Por ALFONSO TUSA

diferencia de la mayoría de mis amigos de infancia, mis héroes no eran Supermán, Batman, El Avispón Verde, Kalimán, Martín Valiente o Beto El Recluta. Siempre estaba pendiente del radio de bulbos que había en una mesa lateral del comedor. En las mañanas o tardes corría desde el patio o la habitación cuando el locutor anunciaba “Norma mía” o “Como yo te quiero”, la voz telúrica de Cherry Navarro rebotaba en los pilares de piedra y rechinaba en las paredes, yo intentaba imitar aquel portento de vocalización y siempre me quedaba sin aliento o se me enredaba la lengua. En las noches cuando mis hermanos subían el volumen del radio y el narrador informaba que el pitcher abridor de los Navegantes del Magallanes era Isaías Látigo Chávez, me escapaba del cuarto de donde mamá me había advertido no salir hasta terminar de estudiar.  La jerga beisbolera me dejaba en el aire, solo podía captar la tensión del juego mediante la tristeza o la celebración de mis hermanos, pero aún desde mi ignorancia podía captar la  calidad de El Látigo en el montículo.

Muchas mañanas o tardes ensayaba las letras de “Orinoco río abajo”, y otras canciones de Cherry y sentía que podía llegar al nivel de sus modulaciones, solo que cuando venía papá desde la oficina y me decía que no sabía que yo fuera cantante, me cortaba todo y enmudecía.  Podía estar en el rincón más remoto de la casa, en el pasillo lateral del jardín, intentando monear la mata de limón francés, solo con escuchar el sonido de la mandolina y la profundidad del vozarrón, me lanzaba de la primera rama y corría hasta el patio, le reclamaba a mamá por qué había apagado el radio, me decía que había estado apagado toda la mañana, entonces pegaba la oreja al paredón, la canción venía del patio del vecino. “Del día en que te conocí… no puedo vivir sin ti… Norma mía…”. Era una especie de alegría distinta, sentía como si estuviera en medio de la orquesta, sobre todo cuando el locutor anunciaba a Cherry con “Cartagenera”, un tema muy efusivo que había impuesto en su época con “Los Melódicos”. El fraseo entrecortado pero fluido, la naturalidad de la voz, me hacía sentir como si estuviera conversando con Cherry y después que terminara la canción íbamos a salir con unas muchachas. En medio de la canción me iba al cuarto de papá, sacaba uno de sus pañuelos y lo empapaba de su agua de colonia y lo guardaba en el bolsillo de la camisa.

En las noches me acercaba a un costado del radio del comedor, esperaba que mis hermanos se despegaran un momento de todos esos términos de “Strike”, “Bola”, “Jonrón”, “Ponche”, pero ellos seguían como hipnotizados ante la voz del narrador. Así aprendí a conocer cada cuatro noches la rutina de un pitcher, las particularidades de un juego de beisbol, aunque no tenía la más remota idea de las reglas del beisbol, entendía lo que significaba “la goma del montículo”, “mira las señas de su cátcher”, “la bolsa de la pez rubia”. También conocía algo de las características humanas de Isaías Látigo Chávez, mediante las observaciones o anécdotas biográficas del narrador en distintos pasajes del juego. Más allá de la pasión de mis hermanos, de la efervescencia en la voz de los narradores, del sonido seco de las cornetas del radio que resonaban en las paredes y flotaba entre los helechos de la jardinera que bordeaba toda la estancia, podía visualizar los movimientos del pitcher en el montículo desde llevar la pierna izquierda hacia el cielo hasta soltar la pelota con rotación de trompo o garrufio, con vértigo de cohete sideral.

Varias tareas de segundo grado me sorprendían cantando “Como yo te quiero” o “No te muerdas los labios”. Si olvidaba algún pedazo de la letra seguía silbando para aprovechar la inspiración y completar los ejercicios de matemática. Trataba de agravar un poco la voz para semejarla a la de Cherry y a veces me ahogaba con la saliva. Por las tardes, casi cuando el atardecer estaba en su apogeo, me escapaba hasta el comedor y activaba el interruptor de la parte posterior del radio, giraba el  control del sintonizador hasta que la aguja llegaba al comienzo de la zona izquierda del dial, allí, en Radio Sucre empezaba un programa musical, una especie de confrontación entre Billo’s Caracas Boys y Los Melódicos, el clímax del espacio llegaba cuando anunciaban a José Luis Rodríguez por Billo’s y después a Cherry Navarro por Los Melódicos. Allí había escuchado episodios de la amistad de Cherry y José Luis, cuando improvisaban duetos en su vecindario de Coche, intercalando sus voces con sus ensayos de cuatro y piano.

