí mismo. Un recorrido por sus ideas y disquisiciones.

**

Porque de eso trata su Autobiografía: de volver sobre sus pensamientos, sobre las posiciones que ha adoptado y defendido, de su comprensión del mundo y la fe, sin tampoco alcanzar la condición de una memoria de las ideas, a la manera de Mis demonios, de Edgar Morin, o de la memoria ensayística y especulativa que domina los dos volúmenes de las Antimemorias de André Malraux. La Autobiografía camina al compás de una secreta aspiración: pensar la propia existencia —la existencia de las ideas— más allá de la anécdota. Deja atrás, para avanzar, el lastre de los pequeños hechos y las ataduras cronológicas, cada vez que puede prescindir de ellas. La suya es una navegación por la geografía de la mente.

**

Tal el espíritu con que comienza por contar lo que escuchó sobre sus primeros años de vida: nació en un ambiente de clase media orgullosa, “padres respetables, pero honrados”, liberales anteriores a la aparición del socialismo. El padre, tercera generación al frente de un negocio de corredores de seguros. Su abuelo, un dínamo que provenía de un mundo casi desaparecido. Hombre que formulaba votos en voz resonante, cantaba en la mesa, patriota de gestos y palabras ceremoniosas, polemista, autor de dictámenes con eco, hombre rodeado de tangibles y personas que mantenía bajo su control, pero que no levantaba su cabeza para enterarse qué ocurría al otro de su círculo más inmediato. Esfera familiar que valoraba leer, hablar, pronunciar y escribir con corrección. “Significaba que mi padre sabía toda la literatura inglesa de cabo a rabo y que yo conocía una parte de ella, de memoria, mucho antes de que pudiera entrar en la cabeza”.

**

Crucial: creció en unos años en el que se palpaba un gusto por la vida, animada por un omnipresente humor popular. Dignidad en todo. Solemnidad que no le cerraba el paso a la alegría. “Todo se hallaba recubierto por un resplandor de hospitalaria cortesía; y el ala de la amistad no mudaba ni una sola pluma”. Al tiempo que se confiaba en lo nuevo y en el progreso, se reaccionaba con cautela ante los aventureros. Testificaban el deterioro. “Mi padre era universal en sus aficiones y moderado en sus opiniones, era uno de los pocos hombres que he conocido que atendiese realmente a la controversia”. Lo señala: los mismos que se indignaban con las noticias de las estafas permanecían indiferentes ante las escenas de trabajo forzado. Los Chesterton asistían a profundos cambios en el desenvolvimiento del orden social.

**

No oculta lo peculiar de su biografía: “Lamento no tener un padre sombrío y salvaje que ofrecer al público, como causa verdadera de mi herencia trágica; ni una madre pálida y medio envenenada, cuyos instintos suicidas me hayan legado las tentaciones de un temperamento artístico (…) y que no pueda cumplir mi deber de auténtico hombre moderno, maldiciendo todo aquello que me ha hecho tal cual soy”. En el fondo, Chesterton disfruta su condición de hombre distinto: tan distinto es que su autobiografía evade las poderosas tentaciones propias del género.

**

A menudo, más que los hechos, a Chesterton le importan las conclusiones. El tono, imperturbable y magnífico, alcanza momentos de brillo que deslumbra: “Durante toda mi vida me han maravillado los filos, y la línea de delimitación que reúne una cosa junto a otra; toda mi vida me han encantado los marcos y los límites, y opino que el paisaje más grande y salvaje parece mayor contemplado desde una ventana. Pese al enojo de todos los graves críticos dramáticos, afirmo, además, que el drama perfecto debe hacer un esfuerzo para elevarse al más alto éxtasis de una representación por el ojo de la cerradura”.

**

También aquí, como en sus ensayos y artículos, discute. Discute en cada episodio. El engranaje de su pensamiento es el del debate. Aborda las cosas, la propia vida, como si en cada lugar hubiese un contrincante. O muchos. Él mismo invoca posibles contraargumentos, los envuelve —porque esa es su sofisticada técnica, la de envolver a los adversarios en la complejidad, en el manto de lo grande— y propone. Despliega su punto de vista. El pensamiento de Chesterton se revuelve contra el inmediatismo, contra la condición deformante de los hechos.  Y enuncia una idea, cuando menos, perturbadora: que si las conclusiones deben estar atadas a los hechos, no hay nada que discutir. Si el pensamiento no busca las verdades últimas, carece de sentido.

