Susana Rotker / Betzaida Bonilla©

Por GUSTAVO VALLE 

El antónimo de cautiverio es libertad. Cautivas es un libro que habla de lo contrario a la libertad. Su lectura resulta tremendamente actual, a pesar de haber sido publicado veinte años atrás. También es una gran decisión editorial: recientemente fue reeditado en Argentina, el país cuya idiosincrasia cultural explora este formidable libro.

La memoria de una nación se nutre con pactos de silencio colectivos. En lo que se calla suelen estar las heridas de una identidad dominante, y casi siempre inestable. Todo pueblo intenta ocultar heridas históricas, conflictos no resueltos, culpas, miedos, ultrajes, escándalos. Verdades obscenas que se heredan y transmiten de una generación a otra. Rotker se ocupa de eso y pone el dedo en la llaga: incomoda, hurga, revisa (con gran respeto, plasticidad imaginaria y rigurosa investigación) el olvido, el borramiento de las cautivas en la historia de mediados del siglo XIX en Argentina.

Secuestradas por los indios y llevadas a sus tiendas en la Pampa (y también más al sur) las cautivas tienen en la leyenda de Lucía Miranda a su representación más remota. Aparece primero en la crónica de Ruy Díaz de Guzmán, de 1612, pero más tarde Manuel Lavardén la lleva al teatro y Esteban Echeverría la convertirá en el personaje de su famoso poema épico:

“¡Oíd! Ya se acerca el bando de salvajes,

atronando todo el campo convecino.

Vengan hoy del vituperio, sus mujeres,

sus infantes, que gimen en cautiverio”.

En todas estas versiones, Lucía Miranda es representada como objeto del salvajismo indígena y amenaza al proyecto de nación blanco y católico de expansión territorial. “La amenaza del contacto (entre la blanca y el indio) –dice Rotker– horroriza menos si se la representa como violencia y violación, que si se aceptara la convivencia y la mezcla con lo diferente”. Esto explicaría el resurgimiento del mito en el siglo XIX, momento en que el proyecto de estado nación inicia la campaña de exterminio indígena y conquista de sus territorios.

Lo curioso es que Lucía Miranda llega a nuestras manos en forma de mito. No hay pruebas de su paso real por la historia. Su imagen, creada por los viejos cronistas, es heredada de manera automática por escritores del siglo XIX. Y esta manera de representarla es funcional a la lógica binaria de “civilización y barbarie” de Sarmiento. “Cada nueva versión de la fábula arrastra un nuevo encubrimiento —dice Rotker— de modo que la leyenda va organizándose por capas, pero no de sentido sino de privaciones de sentido, o de búsqueda de sentidos tolerables. Es una capa sobre otra capa de inventos, que silencian violencias y construyen olvidos”.

La cautiva tampoco dejó la expresión y/o construcción de su propia experiencia en cautiverio. Y ese vacío producido fue, para Rotker, deliberadamente aprovechado por el proyecto de nación ejecutado desde el poder, que impidió su reconocimiento por haber sido subyugada, sexualmente cazada y casada, madre de hijos mestizos y adaptada, a fin de cuentas, a otra cultura a la que llegó siendo una niña en la mayoría de los casos, y transformada, por obra del cautiverio, en una subjetividad demasiado conflictiva para el poder político y militar.

Con su rapto, la cautiva inicia su tránsito hacia otra dimensión; traspasa una frontera. Se fue y no volverá más. Y de volver, será rechazada o ninguneada. Cargará con el estigma de la mujer que estuvo entre los indios. De esa experiencia tan traumática y a la vez tan rica desde el punto de vista cultural (pues en ella se producen, a pesar de la violencia, los mestizajes y cruces culturales), no quedan rastros. Al menos no en la Argentina. No hay literatura sobre el destino de las mujeres capturadas, ni cómo se traficaba con ellas en la frontera. Apenas algunas notas de comercio en las que se evidencia el costo que se pagaba por ellas.

“Toda cultura —lo dice Rotker con gran claridad— provee a sus miembros de ficciones organizadoras que definen sus relaciones; esta construcción social e histórica de la identidad es llamada subjetividad o proceso de transformación de los individuos en sujetos formados dentro de un conjunto de valores. La identidad se construye sobre la diferencia: no soy esto ni aquello”.

Hay dos ejes antónimos sobre los cuales se desliza este libro: el eje del cautiverio-libertad, y el del olvido-memoria. Estos dos ejes se cruzan. Para Rotker la cautiva es el olvido, la represión de su identidad histórica y cultural, el rechazo a ocupar un espacio en el relato compartido y la obstrucción de la posibilidad de ser recordada. Es decir, operar su desaparición.

Al inicio del libro, la autora asocia las cautivas con los desaparecidos de la última dictadura argentina, esa otra vergüenza nacional que empujó a la sombra a treinta mil personas. Y en ese grupo también incluye a la comunidad afroargentina que, si bien tuvo una presencia importante hasta el siglo XIX, luego fue diezmada en guerras y epidemias, y así sustraída o apartada del gran relato de identidad.

