Por LEÓN SARCOS 

Ficciones: Pierre Menard, autor del Quijote, 1939.

Nadie soñaba el advenimiento del Señor, en tiempos en que el Hijo de Amón, Alejandro de Macedonia, durante la conquista de oriente, en Persia, ordenaba a uno de sus generales la convocatoria a los mejores confabulatores nocturni hombres de la noche que refieren historias− para que aquellos hombrecitos ingeniosos en el arte de contar cuentos distrajeran a tan singular personaje durante los prolongados insomnios que lo atormentaban.

Según el famoso orientalista Hammer Purgstall, citado por un prestigioso viejo erudito −que también padecía de insomnios−, artífice de Tlön, y de la parte de América cedida por Ezra Buckley, ascético millonario de Tennessee, quien sugirió, ante la imposibilidad de fundar un país, inventar un planeta y con él una enciclopedia metódica del planeta ilusorio: esos cuentos contados por los confabulatores tienen que haber sido fábulas, y era la magia de la fábula lo que se celebraba, no la moraleja, que según él, vino después. 

Cuenta la leyenda y este calificado maestro: Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo, uno de los nombres más influyentes y respetados del mundo de las letras y sus disciplinas colaterales, en los tiempos que transcurren de modernidad y olvido: Lo que encantó a Esopo o a los fabulistas hindúes fue imaginar animales que fueran como hombrecitos, con sus comedias y sus tragedias. La idea del propósito moral fue agregada al fin (vino con otra era): lo importante era el hecho de que el lobo hablara con el cordero, y el buey con el asno o el león con un ruiseñor.

Milenarias lunas después, con la conquista de América por la España católico-cristiana después de la supremacía y consolidación de esta religión en Europa en el siglo III, y de la imposición del monoteísmo, cuando los dioses griegos y romanos habían viajado al exilio, según Heine, aún sobrevivían los confabulatores, según ha dejado constancia un discípulo de aquel ilustre anciano, habitante de una de las tribus pobladoras de la América India. Da testimonio, ese discípulo, de haber convivido con ellos como uno de sus descendientes y haberlos visto convocados por las matronas de la tribu wayúu durante la celebración de velorios para llorar y honrar a la muerte. A pesar de que los dioses de los indios guajiros habían escapado también al exilio con el descubrimiento y la conquista: Juya, (La Lluvia) Kashi, (La Luna) Kai, (El Sol) Jurulutsu, (El Trueno) Maleiwa, (El Bien) Wanulu, (El Mal), aún se mantiene la devoción a ellos, gracias a una sociedad secreta que aún profesa el paganismo y practica y difunde sus rituales politeístas.

Sobrecoge la emoción cuando, felices, las nuevas generaciones evocan la variada selección de cuentacuentos, entre familiares del difunto o difunta, viejos marinos, cargadores y carretilleros, choferes de camión, sirvientes de la familia y agregados a quienes se les concede por apego y buenos servicios al clan el apellido. Conocidos por sus alias: el Sucutín, el Wuasiriashi, el Pompilo, el Mochosoy, el Mantequero, el Manigua, el Wuampirai, tenían el prestigio de hacerlo con impecable elocuencia y desenfadado histrionismo.

Hermoso es el ritual en el que cada uno de estos hombres −que integran un círculo tan grande o pequeño como el número de confabulatores lo reclame− va haciendo uso de la palabra con la solemnidad del más aventajado ciudadano, alternando en sucesión, para contar maravillosas y heroicas hazañas de grandes navegantes,  asombrosos y tenebrosos relatos de barcos fantasmas o la infructuosa persecución en alta mar de una embarcación cargada de zombis, o la aparición de monstruos marinos y sus encarnaciones sobre cubierta, el acompañamiento a los viajeros de fuegos fatuos durante largos trechos en la sabana y sus mensajes encriptados en la luz; la visita a tierra de estrellas diminutas que se vuelven luciérnagas cuando el último de los visitantes duerme, o los ataques a los niños, cuando salen solos en la noche, de los famosos pigmeos indios: los Akalakui.

Los cuentos pueden tener su origen también en el prólogo o epílogo de una disputa o un enfrentamiento entre castas o una rivalidad personal por mujeres y honor, o los amores prolíficos del fallecido y sus hazañas donjuanescas, por lo general de ficción. El espíritu de los asistentes se verá reconfortado de nuevas experiencias y aventuras para seguir afrontando con dignidad y belleza la otra vida, la del día siguiente, simple fluir de futuro: el presente

El tiempo, que no necesita invitación para seguir adelante, según Alfonso Reyes, otro viejo sabio, se ha llevado a la mayoría de los confabulatores y ha dado paso a las técnicas y a los artificios para elaborar cuentos. Según el experto en letras Emir Rodríguez, a confesión del maestro Borges, tomada de una de sus conferencias dictada en Montevideo a mediados del siglo XX, los recursos para crear ficción han estado a la vista y algunos vienen siendo utilizados desde hace siglos: la obra de arte dentro de la obra de arte, la contaminación de la realidad por el sueño, el viaje en el tiempo y el doble.