**

Vuelve a su infancia, a un recuerdo que adquirirá proporciones metafóricas: un teatrillo de juguete que le construyó su padre, donde su imaginación desbordada encontró un espacio donde posarse, o desde el cual partir hacia otros mundos, o hacia imágenes simbólicas (una llave, por ejemplo), que no le abandonarían nunca, y es así, como si ese teatrillo fuese un prisma de su memoria, que esboza tenues recuerdos de sus juegos en el jardín bajo el cuidado de una muchacha, paisajes marinos y playas, primos que van y vienen, “como un coro masculino y femenino en un teatro griego”. Delante de ese teatrillo, entre las distraídas sensaciones de un niño que jugaba solo, la aparición de un pensamiento impronunciable, que con el tiempo adquirirá un cuerpo sólido y expansivo: que en todo cuanto importa, el interior es mucho más grande que el exterior. “No he dejado nunca de jugar”.

**

“En realidad las cosas que recordamos son las que olvidamos. Quiero decir que cuando nos vuelve la memoria repentina y aguda, perforando la protección del olvido, aparece, durante unos instantes, exactamente como era”. Y así, la escena nítida y fugaz de su hermana cayendo de un caballo de juguete, Beatrice, la hermana mayor que murió a la edad de 8 años.

**

De su familia paterna: “Extraordinariamente ingleses”. Sensatos, bondadosos, no ajenos a las ilusiones. Proclives a manías y aficiones. Orgullosos de sus gustos. “En mi casa no se trataba de una afición, sino de cientos de aficiones colocadas en pilas, una encima de la otra”.

**

De la familia materna: quizás algún componente francés, pequeños, tenaces, prejuiciosos, dispuestos al humor.

**

Hacían cosas. Chesterton recuerda su hogar, como un hogar bajo el influjo victoriano de hacer. Muebles, utensilios de cocina, despensas, objetos decorativos, preparaciones culinarias. “No se puede decir nada más grande de Dios mismo sino que ha hecho cosas”.

**

El niño Gilbert disfrutaba los cuentos morales (ataca: los que denuncian los cuentos morales no son niños, son adultos).  La niñez no es como sugiere Stevenson, un reino de nubes, sino una acumulación de nítidos episodios. Un ánimo matutino, que no admite clasificaciones elaboradas por quienes no son niños. Recapitula: creció en un tiempo en que Londres evolucionaba. Nada parecía quedar indemne. Una distinción surgida del juego, descubierta muy temprano: fingir no es engañar (“el niño entiende la naturaleza del arte, mucho antes que la naturaleza de la argumentación”). Su pasión por el teatrillo no es difusa: le gusta el drama, los episodios concretos que ocurren. Pero todo esto no debe conducir a nadie —lo aclara— a pensar que tuvo una infancia confortable y satisfecha. También él llevaba consigo las marcas, las heridas de la infancia.

**

No sintió afecto por la escuela: conocimientos que no le interesaban. Ante su propia adolescencia declara una cierta impotencia: “Ni habiéndola pasado se entiende bien lo que es”. Vistos, después de décadas, los hechos le resultan inexplicables: los impulsos, los golpes, las reacciones volcánicas, las carreras, las conversaciones absurdas, las conductas sin motivo aparente, la camaradería. Niñatos que fingen ser hombres.

**

Con la adolescencia aparecen algunos nombres, pero muy especialmente, lo que apasiona al escritor: el perfil de amigos y conocidos; la vitalidad con que describe caracteres, modos de argumentar y conducirse. Su atracción por las curiosidades humanas es poderosa. La creación de un “club de debates para los jóvenes”, lo que le abriría el campo para una práctica en la que ya tenía mucho entrenamiento: polemizar con su hermano. ¿Polemizar sobre qué? Sobre todo, aunque parezca una afirmación exagerada: lo que ocurría, las interpretaciones de lo ocurrido. Es probable que muy atrás, cuando solo tenía unos 9 o 10 años de edad, Gilbert haya comenzado el aprendizaje que, con el paso de los años, le ganaría el mote de “Príncipe de las paradojas”.