“Los argentinos descendemos de los barcos”, todavía se le escucha decir a algunas personas, sobre todo en Buenos Aires, que deliberadamente ignoran o escamotean la participación negra y/o mestiza en la conformación de la identidad nacional. El proceso masivo de apertura migratoria que marcó al país a finales del siglo XIX y principios del XX reconfiguró el mapa racial y cultural, sobre todo de los grandes conglomerados urbanos, y la llegada de extranjeros con el fin de poblar el vasto territorio, al igual que en muchos otros países de la región, fue selectivo: los invitados serían blancos y europeos. Como dijo Juan Bautista Alberdi: “Para civilizar por medio de la población es preciso hacerlo con poblaciones civilizadas; para educar a nuestra América en la libertad y en la industria es preciso poblarla con poblaciones de la Europa más adelantada en libertad y en industria… Hay extranjeros y extranjeros”. A estas alturas del siglo XXI no es infrecuente que, para un argentino, la identidad latinoamericana sea algo incómodo y controversial. Latinoamérica o los latinoamericanos no suelen ser enunciados en los que se sientan incluidos. “Argentina es el único país de las américas —dice Rotker— que ha decidido, con éxito, borrar de su historia y de su realidad las minorías mestizas, indias y negras. Las ha omitido de los relatos nacionales… A diferencia del resto del continente, las minorías han sido borradas incluso de la memoria colectiva”.

Si el cautiverio es el olvido, la memoria es la libertad. La libertad de decidir sobre el pasado. La libertad de no ser excluido del relato. La libertad de practicar una identidad y pertenecer a un colectivo. Recordar es ser libre. Rotker recurre a Foucault: “Quien controla la memoria de la gente, también controla la dinámica social”. Y remata: “Lo que no está allí, lo que no es parte de las repeticiones literarias, los rituales oficiales y pedagógicos, no tiene de dónde asirse. Lo que se deja fuera del orden de la palabra queda al margen del firmamento de la identidad, de la cultura”.

Al caer en manos del indio, la cautiva produce la fantasía de una mujer que accede a una sexualidad salvaje. La pérdida de la represión civilizatoria da paso a una transgresión operada en el cuerpo. La sexualidad, rigurosamente controlada para preservar el proyecto nacional blanco, fracasa con la cautiva. Su cuerpo es trofeo de batalla y también agravio al imaginario del enemigo.

Hacia finales del siglo XIX, dos mujeres periodistas, Rosa Guerra y Eduarda Mansilla, ofrecen una visión algo distinta a las de Lavardén o Echeverría, menos orientada a profundizar la brecha entre civilización y barbarie. La Lucía Miranda de Guerra —para Rotker la mejor versión desde el punto de vista literario— no está sometida a los estereotipos de la literatura romántica de la época y en ella destaca su rol como “mediadora entre las culturas”. En el libro de Guerra “los salvajes son amables y Lucía ha aprendido a hablar su idioma”. Por su parte, Eduarda Mansilla —hermana de Lucio V. Mansilla, autor de Una expedición a los indios ranqueles recrea a una Lucía Miranda exuberante y exótica, gran lectora y protagonista de importantes amoríos. Si bien en ninguno de los dos libros está la voz ni la experiencia de las verdaderas cautivas, su aporte, desde el lugar de la sensualidad y la construcción de una mujer dueña de su cuerpo, establece nuevas maneras de reconstruir el mito, sin modificarlo. “Hay deleite en representar el deseo y el cuerpo —dice Rotker—, hay miedo y deleite al describir los intercambios con los indios”.

Los libros suelen albergar una utilidad insospechada hasta para su propio autor. Rotker nunca hubiese imaginado que, veinte años después de ser publicado, Cautivas serviría al emigrante venezolano que huye de un país en ruinas para entender a la Argentina y explorar el porqué de algunas de las representaciones y mitos del país que lo recibe. Sin proponérselo, este libro resulta de particular utilidad para los migrantes que llegaron a este sur más o menos recientemente y desean (mientras se tomen el trabajo de leerlo) de conocer la compleja historia de omisiones de este fascinante país.

Rotker dejó una obra breve e importante. Junto con Cautivas, habría que mencionar Ciudadanías del miedo, donde explora la violencia en las ciudades latinoamericanas, La invención de la crónica, que propone leer la crónica modernista como antecedente del non fiction del siglo XX, y su ensayo sobre José Martí que mereció el premio Casa de las Américas en 1991. Son libros que hablan de la solidez de esta periodista, ensayista y escritora venezolana, cuyo trabajo debemos rescatar y releer. Esta nueva edición de Cautivas es una excelente oportunidad para hacerlo.


*Cautivas. Olvidos y memoria en la Argentina. Susana Rotker. Editorial Los cuadernos del destierro, Argentina, 2019.


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