El primero −dice Rodríguez− podemos encontrarlo en el Quijote, en la segunda parte, cuando los personajes han leído esta obra en 1605; y está también en Hamlet, cuando los cómicos representan ante la corte una tragedia que tiene gran similitud con la de Hamlet. En estos ejemplos se advierte que la misma obra literaria postula la realidad de su ficción al introducirse como realidad en el mundo que sus personajes habitan. El maestro no ha descuidado el uso de este procedimiento, pero no se ha contentado con reproducirlo de acuerdo a la tradición literaria occidental, sino que lo ha invertido, al introducir en sus relatos más inauditos la realidad contemporánea de sus lectores.

El procedimiento de introducir imágenes del sueño que alteran la realidad ha sido explotado por el folclore de todos los pueblos, y de igual forma, magistralmente, por Coleridge, en nota que el mismo maestro cita así: Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que ha estado ahí, y si al despertar encontrara esa flor en sus manos… entonces ¿qué? 

También ha utilizado de manera muy efectiva la fantasía temporal. En El milagro secreto, cuando el tiempo real queda suspendido, mientras fluye un año mental para el protagonista (a quien apuntan los fusiles de un pelotón de ejecución). En El inmortal, se señala desde el título una curiosa derrota del tiempo que es asimismo derrota de la noción de personalidad. En cuanto al procedimiento de los dobles, son abundantes los ejemplos ilustres, como el de Edgar Allan Poe en el cuento William Wilson y la narración The Jolly Corner, de Henry James.

La historia, implacable para indagar sobre el pasado y traernos información calificada al presente, nos recuerda también la importancia contingente del trágico accidente sufrido por el entonces joven poeta Jorge Luis Isidoro Francisco Borges Acevedo, una noche de diciembre de 1938, un año para grabar en su diario personal como el más azarosamente maravilloso de toda su vida, debido a la prolongada agonía y fallecimiento de su padre, la partida para siempre de su abuela Francis y un terrible golpe en la cabeza que casi le provoca la muerte, incidente atroz que tendrá efectos imperiosos para provocar ese instante de luz repentina y sagrada en que la vida del creador se hace otra diferente, elevada, única y eterna.

Solo él conocerá las manifestaciones de esa luz, los códigos secretos de sus emanaciones, la química de un lenguaje antiguo que únicamente le habla a él, en el sueño y en la vigilia, y que quedaría en suspenso si osara revelarlo o compartirlo con cualquier otro mortal. Así queda registrado, con otro nombre, este oscuro y tristemente afortunado episodio de aquella navidad, para la memoria de los estudiosos de las letras: 

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las mil y una noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las mil y una noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno.

¿De qué forma lo rescata del infierno la caballería integrada por sus antepasados, alentadores de sus huesos, su espíritu y su obra?  ¿Cómo han logrado develar los códigos herméticos que lo mantenían en estado de suspenso para empezar a construir lo mejor y más selecto de su arte? Asumo que, en la vida circular −el largo camino para perfeccionarse y alcanzar el nirvana−, el legado de los antepasados se vuelve una constante presencia que nos habla y ayuda a complementar lo que nos falta, si hemos acumulado méritos en cualquiera de las actividades humanas que nos ayudan a ser cada día mejor. Ellos no se van, solo pierden parte de su energía; siguen allí como representación, solo que no se mueven ni desplazan. Siguen inmóviles en el hermoso paisaje que es la vida. Y abandonan el marco que los contiene, en cada ocasión en que nos sobrecogen las dudas, las angustias y los momentos de tribulación, para venir a ayudarnos o alumbrarnos con sus extrañezas en el a veces duro camino de la vida.

La historia de la confección del relato Pierre Menard, Autor del Quijote será el anuncio que indique el punto de partida de un nuevo estilo para hacer literatura, y pondrá a prueba la consistencia y solidez literaria heredada de este maestro en la dura tarea de aprender y aprenderse, de leer y leerse y de soñar y soñarse para escribir lo mejor. Apenas recuperado del trauma lo escribirá a manera de prueba −algo nuevo para mí, dirá durante los primeros meses de 1939, y aparecerá publicado por primera vez en la Revista Sur.

Emir Rodríguez tiene una interpretación onírica de este acontecimiento y una aproximación que podría servir de trasfondo a los orígenes de Pierre Menard: Para un ser que se cree soñado por otro, cuya vocación literaria es solo réplica de la vocación literaria de quien lo engendra, cuya obra es (de alguna manera) la realización de una obra esbozada pero no ejecutada por el padre (…); para un ser así, la producción literaria no puede ser creación sino repetición, no puede ser invención, sino redacción, no puede ser escritura, sino lectura.