**

Chesterton tiene una familia grande, amigos que escriben poemas, popularidad, a pesar de que le perciben como un empollón. En su instituto advierten su talento literario. Gana algún premio. Sin embargo, hay algo en él que permanece ajeno a los demás. La esfera del solitario. Mientras los amigos van a Oxford o a Cambridge, su elección es distinta: se inscribe en una escuela de arte. Quiere pintar.

**

Según Chesterton, el momento más delicado de su Autobiografía llega cuando habla de su juventud, período en el que conoció “la solidez objetiva del pecado”. En principio, no ofrece mayores pistas: período improductivo, incursiones en la ouija y el espiritismo, días fútiles, a la deriva, mente que se complace en raptos nihilistas. Toma un empleo como editor. Holgazanea, dibuja escenas horribles. La escuela de arte es propicia para ello. “Esta es una época de mi vida en que la mente sueña y flota; y a veces flota hacia rocas muy peligrosas”. Impera la moda del impresionismo y de las opiniones cargadas de escepticismo.

**

Pero aquella deriva de sus años jóvenes, le sirven para introducir una orgullosa declaración de fe católica: clerical, mariano, ortodoxo en relación al Misterio de la Trinidad, devoto de la Confesión y del Papado. “Después de haber permanecido algún tiempo en los abismos del pesimismo contemporáneo, tuve un fuerte impulso interior para rebelarme, para desalojar aquel íncubo o de descartar semejante pesadilla”.

**

El Chesterton que surge de ese período es el fogoso listo para escribir contra decadentes y pesimistas. Un ensayo en el que defendía a Robert Louis Stevenson lo eleva a la mira de otros escritores. El conversador, el refinado prosista, el ciudadano de la república de las letras, siempre al borde la próxima controversia, se ha puesto en movimiento. El gran pez Chesterton ha encontrado sus aguas: las del periodismo y la literatura. “Había descubierto la más fácil de entre las profesiones, y la he seguido desde entonces”.

**

Hay un momento en la Autobiografía, poco antes de alcanzar el primer tercio, donde el caudal —caudal de ideas, contraposiciones, nombres de los opinantes— aumenta su volumen. Los recuerdos se agolpan: surgen de forma imprevisible. No siempre en orden, pero siempre cantados, plásticos, armónicos, prístinos y brillantes. Anotaré aquí lo previsible: la escritura, prodigiosa. Infatigable el ejercicio de limpiar las ideas de recovecos, aclaratorias, impostadas complejidades. Aunque está en el trecho final de su vida (la Autobiografía fue publicada en 1936, año de su muerte), Chesterton continúa siendo la fábrica incandescente de preguntas y respuestas, el enérgico pensador de sus primeros libros de ensayos —Herejes y Ortodoxia, por ejemplo, de 1905 y 1908, respectivamente—.

**

De su pensamiento: “Intentaba vagamente fundar un nuevo optimismo, no sobre la máxima, sino sobre la mínima bondad”. De la época: “La ciencia estaba en el ambiente de todo aquel mundo victoriano”. De su modo de concebir la libertad: “La he concebido como algo que trabaja hacia adentro”. De su producción literaria: “Nunca he tomado en serio mis libros, pero tomo muy en serio mis opiniones”. De por qué durante un tiempo se declaró socialista: “El no ser socialista era una cosa espantosa. Significaba ser tonto y snob”.

