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Por LEÓN SARCOS

Sobre la ambigüedad de Alexis

El arte es la única de las creaciones humanas que va directo a una fibra del alma que ningún discurso conmueve, ningún dialogo ilustra, ninguna palabra toca; ni ojo alguno puede ver ni mano alguna asir o describir, porque el arte viene impregnado de una fragancia divina, anunciación de la más libre, bella y alucinante de todas las sendas para llegar a Dios.

La frase que a continuación transcribo hizo de cupido para quedar definitivamente prendado a la solemnidad y exactitud de sus letras:

Amaso el pan, / barro el umbral, / después de noches de mucho viento, / recojo la madera muerta…

Ese poema, aparentemente simple, encierra un cristalino universo de acciones y hechos acerca de la vida, la labor, la naturaleza, el ocaso y mucho, mucho más… y es tan leve que su paso se convierte en hoja seca que gotea dulcemente en ondulaciones agonizantes durante el otoño, enamorada de las insinuaciones de un caballito de mar que pedalea sinuoso sin máscara y desnudo ante los sinos de la vida y la proximidad del olvido.

Había leído, hace bastantes años, Denario de un Sueño, Fuegos, Cuentos Orientales, Memorias de Adriano y Alexis o el tratado del inútil combate, pero solo sería la lectura de esa cita, muchos años después, hecha por Matthieu Galey en Con los ojos abiertos, la que me remitiría a Archivos del Norte —segunda parte de la trilogía autobiográfica El Laberinto del Mundo, la cual he devorado con inusitada pasión, junto a Recordatorio y ¿Qué? La eternidad—, donde encontraría el hechizo para hacerme un leal seguidor de su cultivado y copioso legado, no solo literario, sino también de un elaborado y denso pensamiento humanista que estoy seguro iluminará los caminos de futuras generaciones de mujeres y hombres del mundo con vocación por las letras, enamorados de su augusta sensibilidad y de su elegante prosa.

Debo confesarle: no tengo ninguna especialidad que me acredite como hombre de letras, menos aún como crítico literario; simplemente me siento un ser humano sensible, con una cierta agudeza para observar y una insaciable vocación por aprender, que bajo la inspiración de algunos estetas se ha atrevido a aspirar a hacer suya, a futuro, sin ortodoxia y afectación alguna y sin proponérselo, la misión del artista de John Ruskin:

Esa criatura que ve y vibra, un instrumento tan delicado y tan sensible que ninguna sombra, ningún color, ninguna evanescente y fugitiva expresión de los objetos visibles que le rodean y ninguna emoción que llegue a su espíritu puede ser olvidada y desvanecida en el libro de su memoria. Su trabajo no es juzgar, argumentar, pensar o conocer, solo posee un objetivo: ver y sentir.

Siento, por derivación, que estoy obligado, en esta comunicación, a dividir mis observaciones sobre su intenso quehacer literario e intelectual en dos partes. Una primera, relativa a su producción literaria, formulando para ello unos precisos y temerarios comentarios sobre Alexis o el tratado del inútil combate, y otros acerca de Memorias de Adriano —que espero no la distraigan y, menos aún, la contraríen—, y una segunda parte que creo de interés no solo para su selecta audiencia de lectores, sino también para todo aquel interesado en uno de los más agudos pensamientos del siglo pasado y del que transcurre.

Tomo de Alexis, con su venia, el marco epistolar y algunas frases de su entrada que le sirven de inicio para hacer sus confesiones íntimas a Mónica. Me luce un buen comienzo para hacer notar que este, su primer relato, publicado en 1929, constituye un perfil muy incipiente de lo que será su gran literatura. Me atrevo a sugerir paralelos con La Hojarasca, de Gabriel García Márquez, un intento inconsciente de aproximarse a lo que en la madurez serán el realismo mágico y Cien años de Soledad, y el Jean Santeuil, que el devenir y el genio de Marcel Proust transformarán mucho después en En busca del tiempo perdido.