Frecuentar los paisajes de un deporte tan complicado como el beisbol cuando apenas se conoce el juego puede desanimar a cualquier aspirante a seguidor del deporte de las cuatro bases. En mi caso improvisé una especie de lenguaje Braille mediante las explicaciones de mis hermanos y podía avanzar entre las tortuosidades del juego en medio de mi ceguera. La carga emocional de la narración radiofónica me proporcionaba retazos de imágenes de un pitcher capaz de transformar la debilidad de su equipo para hacerlo competir en igualdad de condiciones con los equipos más fuertes de la liga como el Caracas o La Guaira. Mis hermanos debían soportar las bromas subidas de tono de sus amigos en la plaza, respecto a las deficiencias de su equipo favorito; todo cambiaba cuando el pitcher abridor del Magallanes era Isaías “Látigo” Chávez, entonces las bromas desaparecían y los amigos solo decían que el juego iba a estar muy apretado, varias veces escuché a mis hermanos desear que El Látigo pudiera pichear todos los días, o que lloviera cuatro días seguidos para que pudiese pichear el juego siguiente del Magallanes. Les temía cuando se preparaban para escuchar uno de esos juegos, se tornaban mudos, misteriosos, tenía que ingeniármelas casi con el mismo grado de dificultad de la jerga beisbolera para descifrar aquellos códigos gestuales para tomar el radio transistor y la escalera para subir al techo a sintonizar la emisora de onda corta que transmitía los juegos de grandes ligas. Deslizar el pulgar sobre el índice derecho significaba subir el volumen, levantar el meñique y el anular izquierdos indicaba que esa era la posición ideal de recepción. Por eso aquel domingo de finales de septiembre de 1967 se rascaron la cabeza cuando les dije que si El Látigo hubiese sido el pitcher abridor habría lanzado un blanqueo.

Desde el deceso de Cherry en septiembre de 1967 hasta el accidente aéreo de marzo de 1969 donde El Látigo dejó de existir, empecé a despertarme en las madrugadas encandilado por las imágenes de un sueño recurrente; un tipo de copete voluminoso y rostro ovalado se detenía en el pasillo de acceso ante un joven delgado de facciones juveniles, a la distancia oscilaban las cruces del camposanto entre las penumbras. En cada ocasión que me despertaba, los escalofríos ardían en los poros de los antebrazos erizados  como cuero de ave de corral. Las voces apagadas, intensas, profusas, rebotaban entre las penumbras del camposanto y la oscuridad de mi habitación. El diálogo mostraba matices tan elocuentes que en el sueño me pellizcaba y abría los ojos detrás de una árbol de acacia. Parecía una conferencia sofisticada donde la anécdota resultaba inevitable. El flaco de camiseta blanca con el logotipo de un barco en la parte superior izquierda pectoral, hacía gestos con las manos entre abiertas. “Cantaste muy bien en esa gira por España, llegué a tiempo para tu presentación final. Cuando cantabas ‘Adiós Madrid’ la voz que resonaba al fondo de la estancia, la que hacía que te empinaras y avanzaras en el escenario era la mía, yo era el que decía ‘Tienes que irte, en Caracas te están esperando para que cantes Cartagenera con Los Melódicos”. El copete burbujeaba sobre el rostro ovalado mientras miraba de frente al flaco. “Me escapé un domingo temprano de una sesión de ensayos para ir a ver un juego Magallanes-Tigres en Maracay, yo era el que gritaba desde varias partes de la tribuna central, ‘vamos, Látigo, fájate, yo sé que tú puedes completar ese blanqueo, no vas a echar a perder ese gran trabajo en el noveno inning’, sé que me escuchaste aunque simulabas estar concentrado en las señas del cátcher, sé que le pusiste un mundo a ese lanzamiento final aunque el último out nos puso un nudo en la garganta”. Esa noche me desperté como a las tres de la madrugada y aún a las seis repasaba punto por punto todas las incidencias de la conferencia.


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