**

Del estremecimiento que le produjo la guerra de Inglaterra contra los territorios de Transvaal y del Estado Libre de Orange (la llamada Guerra de los Boers) y como aquello se constituyó en una ruptura y en una toma de posición de duraderas prolongaciones en su vida: “Vi a todos los hombres públicos y a todas las corporaciones públicas, la gente de la calle, mi propia clase media, y la mayoría de mi familia y mis amigos, consolidados a favor de algo que parecía inevitable, científico y seguro. Y me di cuenta, repentinamente, de que lo odiaba; de que lo odiaba todo como no había odiado nunca antes. Lo que odiaba en esto era precisamente lo que a la mayoría de la gente le gusta. ¡Qué guerra tan alegre! Odiaba su confianza, sus anticipaciones felices, su optimismo en Bolsa. Odiaba su seguridad en la victoria”.

**

El veinteañero está ahora más cerca de la política, del periodismo, de ese fenómeno, casi material, que es la opinión pública. Le llamaban pro boer, señalamiento que recibía con orgullo. No obstante, hay una condición que los hechos le develaron en ese momento, que sería constitutiva el resto de su vida: la de ser parte, de una minoría de la minoría: un pro boer que detestaba a los boer.

**

Es el tiempo en que inicia su amistad imperecedera con el escritor e historiador católico Hillaire Belloc (George Bernard Shaw decía que constituían un monstruo cuadrúpedo, de dos cabezas, el Chesterbelloc). En Daily News comienza su larga andadura en el periodismo —articulista—, que le generaría una popularidad casi inmediata. Los lectores quedan atrapados en las redes de su humor, sus inesperadas y luminosas paradojas, su modo de irrumpir en los lugares comunes. Su “púlpito de los sábados”, así le llamaban, se convirtió en una referencia de los asuntos públicos londinenses.

**

Los políticos le buscan. También otros editores. Participa en campañas. Sus artículos se tornan más intrépidos y atractivos. A pesar de su tendencia a introducir consideraciones morales en los asuntos que debate —o justo por eso— sus artículos son fuente de controversias. El voluminoso grandulón, el desaliño con que viste lo hacen peculiar: le reconocen por las calles. Chesterton es objeto de aprecio —muchas veces a priori— o de caricaturas.

**

Incluso sus enemigos lo admiran. No es fácil escapar de su prosa minada: minada de aforismos (“Donde hay algo, hay Dios”); de frases que capturan la inquietud del lector (“El secreto de la Esfinge consiste en no tener secretos”); de inesperadas analogías (“No se parecía en nada a Robespierre, excepto en su gusto por el vestir atildado”); de parrafadas sin irregularidades, fluidas, perfectas.

**

Las costumbres, la política, la producción, los nexos sociales, la literatura, las tiendas, la ciudad, la arquitectura, los escritores, los diarios, las calles, el turismo, las modas, el periodismo, las prisiones, el parlamento, la historia de Inglaterra, la educación, el patriotismo como sustituto de los que no creen en nada, las que llamaba las “plagas sociales” —como los promotores del imperialismo inglés—: nada escapaba a su campo visual, a su curiosidad, a sus lentas caminatas, a la cuidada pesca de temas que hacía mientras conversaba.

**

Es un hombre de causas: del hombre común y del sentido común, como fuentes preciosas de la política y los asuntos comunes; del optimismo y la gratitud hacia la vida (“Era pesimista, que es algo más ateo que el ateo”); del simple hacer; contra el imperialismo; contra la modernización que atropella las tradiciones; contra el desconocimiento infundado y desinformado.

**

“Soy bastante viejo para recordar la Era Victoriana; y era casi un contraste absoluto con lo que se relaciona hoy con esa palabra. Tenía todos los vicios que ahora se llaman virtudes: duda religiosa, desasosiego intelectual, una ávida credulidad frente a todo lo nuevo, una falta completa de equilibrio. Tenía también todas las virtudes que ahora se llaman vicios: un sentido pleno de romanticismo, un deseo apasionado de convertir de nuevo el amor del hombre y la mujer en lo que era el Edén, un recio sentido de la necesidad absoluta de dar algún significado a la vida humana. Pero todo lo que todo el mundo me cuenta, ahora, del ambiente victoriano, me parece enseguida falso, como una niebla que excluye la visión”.

**

Los perfiles de Chesterton desbordan el formato clásico —los trazos psicológicos y de las formas físicas—. Van a la nuez, al cómo piensa, al cómo se inscribe ante los demás, cuáles son las fronteras de quienes le rodean.