Esta carta, amiga mía —dice Alexis— será muy larga. He leído con frecuencia que las palabras traicionan el pensamiento, pero me parece que la palabra escrita lo traiciona aún más… Escribir es una elección perpetua entre mil expresiones de las que ninguna me satisface y, sobre todo, no me satisface sin las demás… Una carta, incluso la más larga, nos obliga a simplificar lo que no deberíamos simplificar. ¡Nos expresamos siempre con tan poca claridad cuando tratamos de hacerlo de una forma completa! Yo quisiera hacer aquí un esfuerzo no solo de sinceridad, sino también de exactitud; estas páginas contendrán muchas tachaduras: ya las contienen.

Y en mi caso ya comienzan a tenerlas, después de haber visto inscrito en el prólogo, de su puño y letra: No hay nada más secreto que una existencia femenina. Por eso pido prestado un nuevo fragmento de una de sus metáforas para afirmar que la memoria, no solo de la mujer, sino del ser humano, es similar a esas mesas antiguas que se usaban para coser: están llenas de cajones secretos.

Hay uno en el que se guardan instintos primarios, herencia de las especies que fuimos en el pasado, vueltos polvo en suspensión en el viejo cerebro, desde donde hacen apariciones continuas para conflictuarnos o inmovilizarnos. En otro, menos distante, están las huellas heredadas de los antepasados más recientes y las conductas, aprendizajes y conocimientos, los que traemos y los adquiridos; allí se encuentra ese yo, omnipresente, tan odioso y tan parte de la especie que nos antecedió y de la actual, a la que monitorea y controla con celo el nuevo cerebro, que nos ordena lo que podemos decir y lo que no, lo que nos está permitido hacer y lo que no, lo que estamos dispuestos a mostrar y lo que obligados estamos a esconder.

Aquí, en su caso, el anterior se hace caja china, y aparece una particular con su nombre, donde subyace la etapa de percepciones, lecturas y vivencias junto a su padre y mentor literario inicial, a quien tanto amó; con él y su recuerdo yacen el borrador de Píndaro y los primeros de Adriano, y el inconmensurable encanto y devoción por la cultura grecolatina que tanto la desveló. Del más a la mano, escogió Ud. el tema y la trama: la vida de una pareja de amigos de sus padres: Conrad von Vietinghoff, músico de origen alemán (Alexis) y Jeanne de Vietinghoff (Mónica), escritora protestante, quien escribió varios libros sobre ética, misticismo y religión —la mejor amiga de su madre, Fernande Cartier de Crayencour—, a quien usted quiso con distinción especial. De esos cofres, de sus cruces y animaciones mutuas nació su opera prima. En sus palabras: la inspiración son muchas cosas separadas que conforman un todo.

El ambiguo combate de Alexis

Hoy, pasados algunos años, veo en Alexis o el tratado del inútil combate una excelente carta de presentación de una novel escritora que llegará a ser una de las grandes del siglo XX. Siento que este relato epistolar ha podido ser escrito, dada la condición andrógina del nombre, las motivaciones, el estilo y la textura y delicadeza con los que está redactado, aun pleno de vacilaciones, como Ud. lo ha reconocido, indistintamente por un hombre o una mujer, lo que no desdice de la intención, la calidad de los argumentos expuestos y la sensación de vacío y reencuentro con uno mismo que se experimenta cuando se confiesa a través del arte una condición sexual no oficial.

Me siento obligado a aclarar que estoy seguro de que no existe escritura masculina y femenina: hay simplemente escritura, así como siento que la belleza, al igual que el arte, no tiene sexo, y la clase no tiene origen en la más alta condición social —la tiene simplemente el que sabe estar—Sabemos también que el arte, por transgresor, es amoral por naturaleza, y si hago las diferencias entre los dos Alexis es con el único fin de facilitar, ampliar y potenciar mi visión y mi sentir, y con ello motivar más de cerca a muchos seres sensibles e inteligentes a estudiar su distinguido trabajo.

