Por LEÓN SARCOS

Un humanismo liberal inspirado en el sentido común y la justicia

Creo que perfeccionarse es el primer objetivo de vivir. Esta afirmación será reiterada por Ud., casi como un mantra a lo largo de su vida, y el ser humano como individuo y todas las especies vivientes serán el centro de su atención, en todos los ámbitos relacionados con su permanencia, su bienestar, su libertad y su sobrevivencia.

Si en la infancia disfrutamos de cuidado, amor, ternura y somos felices, podemos elegir cualquiera de los miles de caminos que nos ofrezca la vida, y en todos y en cada uno, en el más espinoso, en el más pedregoso y en el más encumbrado que tengamos que transitar o escalar, sentiremos a nuestro lado la presencia de Dios.

El ser a quien llamo yo —como usted lo afirma en Recordatorio, el primero de sus libros de memorias—, llegó al mundo un lunes 8 junio de 1903, hacia las 8 de la mañana, en Bruselas. Nacía de un francés, Michel Crayencour, perteneciente a una antigua familia del norte, y de una hermosa mujer de origen belga, Fernande Cartier de Crayencour, cuyos ascendientes se habían establecido en Lieja durante unos cuantos siglos, para luego instalarse en Hainaut. Aquella criatura de sexo femenino, ya apresada entre las coordenadas de la era cristiana y de la Europa del siglo XX, aquel pedacito de carne color de rosa que lloraba dentro de una cuna azul, me obliga a plantearme una serie de preguntas tanto más terribles cuanto que parecen banales y que un literato que conoce su oficio se guarda muy bien de formularlas. Que esa niña sea yo no puedo dudarlo sin dudar de todo.

Esa niña llamada Marguerite, según Ud., gustaba bastante del nombre, que identifica una flor, y toma su denominación del antiguo iranio a través del griego en cuya lengua traduce ¨perla¨. Es un nombre místico, que no es de ninguna época ni de ninguna clase. Era un nombre de reina, pero también de campesina.

No así el Yourcenar, que nace de la graciosa arrogancia juvenil por desprenderse de la tradición y de las ataduras que pudieran dar a una “futura artista” las convenciones familiares. Fruto de un juego divertido entre Ud. y su padre —cuando decidieron publicar su primer poema— para conseguir un seudónimo a partir del apellido que sonara agradable al oído de quienes serían su público. Entretenidos en hacer un anagrama con el apellido Crayencour y después de acordar la simpatía de ambos por la letra Y, valorada su estética y su significado como cruce de camino o un árbol con los brazos abiertos, esa niña terminaría llamándose Marguerite Yourcernar, una de la más celebres escritoras del siglo XX.

Según su relato —esta vez en ¿Qué? La eternidad— antes de aprender a leer ya se sabía de memoria varios de los cuentos de hadas: Blancanieves, La Pequeña cerillera y La bella durmiente del bosque: Me encantaban. Como todos los niños, me esforzaba por darles vida, y me paseaba con una varita, y frotaba los objetos, pidiéndoles que se convirtieran en oro: no se convertían, pero era un juego delicioso.  Pronto asumió el hábito precoz de la soledad como un bien infinito: Enseña, hasta cierto punto solamente, a prescindir de las personas. Enseña también a querer más a las personas.

Su padre —quien sigue las recomendaciones del emperador Marco Aurelio en sus Meditaciones cuando dice: De mi bisabuelo, aprendí a no frecuentar las escuelas públicas; disfrutar de buenos maestros en casa; saber que en eso hay que gastar de forma esplendida— asumirá en condición de tutor hasta los dieciséis. El latín y el griego serán aprendidos entre los diez y los doce y sus primeras lecturas, los clásicos griegos junto con Racine, La Bruyere, Víctor Hugo, Tolstoi, Shakespeare y en lo sucesivo muchos otros. El tesoro de los humildes, de Maeterlinck, leído en voz alta por su padre, le dejará un dulce gusto por el misticismo.