**

Cecil Chesterton —su único hermano— tenía cinco años menos que Gilbert. Desde que tuvo la capacidad de articular un pensamiento, se dio a la faena de rebatir a Gilbert. “Estuvo en desacuerdo conmigo desde el principio”. Mientras al mayor lo jalonaba la tradición, el menor “adoptó la actitud extrema de antagonista y casi anarquismo; en gran parte, sin duda, como reacción y como resultado de nuestras eternas discusiones, o más bien, discusión. Pues que dedicamos, en realidad, toda nuestra adolescencia a una larga discusión, desgraciadamente interrumpida por las horas de comida, las horas de las clases, las horas del trabajo, y muchas otras razones igualmente irritantes y frívolas”. Testigos, miembros de la familia, biógrafos lo cuentan: ambos, cada uno con estilo diferenciado del otro, adquirieron reputación de polemistas implacables. Cecil, por sus frases cortantes y desmitificadoras. Gilbert, por su elocuente deambular que, al cerrar, pasmaban a quienes eran parte de los clubes de debate, en los que, tantas veces, los hermanos Chesterton protagonizaban el duelo estelar.

**

En otro capítulo de su Autobiografía, Chesterton vuelve a Cecil, que murió en la Primera Guerra Mundial: “Diré que el hombre que se había acostumbrado a discutir con Cecil Chesterton no ha tenido, desde entonces, razón alguna para temer la discusión con nadie (…) Poseía todo aquello que se ha descrito como la sencillez y la serenidad de los Chesterton en sus relaciones personales; sus afectos eran particularmente fijos y tranquilos; pero, en la batalla, tenía una especie de agresividad e intolerancia de toro. No parecía querer seguir viviendo mientras quedase una falacia viva; y  no podía desentenderse de una falacia (…)”.

**

En cinco o seis líneas despacha su primer libro de ensayos, Heréticos, de 1905 (también traducido al español como Herejes), en el que indaga, con intensidad y voluntad reveladora, los complejos hilos —a veces gruesos, otras veces muy tenues— entre autores y tendencias literarias con lo religioso. Kipling, Shaw, Moore y otros menos conocidos.

**

De Ortodoxia (1908), deslumbrante defensa de algunos de los fundamentos del catolicismo, ensayo de musical, redonda y exquisita belleza, comenta: “Mucha gente en el mundo literario y periodístico ordinario tomó como cosa establecida que mi fe en el credo cristiano era una afectación o una paradoja. Los más cínicos suponían que sólo era una pirueta. Los más generoso y leales sostenían, acaloradamente, que sólo se trataba de una broma. Hasta mucho tiempo después no se hizo evidente todo el horror de la verdad, y era que yo creía realmente en ello”.

**

Un poco más sobre Ortodoxia: “No estaba tan metido en la ortodoxia como para resultar tan teológico. Lo que yo defendía me parecía una sencilla cuestión de moral humana (…) Era la cuestión de la Responsabilidad”.

**

La Responsabilidad chestertoniana es una respuesta al “determinista como demagogo: gritando a una muchedumbre compuesta por millones que ningún hombre debe ser responsable de nada de lo que hace, porque todo es hereditario y cuestión de ambiente”.

**

Para decirlo con una fórmula: Chesterton se subió al podio de Fleet Street, en los días en que aquella mítica calle de Londres concentraba los cafés y las tabernas en los que se reunía la inteligencia, y donde estaban ubicadas las sedes de los más importantes diarios ingleses. Se pregunta: ¿qué explica su éxito? Y responde: después de haber escuchado “con un poco de timidez” los consejos de los mejores periodistas, hizo todo lo contrario. Su ironía añade cosas como esta: escribía un artículo dirigido al público de un diario. A continuación, para otro público, de otro diario. Acto seguido, antes de enviarlos, intercambiaba los sobres.