Según un crítico observador, los sueños durante la inconciencia y el proceso de convalecencia se convertirían en marca en el calendario para empezar la redacción de páginas alucinantes plenas de fantasías tejida por su mente lúcida y profunda. Había comenzado la escritura de lo que será lo mejor y más selecto de su obra, que ha podido titularse: Antología. Ficciones. Relatos para la meditación, la reflexión y el olvido; que incluye una parte de los cuentos de la primera edición de las obras completas: Ficciones. Los siete primeros cuentos que terminan con El jardín de los senderos que se bifurcan (1941). Artificios. Los nueve que parten de Funes el Memorioso (1944). El Aleph. Los diecisiete que se inician con El inmortal y finalizan con el Aleph (1949).

De este primer relato dirá Madame Yourcenar en una conferencia dictada en Harvard en 1986, poco tiempo antes de la muerte de ambos y para algunos no tan a la altura de su calificado juicio: Con este sugestivo título, Pierre Menard, autor del Quijote, el lector sospecha una trampa. Y no recobra sus coordenadas hasta que no se le ocurre sustituir la palabra autor por la de lector, descubriendo en este relato, gracias a una mutación de términos, después de todo más racional de lo que parece, el proceso clásico que no deja de producirse con todos los grandes libros… Todo gran libro proyecta sobre cada lector otras luces y otras sombras.

La versión de Fuentes me resulta más enriquecedora para su tiempo: Borges sugiere, en esta historia, que la nueva lectura de cualquier texto es también la nueva escritura de ese mismo texto… lejos de historias petrificadas y los puños llenos de polvo archivado, la historia de Borges les ofrece a sus lectores la oportunidad de re-inventar, re-vivir el pasado, a fin de seguir inventando el presente… Creo, con Borges, que el significado de los libros no está detrás de nosotros. Al contrario: nos encara desde el porvenir. Y tú, el lector, eres el autor de Don Quijote porque cada lector crea su libro traduciendo el acto finito de escribir en el acto infinito de leer.

Mi percepción y mi sentir me dicen: Pierre Menard, autor del Quijote es el primero de esta etapa, pero no el más iconográfico para explicar las ficciones de Borges. Es la obra de presentación más impactante, que encierra en sí un relato y la que asoma en unas cuantas líneas más claramente su sistema de creencias y convicciones de su pensamiento: No hay ejercicio intelectual que no sea definitivamente inútil. Una doctrina filosófica es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo cuando no un párrafo o un nombre de la historia de la filosofía, en la historia. En literatura, esa caducidad final es aún más notoria.

Sobre todo si las estadísticas que nos suministra el maestro, aún no compartidas, dicen: Lo que más durará de las obras literarias será el argumento. Desde luego todo se olvidará, pero lo último en olvidarse será el argumento. Las bellezas de estilo se perderán con los cambios de gusto y con las muertes de las lenguas. ¿Qué nos quedará de la belleza estilística de un texto sánscrito? Las situaciones también quedarán, pero las situaciones son argumentos. Los caracteres durarán más que las bellezas formales y más que los argumentos.

En el solo título de este relato está contenida la narración y la unidad de efecto de la que hablaba Poe. Autor será el verbo inescrupuloso que causa perplejidad en los lectores, incluso en aquellos conocedores que aun de primera mano descubren la trampa. Hay una revolución estilística en una oración de cinco palabras: Pierre Menard, autor del Quijote. Y esa sola revelación estética, académica y retórica nos recuerda a Coleridge: Donde halléis un pensamiento expresado musicalmente con verdadero ritmo y melodía en las palabras, allí tendréis también algo profundo y bueno en su significado. 

Escrito con el sigilo audaz de una idea que se muestra por primera vez, las oraciones y el contenido parecen escritos con pausas largas; hay rebuscamiento de lenguaje para hacerlo apropiado y confundir al lector. A mi juicio luce obeso el extenso currículo y el mucho escarbar en el oficio de Menard, que, siento, es el autor, justificado en momentos de ausencia de la notoriedad que espera. En mi humilde parecer, este cuento encuentra lo mejor de su estética en la implacable afirmación que se hace título: Pierre Menard, autor del Quijote, en la simple explicación que paródicamente identifica brevemente el sustantivo Pierre Menard, en un párrafo casi al final cuidadosamente redactado y las dos líneas siguientes a él.

Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor lo que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Y aquí lo más sentido de la revelación estética de culto al conocimiento liberal, en la sentencia: Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.

Para al final regalar al lector −con exquisita ironía− la clave del cuento: Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas.

                                                                                              A Enrique Arenas Capiello



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