Por eso haré mención a algunas frases ambiguas, unas referidas al arte hechas por el Alexis hombre y otras construidas por la Alexis mujer, revestidas ambas de una belleza femenina plena de ternura, la leche de la bondad humana, según Shakespeare, un sentimiento que por ahora casi exclusivamente encarna la mujer, pues más que un asunto cultural, su manifestación por todos los seres humanos es, y será por mucho tiempo, un problema de civilización.

El Alexis se convierte —a mi manera de ver— en la intención de un ser humano con vocación por el arte que desea exorcizar sus miedos, sus dudas, su compulsión por el pecado y la liberación interior que se vive cuando esta se produce a través de cualquiera de las manifestaciones artísticas, sea la pintura, la escultura, el ballet, la música o la escritura. En este caso es la música la que le permite sublimar una condición sexual no oficial y dar el primer paso para su reconocimiento interior, triunfo inicial contra la compulsión hacia “el pecado” a través del arte.

Durante toda mi vida, la música y la soledad han representado para mí el papel de calmante. La música me transporta a un mundo en donde el dolor sigue existiendo, pero se ensancha, se serena, se hace a la vez mas quieto y más profundo, como un torrente que se transforma en lago.

Por eso insiste en recuperar su vocación de pianista, suspendida durante los años de matrimonio que lleva con Mónica y volver a ser él: el artista que fue o la reafirmación de otro yo, ahora libre del peso de la confesión de su desamor y las ataduras a la masculinidad clásica: …hay algo de belleza en el arte que nos permite liberarnos de todo lo que no es… Mis manos, Mónica, me liberarán de ti…Una obra de arte, Mónica, es la vida soñada.

Para Alexis, la liberación de su encierro del primer círculo del pecado se la darán sus manos frente al piano, único espacio donde se desnuda y se produce el encuentro consigo mismo. Recordemos sus palabras: La primera consecuencia de las inclinaciones prohibidas es la de encerrarnos dentro de nosotros mismos. Hay que callar o bien no hablar más que con nuestros cómplices. El escape del segundo circulo se lo brindará la propia epístola mediante la escritura, que confiere mayor presencia a la otra Alexis, especialmente por el tono femeninamente tierno de un comienzo donde inmediatamente se anuncia la intención de despedida:

Debería habértelo explicado en voz baja, muy lentamente, en la intimidad de una habitación, en esa hora sin luz en que se ve tan poco que casi nos atrevemos a confesarlo todo. Pero te conozco, amiga mía… Habrías querido ahorrarme lo que tiene de humillante una explicación tan larga; me habrías interrumpido demasiado pronto y, a cada frase, yo habría tenido la debilidad de esperar que me interrumpieras.

Alexis es también, ante todo tal cual Ud. lo reconoce, el retrato de una voz, en este caso la otra voz, la femenina, como lo expresó en el párrafo anterior —así lo siento—, que vive intensamente el drama de la culpa por sentirse, aun sin confirmarlo, parte de una condición sexual no oficial. Especialmente viniendo de una familia cristiana, católica practicante, de alta posición social que, estoy seguro, no veía nada bien la confesión directa de lo que para ese tiempo se consideraba una enfermedad mental, y de cuya condición la misma Alexis sentía repulsión:

Siempre he tenido miedo, un miedo indeterminado, incesante, miedo de algo que debió de ser monstruoso y que debía paralizarme de antemano. Desde entonces el objeto de ese miedo se precisó. Era como si acabara de descubrir una enfermedad contagiosa que se fuera extendiendo a mi alrededor… Por la noche, en mi cama, me sofocaba pensándolo y creía sinceramente que me sofocaba de asco. Ignoraba que ese asco es una forma de obsesión y que, si deseamos algo, es más fácil pensar en ello con horror que no pensar.