**

Transcurre el tiempo, transcurren las páginas de la Autobiografía: la apariencia exterior de Chesterton no ofrece altibajos. Otra cosa ocurre en la tesitura de su mente. Escribe artículos y ensayos, unos tras otros. Siete libros de poesía, entre 1900 y 1930. Un personaje rápidamente trazado en su primer libro de relatos, da paso a la creación del que será su más popular personaje —casi tan popular como el propio Chesterton—, el padre Brown, protagonista de unos 53 relatos, distribuidos en cinco libros. Simultáneamente escribe y publica otros 14 volúmenes de narrativa, entre novelas y relatos. Más 12 biografías, algunas de ellas de mucha fama: San Francisco de Asís, Charles Dickens, Robert Louis Stevenson, William Blake y la excepcional, dedicada a su amigo y adversario, a su histórico oponente intelectual, lo que nunca socavó su admiración, George Bernard Shaw.

**

Pero todavía hay que añadir tres obras de teatro, unos quince volúmenes de ensayos y una docena de recopilaciones de artículos y ensayos cortos. Y cartas: ¿acaso miles de cartas?

**

El que dijo de sí mismo que, ante todo, era periodista, formó parte de Eye Witness, semanario que tuvo a Hillaire Belloc como director y a Cecil Chesterton como subdirector, hasta que éste se alistó para ir a la guerra. Eye Witness, que cambió su nombre a New Witness, ya con Cecil como director, constituyó un hito: nunca antes el periodismo inglés había encarado la corrupción política de modo tan abierto. El Escándalo Marconi estalló en 1912 (varios ministros, incluyendo a Lloyd George, usaron información privilegiada para adquirir acciones de una empresa que sería beneficiada con un contrato). “Fue durante la agitación producida por este asunto cuando el ciudadano medio inglés perdió su ignorancia invencible; o dicho en lenguaje ordinario, su inocencia”. Cuando su hermano se marchó a la guerra, Chesterton asumió la dirección. Son años en los que su articulismo político elevó sus artes, para producir un conjunto de textos, quizá incomparables por su sagacidad conceptual, el uso del humor, el coraje con que planta cara al poder y a los poderosos de su país.

**

En alguna página de su Autobiografía, Chesterton dice que es propio de los recuerdos, cargarse de tonterías, y que podría pensarse que la vida auténtica está llena de esas tonterías. “Pero la vida auténtica es una cosa muy difícil de escribir; y como he fracasado dos y tres veces tratando de hacerlo de los demás, no tengo la menor ilusión de hacerlo de mí mismo”.

**

Pero lo cierto es distinto. En cada página de su prosa de no ficción, desde los artículos de combate más breves, hasta las biografías más extensas, la cuesta emprendida por Chesterton consiste en atisbar lo que había de auténtico o no, en los hombres de su tiempo, en sus amigos, en su familia, en los hombres que biografió. Del punto de partida al punto de llegada hay en Chesterton una sed, un estado insaciable, que es el deseo de ser justo. Ser justo, a pesar de vivir bajo el imperativo de las cosas en las que creía. Chesterton es la generosidad. La gratitud. Hay que decirlo: Chesterton sostiene una ética del debate. Ni siquiera ante sus más enconados adversarios —que los tuvo, además, hombres formidables en el parlamento, en el periodismo, en los cafés o en los clubes— abandonó la búsqueda de un tono que, a la vez, fuese revelador y melodioso. Un tono de elegancia y ajeno a los golpes bajos.

**

De Henry James: “Hablaba siempre con un aire que solo puedo describir como afablemente a tientas; no tanto a tientas en la oscuridad de la ceguera como a tientas en la luz del desconcierto”.

**

De H. G. Wells: Defiende la única clase de guerra que yo desprecio profundamente: el dominar a las pequeñas naciones para obtener su petróleo o su oro; y desprecia la única clase de guerra que yo defiendo: una guerra de civilizaciones y de religiones, para determinar el destino moral de la humanidad”.