Cuando infanta, por causas de la primera guerra, apremiada abandona su país, ya nos anuncia la  textura de la que está hecha su alma: En ocasiones, en alta mar, surge el chorro poderoso de una ballena, el salto grosso de las marsopas tal y como yo las vi, desde la parte delantera de un barco sobrecargado de mujeres, de niños, de enseres domésticos y de edredones cogidos al azar, en el cual me encontraba con los míos en septiembre de 1914, de camino hacia la parte no invadida de Francia, vía Inglaterra; y la niña de once años que yo era entonces sentía ya confusamente que aquella alegría animal pertenecía a un mundo más puro y más divino que este que teníamos, donde los hombres hacían sufrir a otros hombres.

Anima a un ser de otro para los otros, una vida con su historia, donde en su largo tránsito y las varias vueltas a su prisión, en palabras de Zenón, no consiguió convertir exclusivamente una fe, no pudo seducir con su perversa óptica ninguna ideología, no doblegó chauvinismo alguno y no cautivó ningún extremismo maniqueo. No hay ideas de moda. Es una visión despejada a cielo abierto. Al natural. No cargó Ud. con peso muerto alguno en sus alforjas de fe y conocimiento, y eso hace su búsqueda ligera, leve y lineal en la elaboración de alternativas reales a los problemas del ser humano contemporáneo. Entenderá, sin alucinaciones caleidoscópicas, que las soluciones serán lentas, parciales y progresivas, como el discurrir plácido y sin sobresaltos del buen vivir.

La base de la armonización de su pensamiento, según sus convicciones, ha sido desde el principio la filosofía griega (Platón, seguido de los neoplatónicos y estos de los presocráticos) las meditaciones de los Upanishad y de los sutras y los axiomas taoístas. De ellos derivará una cosmovisión cuyos principales nutrientes personales serán la indeclinable luz de la libertad, la lógica transparencia del sentido común y el equilibrio humanizado de la justicia, paradigmas que hacen muy útil sus ideas, en tiempos inciertos para el destino de los seres humanos y de todas las especies animales que habitan la tierra.

Una religión… una elección…

Por tradición somos iniciados como hijos de una iglesia; al final si somos descendientes versátiles de Dios, finalizaremos compartiendo nuestra fe con otras creencias y otras filosofías. No conozco una cultura que permita posponer —para cuando estemos aptos— la elección de una, ni tampoco alguna que de nociones de las principales para que cada quien decida la suya. ¡Y aunque luzca por ahora difícil de demostrar, tiene tanto que ver esa decisión con el desarrollo humano integral! Siento que sería el primer paso para la verdadera democratización del mundo, y abriríamos cauce a la principal de las gracias de la inteligencia: la flexibilidad y su principal enchant, la tolerancia.

Ud., madame Yourcenar, a pesar de haber nacido en el seno de un hogar cristiano católico conservador, bien temprano supo decidir: Desde niña tuve la impresión —y quizá me equivoque, porque hay medios de amalgamarlos, pero nadie me lo había indicado— de que se debía elegir entre la religión, tal como la veía a mi alrededor, es decir la católica, y el universo; preferí el universo. Ya sentía eso desde niña, cuando salía de la iglesia y caminaba por los bosques de Mont Noir. En ese momento eso dos aspectos de lo sagrado me parecían incompatibles. Uno me parecía más vasto que el otro: la iglesia me ocultaba el bosque… un día sentí que debía elegir entre un grupo de dogmas cualquiera y todo; elegí todo. Más tarde —prosigue—, el estudio de las religiones orientales influenció mi juicio, me fijó y me contuvo hasta el fondo de mi misma, ayudándome a la vez, por su natural retorno de las cosas, a apreciar mejor el cristianismo de mi infancia.

Tiene Ud. una manera muy singular de ilustrar su profesión de fe, con la cual me identifico plenamente, cuando dice: Me gusta la mística que se desprende de las ceremonias… Me gustan las imágenes sagradas, y cuando veo la estatua del Cristo ultrajado, el hombre de los dolores, en una iglesia de Brujas, vuelvo encontrar exactamente los sentimientos que experimentaba a los ocho años en una iglesia del norte de Francia. Siento ya en él, vagamente, a todo hombre insultado. Eso no significa que no tenga una postura crítica sobre las “tres religiones del Libro” el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, para las que utiliza la palabra desdeñosa que se pasaban solapadamente los espíritus libres de la Edad Media: “Las tres imposturas”.