Hace casi un siglo la condición sexual no oficial era un escándalo y ventilarla en un relato epistolar debió constituir un gesto cargado de mucha temeridad y coraje. Oscar Wilde había pagado muy cara su osadía con Lord Alfred Douglas, luego de la ventilación de un juicio en que fue acusado de sodomía en 1895, y condenado a dos años de trabajos forzados. Allí redactaría su famoso De profundis, una de las epístolas de amor y despecho más dolorosas, apasionadas y sinceras que jamás se escribieron, y Marcel Proust siempre estuvo consciente de los peligros que significaba hacer del conocimiento de la sociedad su verdadera inclinación sexual; por eso le dice a André Gide, según Maurois: Uno puede contarlo todo, a condición de no decir nunca yo.

Por eso entiendo perfectamente su afirmación en el prólogo cuando dice: El problema de la libertad sensual, en todas sus formas es, en gran parte, un problema de libertad de expresión. Parece ser que, de generación en generación, las tendencias y los actos varían poco; por el contrario, lo que sí cambia, a su alrededor, es la extensión de la zona de silencio o el espesor de las capas de mentira.

Porque socialmente, según Didier Eribon, experto en historia cultural de Francia, lo que genera el problema no es ser de una condición sexual no oficial, sino decirlo. Pues si la posibilidad de decirlo se admite oficialmente, quedarían anuladas por completo la inferioridad y la vulnerabilidad de tal condición, así como los medios de control que se pueden ejercer sobre ellos. De allí su sentencia, perfectamente lógica: Es más difícil ser ante los demás lo que somos ante Dios.

Sin duda, mi respetada amiga, a sus veinticuatro años, cuando escribio Alexis, aún había mucho que conocer, aprender, desagregar y descubrir. El arte expresa las pasiones en un lenguaje tan hermoso que hace falta más experiencia de la que yo tenía para comprender lo que yo quería decir. Cuando se es joven —comenta André Maurois en su biografía de Proust— uno no sabe que es de una condición sexual no oficial, que es poeta, un snob o un malvado. En el caso de la condición sexual no oficial, no es del todo cierto: no se ha confirmado a sí mismo en sus inclinaciones, pero siento que desde muy temprano se anuncia interiormente, pues esa condición posee la fuerza de un imán para atraer a sus pares. De allí el nacimiento de la angustia, el temor, la duda y el terror por mostrarse de una personalidad de frágil sensibilidad, en muchos casos sinestésica, demasiado vulnerable en una sociedad patriarcal, donde hasta la mujer tiende a ser homofóbica y en caso del tercer mundo, más machista que los hombres.

Cuando Alexis vio la luz, apenas comenzaban a germinar en la promesa de escritora grande que Ud. llegaría a ser la elaboración de conceptualizaciones, definiciones y formulación de tópicos e hipótesis sobre la vida, la sociedad, la religión, la política y especialmente la historia, y sin embargo ya había luces que califican promisoriamente estilo y prosa de lo que sería la elaboracion de una escritura distinguida, brillante, única y con unas muy sólidas ideas para la historia.

Siento, después de leer sus Alexis cuidadosamente de nuevo, como Ud. mismo dijo, luego de escuchar a un experto estudioso en ese movimiento de repliegue en el estilo, que su análisis comprueba que está hecho de una continua vacilación, una contracción, casi un balbuceo. Creo que conseguí sin pensarlo —dice— resolver el problema de lenguaje. Este lenguaje que tiembla y titubea permitía una vacilación psicológica que me ayudó a salir del paso. Alexis a los veinticuatro años era un personaje que quedaría allí y que yo no tenía interés en hacer crecer.

A pesar de ese estilo vacilante, que acompaña su intención como autora a los fines perseguidos en el relato, siento que está bien escrito, en una prosa límpida —como diría su padre antes de morir— que logra mantener el ritmo y una secuencia que, aunque en ocasiones parece suspendida, fluye manteniendo la expectativa del lector, aunque muy lejos del señorío, solemnidad y exactitud que alcanzaría con sus dos grandes obras, Memorias de Adriano y Opus Nigrum. Me atrevo a insinuarlo como un buen relato de aprendizaje. Por eso siento que el mérito de esta obra está menos en sus cualidades literarias y más en el tratamiento muy inteligente y avanzado dado por Ud. al tema de la condición sexual no oficial y su relación con el arte.

