"Su manera de concebir la existencia como un tránsito activo para mejorar y mejorarse en todos los planos está presente en su percepción del amor"

Por LEÓN SARCOS

Un ideal para la paz y la estabilidad del imperio

Esa manera de percibir Adriano la acción política a través de la belleza, ese ideal con el que siente un compromiso indisoluble, imbuido de un espíritu de justicia, de bienestar y paz, hacen de él, según el prestigioso profesor de historia antigua de la universidad de Oxford Ronald Syme, el más versátil en materia cultural de todos los emperadores romanos. Dada su vocación por el arte, lleva adelante una intensa y prolífica siembra de monumentos arquitectónicos y escultóricos a lo largo y ancho de todo el imperio. Adriano fue un emperador fuertemente influenciado por la filosofía estoica y epicúrea; escribió poemas en latín; era un ciego admirador del arte griego y un pacifista persuadido:

La paz era mi fin, pero de ninguna manera mi ídolo; hasta la misma palabra ideal me desagradaba, por demasiado alejada de lo real… Aceptaba la guerra como un medio para la paz, toda vez que las negociaciones no bastaban, así como el médico se decide por el cauterio después de haber probado los simples. Todo es tan complicado en los negocios humanos, que mi reino pacifico tendrá también sus periodos de guerra, así como la vida de un gran capitán tiene, mal que le pese, sus interludios de paz.

Su estrategia pacifista de corte antimilitarista consistió en trazar unas fronteras estables, para lo cual llevó adelante una política para reforzar las partes más débiles de ellas, construyendo fortificaciones, fortalezas, puestos de avanzada y atalayas para frenar cualquier tipo de agresión bárbara. La más emblemática de estas fortificaciones sería el muro de Adriano, construido en Gran Bretaña.

Esa política de defensa, sumada a su espíritu viajero –uno de sus grandes placeres– y la experiencia castrense durante la juventud, hizo que realizara múltiples viajes a Britania, Partia, Anatolia, Grecia, Asia, Egipto y Judea, en los que inspeccionaba el estado de las tropas acantonadas en las distintas provincias y supervisaba obras de corte militar y cultural en proceso de edificación en los tiempos más estables y hegemónicos del imperio romano; de ahí su confesión que, precisa, describe Ud. en su nombre:

Algunos hombres habían recorrido la tierra antes que yo: Pitágoras, Platón, una docena de sabios y no pocos aventureros. Por primera vez el viajero era al mismo tiempo el amo, capaz de ver, reformar y crear al mismo tiempo. Allí estaba mi oportunidad, y me daba cuenta de que tal vez pasarían siglos antes de que volviera a producirse el feliz acorde de una función, un temperamento y un mundo.

Aprender a observarse con exactitud y lealtad a uno mismo y aprender a deletrear las vacilaciones, parpadeos, humores y transpiraciones del alma de interlocutores y amantes puede hacerte un hombre más inteligente y agudo para defenderte en el poder y en la vida, pero no te hará invulnerable al cambio, al tiempo y al olvido. La sabiduría del que sabe consiste en primer lugar en conocer sus límites, su finitud, su preciso pasado, su instantáneo presente y elementalmente su fugaz porvenir. Aquel que siempre fue diestro para abonar a su llegada y ha llegado, debe tener muy claro cuándo se aproxima el final y saber interiorizarlo para que su experiencia sirva a otros y a los otros. Nuestro emperador conocía lo anterior y sabía que lo que pasa con los seres humanos acontece con su obra: también termina. Proféticamente Adriano lo advierte en noches de ejercicio clarividente, con palabras meticulosamente destiladas por Ud., de su vena historiadora:

Me repetía que era vano esperar para Atenas y para Roma esa eternidad que no ha sido acordada a los hombres ni a las cosas, y que los más sabios de entre nosotros niegan incluso a los dioses… y continua de una manera profética señalando a todos los hombres de poder en las diferentes culturas del mundo que han tenido la supremacía del mismo: Destruiríamos a Simeón… Pero otras hordas vendrían después, y otros falsos profetas. Nuestros débiles esfuerzos por mejorar la condición humana serian proseguidos sin mayor entusiasmo por nuestros sucesores; la semilla del error y la ruina, contenida hasta en el bien, crecería monstruosamente a lo largo de los siglos. Cansados de nosotros, el mundo se buscaría otros amos; lo que nos había parecido sensato resultaría insípido, y abominable lo que consideramos hermoso… Veía volver los códigos salvajes, los dioses implacables, el despotismo incontestado de los príncipes bárbaros, el mundo fragmentado en naciones enemigas, eternamente inseguras.