**

Sobre la guerra argumental con George Bernard Shaw, jamás concluida:  “Me he detenido en este largo duelo a fin de poder terminar con el saludo de duelista. No es fácil disputar con un hombre violentamente durante veinte años, acerca de cuestiones sexuales, del pecado, de los sacramentos, de los puntos de vista personales respecto al honor, acerca de las cosas más sagradas, delicadas o esenciales que existen, sin sentir, de vez en cuando, irritación, o pensar que da golpes poco nobles, o que emplea agudezas desacreditadas. Y puedo certificar que no he leído nunca una respuesta de Bernard Shaw sin que me haya dejado de mejor —en vez de peor— humor y que no pareciera brotar de fuentes inexhaustas de nobleza y probidad intelectual; que no tuviera, en cierto modo, el sabor de aquella grandeza nativa que el filósofo atribuía al hombre magnánimo. Es necesario estar tan en contradicción con él como lo estoy yo, para admirarle tanto como yo; y tanto lo admiro, que me enorgullezco más de él como enemigo que como amigo”.

**

Copio otra vez, porque aquí hay que detenerse. Y detenerse, repetir y pensar: “Es necesario estar tan en contradicción con él como lo estoy yo, para admirarle tanto como yo; y tanto lo admiro que me enorgullezco más de él como enemigo que como amigo”.

**

De Lord Hugh Cecil: “Yo estaba todavía a mil leguas de ser católico, mas creo que fue el protestantismo perfecto y sólido de Lord Hugh lo que reveló plenamente que yo ya no era protestante”.

**

De George Meredith: “Meredith no solo estaba lleno de vida, sino que estaba lleno de vidas. Su vitalidad era la genial del novelista que está siempre inventando historias respecto a personas raras. No era como la mayoría de los novelistas viejos. Se interesaba por lo novel. No vivía dentro de los libros que había escrito; vivía dentro de los libros que no había escrito”.

**

De Alice Meynell: “Aunque prefería ser estética a anestésica, no era una esteta; y no había nada en ella que pudiera corromperse. Su impulso vital era parecido al de un árbol esbelto que llevara flores y frutos en todas las estaciones”.

**

De sí mismo, escribe Chesterton: “Entre otras muchas razones abyectas, que me han impedido ser un verdadero novelista, el hecho de que he sido siempre, y probablemente lo seré, ante todo, un periodista. Y no es lo que haya en mí de necio o de jocundo lo que me ha hecho ser periodista. Al contrario, es lo que hay en mí de serio e incluso de solemne. La afición a divertirme podía haberme conducido a una taberna, pero no a una editorial. Y si me hubiera conducido a la editorial para publicar solamente necedades o cuentos de hadas, no me hubiera llevado al curso deplorable de mis artículos y mis interminables cartas en los periódicos”.

**

“Siempre he sufrido, entre mis sólidos y robustos compatriotas británicos, la desventaja de no cambiar mis opiniones con bastante rapidez. He intentado generalmente, y en mi modestia, tener razones para mis opiniones; y nunca he podido comprender por qué han de cambiar las opiniones hasta que cambien las razones. Si fuera realmente un sólido y robusto británico, sería, naturalmente, suficiente para mí el cambiar de las modas. Pues esa clase de robusto británico no desea ser consistente consigo mismo; solo desea ser consistente con todos los demás”.

**

Ya en las postrimerías de la Autobiografía, al inicio del capítulo “El viajero incompleto”, escribe: “Si estas memorias carecen de fechas, como mis cartas, espero que nadie sospeche en mí una falta de reverencia por aquella gran escuela académica de historia, conocida generalmente ahora como ‘1066 y todo lo demás’ (…) He escrito varios libros, supuestamente biográficos, y vidas de hombres, realmente grandes e ilustres, a quienes he rehusado, por mezquindad, los detalles más elementales de la cronología. Resultaría una mezquindad moral el que tuviera yo, ahora, la arrogancia de querer ser exacto respecto a mi propia vida, cuando he dejado de serlo en la de ellos. ¿Quién soy yo para estar fechado más cuidadosamente que Dickens o que Chaucer?”.