A pesar de esta afirmación, aclara, para confirmarse en su fe inicial: obtengo una calma y quizá cierto orgullo de mis orígenes católicos; no sería del todo lo que soy si la atmosfera de piedad católica no hubiera influido en mi desde niña, y no habría amado más tarde las ceremonias y las plegarias de la ortodoxia. Reconoce en los países en los que el islam dejo su rastro la austera grandeza musulmana, y la gran fortaleza espiritual de la mística judía. Entonces sentencia: La impostura no está en los dogmas, los ritos, las leyendas, que pueden ser admirables o enriquecedoras para la psiquis humana, sino en la aserción insolente, encontrada con demasiada frecuencia en estos tres grupos, de que son los únicos que están, por decirlo así, en línea directa con Dios.

Por eso me resulta muy simpática y creativa la adaptación que hace del Avemaría, ese bello poema litúrgico que todos los católicos de niños recitamos con devoción celestial: Esta oración, que es un poema, la he recitado en varias lenguas, cambiando a menudo el nombre de la entidad simbólica a la que va dirigida. Dios te salve, Kwannon, llena de gracia, que oyes correr las lágrimas de los seres. Dios te salve, Shechinah, benevolencia divina. Dios te salve Afrodita, deleite de los dioses y de los hombresEs hermoso esperar que, con una u otra forma que la mayoría de las religiones han escogido fémina como María, o andrógina como Kwannon, la dulzura y la compasión nos acompañarán tal vez invisiblemente a la hora de nuestra muerte.

El ocaso de las ideologías

Todas las ideologías que pretendían cambiar la vida a partir de un catálogo de ideas preconcebidas terminaron en el más rotundo fracaso. Todas las revoluciones políticas —a excepción de la estadounidense— que intentaron transformar a su país sucumbieron para convertirse en los más siniestros regímenes policiales, que liquidaron ilusiones y sueños de progreso de los hombres libres de los países donde se instalaron. De nuevo se impuso la inteligencia de los liberales, que advirtió hace siglos acerca de los peligros de la incursión del Estado en todos los planos de la vida del ser humano: la moral, la propiedad, el libre intercambio y la democracia. En el presente han resucitado con virulencia algunos vestigios de nacionalismo revolucionario, destinados más tarde que temprano a languidecer bajo el peso de los parámetros de la sensatez y de la globalización.

Tiene una alta credibilidad su opinión sobre las revoluciones en contraste con la realidad… terminan produciendo reacciones, más virulentas todavía, y es casi inevitable que se estanquen también en sociedades funcionarizadas, jerarquizadas, y acaben en los Gulag. Son las reformas y no las revoluciones, las que mejoran al mundo. Es de los individuos y no del Estado de donde nace lo nuevo y lo mejor, como lo advierte Einstein en su Visión del Mundoel Estado no puede ser lo más importante: lo es el individuo creador, sensible. La personalidad. Solo de él sale la creación de lo noble, de lo sublime. Lo masivo permanece indiferente al pensamiento y al sentir.

Prefiere Ud. en consecuencia las soluciones individuales; son más emocionantes. San Francisco, San Bernardo, Maese Elkhart son otras tantas soluciones parciales. La madre Teresa recogiendo moribundos en las calles de Calcuta. Dorothy Day recogiendo vagabundos en las calles de Nueva York… Pienso también en Ralph Nader, que inicia en Estados Unidos la lucha contra los productos adulterados en venta por los grandes trusts alimenticios; en Rachel Carson, insultada porque fue una de las primeras en advertir sobre el inmenso peligro ecológico; en Marguerite Sanger, que asume la ignominia de ser la promotora de la anticoncepción; en Mme. Gilardoni, en Francia, con cuya amistad me honro, luchando contra la crueldad infligida a los animales en los mataderos. 

La limitación del combate individual y las reformas, piensa Ud, es que los reformadores son pocos y desaparecen y parte del ardor de la lucha de la que son portavoces se desvanece, mientras las injusticias y los males se agigantan exponencialmente, pero estamos obligados a continuar. Porque, aunque fuera imposible debemos intentarlo. En el Bhagavad Gita hay un pasaje en el cual Krisna dice a Arjuna: “Combate como si el combate sirviera para algo; trabaja como si el trabajo sirviera para algo.” Y usted conoce —dice a Matthieu Galey— más próximo a nosotros, la divisa de Guillermo de Orange: “No es necesario esperar para emprender.”