Sobre las historias de amor se han escrito a través de los tiempos tantas cosas sublimes y a la vez tan pocas, que siempre resulta una novedosa temeridad exaltar una de ellas, especialmente si no cuenta con la aprobación moral de la mayoría de las instituciones en el presente. Nunca cesará la emoción que nos provocan esas historias y siempre, cual manantial que no calma la sed, seguirá manando de ellas prosa exuberante hasta el fin de los tiempos. Penélope y Ulises, Dulcinea y Don Quijote, Julieta y Romeo, Roxana y Cyrano, y de parejas de amor no oficial, Wilde y Lord Alfred Douglas, Alejandro y Hefestión, pero sin duda la más celebrada y a la que se ha rendido más culto es sin duda la del emperador Adriano con el hermoso esclavo bitino: Antinoo.

A su muerte, nadie más representado, nadie tan poetizado, nadie mejor dibujado y esculpido a través de los siglos que el joven efebo que hizo delirar al más ilustre y reconocido de los emperadores romanos, en el buen sentido, junto a Marco Aurelio. Nada de extrañar de un ser humano que le parecía, el juego misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de una persona, lo bastante bello, en palabras que dice Ud. en su nombre, para consagrarle una parte importante de su vida:

Reconozco que la razón se confunde frente al prodigio del amor, frente a esa extraña obsesión por la cual la carne, que tan poco nos preocupa cuando compone nuestro propio cuerpo, y que solo nos mueve a lavarla, a alimentarla y, llegado el caso, a evitar que sufra, puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado de caricias, simplemente porque está animada por una individualidad diferente de la nuestra y porque presenta ciertos lineamientos de belleza sobre los cuales, por lo demás, los mejores jueces no se han puesto de acuerdo.

Y dirá sabiamente de la voluptuosidad: ¿qué es? Solo un momento de apasionada atención del cuerpo. Cuando evoca los días más febriles de su vida amorosa junto a su joven amante recuerda: Cuando considero esos años creo encontrar en ellos la Edad de Oro. Todo era fácil…El trabajo incesante no era más que una forma de voluptuosidad. Mi vida, a la que todo llegaba tarde, el poder y aun la felicidad, adquiría un esplendor cenital, el brillo de las horas de la siesta en que todo se sume en una atmosfera de oro, los objetos del aposento y el cuerpo tendido a nuestro lado. La pasión colmada posee su inocencia, casi tan frágil como las otras; el resto de la belleza humana pasaba a ser espectáculo, no era ya la presa que yo había perseguido como cazador.

Nadie supo matizar tan bien las diferencias entre la felicidad que prodiga el amor y la grandeza de la dicha como expresión poética de aquella: Toda dicha es una obra maestra: el menor error la falsea, la menor vacilación la altera, la menor pesadez la desluce, la menor tontería la envilece.

El sueño y la muerte

Esos dos tesoros ocultos, los llamó el maestro Borges, en uno de sus poemas. Siento, por lo inescrutable de su origen, lo indescifrable de sus verdaderos signos y lo enigmático de sus procederes. Sobre ellos hay tantas lecturas como seres en el planeta. Tradiciones, valores y creencias hacen de ellos hermosas pirámides de especulaciones, supersticiones, dolores y resignaciones, frente a los cuales somos tan vulnerables como inocentes. Hijos soberanos de la vida. No sé por qué, siento que son hermanos gemelos del mismo tronco. El sueño, cíclica recreación metafísica de la vida; la muerte, intervalo de tiempo a otras vidas. Los emperadores, y en este caso Adriano, de quien escribió sus memorias, nos reitera sus impresiones sobre ambos:

De todas las felicidades que lentamente me abandonan, el sueño es una de las más preciosas y también de las más comunes… Concedo que el sueño más perfecto sigue siendo casi por necesidad un anexo del amor. Pero lo que a mí me interesa es el misterio del sueño por el sueño mismo, la inevitable sumersión que noche a noche cumple osadamente el hombre desnudo, solo y desarmado, en un océano donde todo cambia, los colores y las densidades, hasta el ritmo del aliento, y donde nos encontramos con los muertos. Lo que nos tranquiliza en el sueño es que volvemos a salir de él, y que salimos inmutables, pues una interdicción extraña nos impide traer con nosotros el residuo exacto de nuestros ensueños.

Hermanos, hijos de una misma madre, la vida, y un mismo padre, el tiempo, sus vasos comunicantes se materializan en siluetas que dibujan, cual estelar esteta, bocetos en progreso sobre la geografía anatómica que tiene en la superficie de sus contornos sensuales y voluptuosos explosiones de gracia y maestría, durante su primavera y su ocaso, y decrepitud en el otoño, cuando gotean las hojas y se anuncia el más duro frio. El cuerpo trasluce la calidad del sueño y también del ensueño y sus miedos, la angustia simpática y perenne a la muerte diluida en sus fiestas y en sus bocanadas de alegría y placer, saboreadas y degustadas en los más dulces deleites del alma y en los gozos supremos del espíritu.

Durante toda mi vida me había entendido muy bien con mi cuerpo, contando implícitamente con su docilidad y con su fuerza. Aquella estrecha alianza empezaba a disolverse; mi cuerpo dejaba de formar una sola cosa con mi voluntad, con mi espíritu, con lo que torpemente me veo precisado a llamar mi alma; el inteligente camarada de antaño ya no era más que un esclavo que pone mala cara al trabajo. Mi cuerpo me temía; continuamente notaba en el pecho la oscura presencia del miedo, una opresión que no era dolor, pero sí el primer paso hacia él.

Sin embargo: Soy el que era; muero sin cambiar. A primera vista, el robusto niño de los jardines de España, el oficial ambicioso que entra en su tienda sacudiendo de sus hombros los copos de nieve, parecen tan aniquilados como lo estaré yo cuando haya pasado por la pira, pero sin embargo están ahí, soy inseparable de ellos… Esa fuerza que fui parece todavía capaz de instrumentar muchas otras vidas, de levantar mundos. Si por fortuna algunos siglos vinieran a agregarse a los pocos días que me quedan, volvería a hacer las mismas cosas y hasta incurriría en los mismos errores; frecuentaría los mismos olimpos y los mismos infiernos.

Y agrega, en su voz, madame: Me felicito de que el mal me haya dejado mi lucidez hasta el fin, me alegro de no haber tenido que pasar por la prueba, de la extrema vejez, de no estar destinado a conocer ese endurecimiento, esa rigidez, esa sequedad, esa atroz ausencia de deseos. Y concluye recordándole a su sobrino Marco Aurelio, con uno de los poemas –de diecinueve palabras en latín– más comentados en la historia de la humanidad.

Hasta el fin, Adriano habrá sido amado humanamente.

Anima vagula, blandula,

Hospes comesque corporis,

Quae nune abibis in loca

Pallidula, rigida, nudula,

Nec, ut solis, dabis iocos…

Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos.

Usted por su parte termina en paralelo con una inolvidable lección de pedagogía –que nos recuerda la intención de Proust en En busca del tiempo perdido– su Cuaderno de Notas a Las Memorias de Adriano

Nuestro intercambio con lo demás no se produce más que por un cierto tiempo, se desvanece una vez lograda la satisfacción, la lección sabida, el servicio obtenido, la obra acabada. Lo que yo era capaz de decir ya está dicho; lo que hubiera podido aprender ya está aprendido. Ocupémonos ahora de otras cosas…

En lo que a mi concierne, por ahora, también….


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