**

La advertencia anterior antecede una secuencia de comentarios sueltos sobre una de las más cultivadas pasiones de Chesterton: los viajes. América, Palestina, Roma, Irlanda, Jerusalén, que visitó en el 1920, al año siguiente tras el final de la Primera Guerra Mundial. Los recuerdos tienen algo de arbitrario. Por ejemplo, en el transcurso de su segunda visita a Estados Unidos, en 1930, dictó noventa —noventa— conferencias (lo que, sin mayor aclaratoria, sugiere la extendida popularidad que alcanzó en vida).

**

Por Francia viajó muchas veces, de niño, de la mano de su padre que llegaba a ese país sin plan definido (por eso, anota Chesterton, él no era un excursionista, sino un viajero). Por Inglaterra, también como periodista, conferencista y activista político (actividad en la que resultó un estorbo: mientras sus compañeros iban y regresaban después de recorrer calles enteras, Chesterton todavía conversaba en la primera casa en la que le habían abierto la puerta).

**

“Hay un tipo de inglés que me he tropezado a menudo en mis viajes y que no he encontrado en los libros de viajes. Es la expiación para el excursionista inglés. Suele ser un hombre de sólida cultura inglesa, devoto entusiasta y sincero de cualquier cultura extranjera”.

**

“Sin echármelas de aventurero o trotamundos, puedo decir que he visto algo en el mundo; he viajado por lugares curiosos y he conversado con hombres de interés; he estado metido en disputas políticas que, más de una vez, se han convertido en luchas de facciones; he hablado con hombres de Estado en las horas en que se resolvía el destino del Estado; he conocido a la mayoría de los poetas y escritores en prosa de mi tiempo; he viajado, a la zaga de algunos torbellinos y terremotos, hasta el fin de la tierra; he habitado las casas arrasadas por el fuego durante las guerras trágicas de Irlanda; he atravesado las ruinas de palacios polacos, rastro del ejército rojo; he oído hablar de las señales secretas del Ku Klux Klan en las lides de Texas; he visto a los árabes fanáticos venir del desierto para atacar a los judíos en Jerusalén. Hay muchos periodistas que han visto acaso más cosas que yo; pero yo he sido periodista y he visto tales cosas; no habrá dificultad en llenar otros capítulos con ellas, más no tendrán sentido si nadie comprende que hoy significan menos para mí que el Teatro Guiñol de Campden Hill” (se refiere al teatrillo que le construyó su padre cuando era un niño).

**

Muchas veces, a medida que me he aproximado al término de este ensayístico recuento de su vida, me pregunté cómo abordaría Chesterton, señor de exquisita inteligencia, el trecho final de su libro. Y, a pesar de insistir en minusvalorarse (“Estoy dedicado, aquí, a la tarea morbosa y degradante, de contar la historia de mi vida”), recurso retórico que él desmonta en otros autores, cuando contesta a la pregunta sobre la idea motriz —el posible eje doctrinal— de su vida (aclara: no la que ejerció sino la que hubiese querido enseñar) su respuesta es la de la aceptación: la aceptación agradecida de las cosas —las realidades— que la vida depara. No, por supuesto, adoptada como conformismo, sino como aliento que conduce a la Verdad. En Chesterton, Verdad equivale a realidad. Aceptar la vida es aceptar sus realidades. Es encontrar un lugar donde protegerse del orgullo y la desesperación.

**

No obstante, quiero añadir la que entiendo como el engranaje mayor de la maquinaria mental de Chesterton: la Autobiografía nada concluye. Ninguna de las cuestiones esenciales que ocuparon sus pensamientos encuentra una conclusión. Chesterton amaba la controversia. Cerrar cualquier discusión alrededor de los asuntos últimos de lo humano equivalía, para él, nada menos que sustraerse de la existencia, del incesante vaivén que consiste en preguntar, responder y volver a preguntar. Quería persuadir, no imponer. De ese modo de concebir la interacción humana, esta frase, frase pródiga y generosa con la que podré poner punto final a estas notas: “La coincidencia que realmente queremos es la coincidencia entre el acuerdo y el desacuerdo. En el sentido que las cosas se diferencian realmente, aunque sean una”.


*Autobiografía. Gilbert Keith Chesterton. Traducción: Antonio Marichalar. Obras Completas. Volumen I. Plaza & Janés S.A. Editores. España, 1967.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!