Comparto su juicio sobre la llamada izquierda y la tecnocracia capitalista: la gente llamada “de izquierda” sufre con frecuencia de una ingenuidad de creyentes de los primeros tiempos del cristianismo; están persuadidos de que sus soluciones son necesariamente buenas y, como todos los creyentes, sueñan con una suerte de Edén, que siempre termina siendo inaccesible, porque el hombre es imperfecto, y ningún sueño de perfección puede ser en parte realizado sin llevar también a la violencia y al error, y no digo que estos ensueños escatológicos sean malos porque sean de izquierda, digo que lo son porque se los transforma en fórmulas huecas. Por otro lado, el capitalista tecnócrata que pretende instaurar la felicidad en la tierra con sus métodos de aprendiz de brujo me parece de la misma categoría de la gente llamada de izquierda. Creo que la época de las etiquetas políticas ha quedado y deberá quedar en el pasado.

Hay un nudo fundamental que se debe resolver entre las opciones políticas denominadas equivocadamente de izquierda y derecha, estigmatizadas por ideologías: es decir, falsas visiones de la realidad, para sustituirlas por políticas publicas inspiradas fundamentalmente en el sentido común, la integridad y la ciencia.

Se debe aprender a amar la condición humana tal como es, aceptar sus limitaciones y sus peligros, volverse a poner al mismo nivel de las cosas, renunciar a nuestros dogmas de partidos, de países, de clases, de religiones, todos intransigentes y, por lo tanto, todos mortales. 

Los libros, las primeras patrias

No es fácil desprenderse de los afectos nacionalistas. Desde los primeros años forman parte de la cultura de los pueblos que erigen su sentido de valoración y pertenencia anclados a códigos tan convencionales y decadentes como un himno, un escudo, una bandera, los santos patronos, las gestas de sus próceres y los cantos y las representaciones primarias de sus folkloristas.

En mi caso, la patria quedó en la escuela, en el patio donde mirando ondear la bandera tricolor, a sol pleno, escuche durante años por unos viejos altavoces disonantes el himno de mi país. Después la Historia Universal y la Geografía me abrirían el horizonte de la mano de mis maestros y de los grandes escritores franceses, alemanes, ingleses, rusos, latinos, clásicos y modernos, por cuyas palabras en el papel se desplazarían mi imaginación y mi alma para hacer mía la condición de ciudadano, no solo de mi país, donde, ironías, no ha podido sedimentarse tal título, sino del mundo, para lo cual no requiero de documento oficial.

Dicha la suya, que desde que tuvo conciencia de ser se vio inducida por su padre, quizá el hombre más libre que haya conocido, a vivir en el mundo como si fuera su patria. Él le hizo sentir que el sitio de la primera mirada inteligente, era el lugar de nacimiento y a percibir en la inicial lectura de los libros las primeras patrias. Uno de sus axiomas favoritos era: “¿Dónde se está mejor que en el seno de la familia? En cualquier parte.”; y también:” “Nunca se está mejor sino en otra parte.” Él no hubiera pensado en legarme una tradición en el caso de que la tuviera. Por Grecia desde niña, como el emperador Adriano, sentirá devoción especial; visitará Rusia, Noruega, Holanda, África, Alemania y la India y tendrá estadías en Italia, Francia, y España.

Su recorrido será continuo e incesante; solo la detendrá la muerte en los días previos a un viaje cuyo itinerario describe en carta fechada en 22 de octubre a los 84 años: “Estaré el 12 de noviembre en el hotel Europe-Amsterdam, y me propongo ir en coche a Bélgica (Hotel-Amigo-Bruselas) para tres días… Luego regreso en coche a Ámsterdam y cena o recepción en Palacio. Luego me quedare en Ámsterdam hasta el 3 de diciembre… Viaje en coche (agradable) a Copenhague, donde debo dar la conferencia —sobre Borges— el día 8… llegada el 11 de diciembre a Paris… Salida de Zúrich para Bombay el 22 de diciembre”.