En ocasión de la presentación de su nombre para el ingreso a la Academia de la Lengua Francesa, en 1981, quien tuvo el honor de hacer la presentación, el escritor Jean d’Ormesson, hizo una afirmación en mi opinión inconveniente por el tinte claramente misógino de su contenido, lógico después de casi tres siglos y medio a la espera de una mujer: Es una victoria de la literatura. No ha lugar a la polémica, pero constatamos que Marguerite Yourcenar pone fin a la denominada literatura femenina. La academia recibe a un escritor, no a una mujer. No, la academia recibe a una escritora, a una mujer, la primera en la historia de las letras francesa, no a una portavoz de la literatura femenina. En lo que a mí refiere, hace mucho tiempo sustituí las palabras hombre y mujer por ser humano, la palabra pueblo por sociedad, y la palabra nacionalidad por ciudadanía.

Espero, después de haber realizado algunas atrevidas observaciones —que ojalá me perdone si cree desaguisadas— me permita dejar a los lectores de esta primera entrega algunas frases que hablan de su delicadeza, hondura y calidad de alma, y que, de esta obra, Alexis, quedarán eternamente, para mi aprendizaje, como parte de lo mío, a la mano de mi corazón.

  • Sobre la infancia: Toda felicidad es inocencia. / Ya te dije que yo era un niño(a) muy sensible a la belleza y los placeres que esta nos procura merecen toda clase de sacrificios e incluso humillaciones. / Me resultaba muy dulce ser menos hermoso(a) que mis amigos (as); me sentía feliz mirándolos(as); no imaginando nada más. Era feliz queriéndolos(as) y no pensaba siquiera en dejar su cariño. Sobre la mujer: Nadie se figura lo tranquilizadora que es, para un niño(a) inquieto(a), como yo era entonces, el cariño apacible de las mujeres. Su silencio, sus palabras sin importancia llenas de paz interior, sus ademanes familiares que parecen amasar las cosas; sus caras sin relieve, pero tranquilas y que, sin embargo, se parecen tanto a la mía, me han enseñado la veneración. Sobre el cuerpo y el alma: No me he atrevido a decirte la adoración ardiente que me hacen sentir la belleza y el misterio de los cuerpos, ni cómo cada uno de ellos cuando se ofrece parece aportarme un fragmento de juventud humana. / Quizás de lo que habla la voluptuosidad tan terrible sea que nos enseña que tenemos un cuerpo; después sentimos que aquel cuerpo tiene su existencia particular, sus sueños, su voluntad y que hasta la muerte tendremos que contar con él, cederle, transigir, luchar. / Solo, ante un espejo que descomponía mi angustia, he llegado a preguntarme qué tenía yo en común con mi cuerpo, con sus placeres, sus sacrificios, como si no le perteneciera. Pero le pertenezco, amiga mía. Este cuerpo, que parece tan frágil, es más duradero que mis virtuosas resoluciones, quizás más que mi alma, porque el alma a veces muere antes que él. Sobre la vida: Lloré de que la vida fuera tan sencilla y tan fácil. Si nosotros lo fuéramos lo bastante para aceptarla tal y como es.

Algunos críticos literarios han afirmado que hay libros ligeros que pasan sin dejar muchos registros asentados en el gusto del lector y en su memoria, y otros de alto quilate que se vuelven inscripciones en un frontón de la memoria. Diría, utilizando un símil del arte culinario, que su Alexis —con su debido respeto— es una entrada ligera y de calidad, tal cual una ensalada Waldorf, elaborada y servida por un aprendiz de chef con mucho oficio —y un largo camino de aprendizaje— para llegar a ser el Chef Jefe, que a futuro preparara selectos platos de la cocina francesa, con un toque personal que quedará eternamente grabado por su exquisitez en el paladar y en el recuerdo de los grandes gourmets del mundo.


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