La verdadera grandeza de la nacionalidad está en el legado que deja cada creador al acervo de la civilización, por aquel axioma borgiano que dice: Lo que es bueno en literatura no pertenece a nadie… a no ser a la lengua y a la tradición.

En un mundo lleno de divergencias “ingenuas o desconsoladoras”, todos los chauvinismos son nocivos, incluyendo el feminismo; solo valen las soluciones individuales, y solo importan —y aquí la acompaña agradado Octavio Paz— los que tienen el coraje de decir NO. No a la proliferación de armas nucleares, no a las represas que masacran el medio natural, no al ciego culto del provecho, no a la contaminación que destruye la flora y la fauna. No al racismo. No a la discriminación sexual. No a la injusticia.

Sus predilecciones literarias: Hardy, Conrad, Ibsen, Tolstoi, algún Chejov y algún Thomas Mann, y el de mayor beneficio, la autobiografía de Gandhi. Releo también a Balzac, a Saint Simon y a Montaigne. La o él novelista que más admira, Murasaki Shikibu, con respeto y reverencia. Tiene el instinto, el sentido de las variaciones sociales, del amor, del drama humano, de la forma en que los seres se estrellan contra lo imposible. No se ha escrito nada mejor en ninguna literatura. Ella es el Marcel Proust de la Edad Media nipona, a quien he releído siete u ocho veces. Por su mente en algún momento pasó la idea de que, en lugar de Adriano, el personaje hubiera podido ser Churchill. Un crítico español ha dicho, no sin cierto dejo de ironía, que al final de sus días terminaría siendo más sajona que latina.

Nunca gusto de particularismos; así lo confirma su opinión, a Matthieu Galey, sobre el feminismo: Estoy contra los particularismos de países, de religiones, de especie. No cuente conmigo para particularismo del sexo. Si se trata de luchar por que las mujeres, a igual merito, reciban el mismo salario que un hombre; si se trata de defender su libertad para utilizar la anticoncepción; si se trata de educación, o de instrucción, estoy por supuesto con la igualdad de los sexos. Si se trata de derechos políticos, no solo del voto, sino de participación en el gobierno, aunque dudo que las mujeres puedan no más que los hombres, mejorar mucho la detestable situación política de nuestro tiempo, a menos que unos y otras, y sus métodos de acción sufran una transformación radical.

Todo logro obtenido por la mujer en la causa por los derechos cívicos, el urbanismo, el medio ambiente, la protección del animal, del niño, de las minorías humanas, toda victoria contra la guerra, contra la monstruosa explotación de la ciencia en favor de la avidez y de la violencia, y de la mujer, será por añadidura una victoria también del feminismo.

Siento que el grueso de adversarios y adversarias del feminismo lo inspiran los sectores de ese movimiento social más vehemente con su particularismo. Su radicalismo contra la sociedad patriarcal hace crecer el espíritu de cuerpo del sexo masculino, que aun reconociendo la justicia de sus reivindicaciones termina fortaleciendo su contrario: el machismo.

Por eso resulta oportuna su consideración… las mujeres que dicen “los hombres” y los hombres que dicen “las mujeres”, por lo general para quejarse tanto en un grupo como en el otro, me inspiran un enorme hastío, así como los que recitan todas las formulas convencionales. Hay virtudes específicamente “femeninas” que las feministas pretenden desdeñar, lo que no significa que hayan sido siempre atributos de todas las mujeres: la dulzura, la bondad, la finura, la delicadeza; virtudes tan importantes que un hombre que no poseyera por lo menos una pequeña parte de ellas sería un bruto y no un hombre. Hay virtudes llamadas “masculinas”, lo que tampoco significa que todos los hombres las posean: coraje, resistencia, energía física, control de sí, y la mujer que no detenta una parte de ellas, no es más que un trapo, por no decir un guiñapo. Me gustaría que esas virtudes complementarias sirvieran para el bien de todos.

Su respuesta a la pregunta, de si nunca había lamentado ser mujer habla por sí sola de la excelente catadura de su condición femenina: En lo más mínimo, y no he deseado más ser hombre, de lo que siendo hombre hubiera deseado ser mujer.


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