Manuel Caballero y Pompeyo Márquez | Archivo El Nacional

Por MILAGROS SOCORRO

Cuando Pompeyo Márquez (Isla de Orocopiche, estado Anzoátegui, 28 de abril de 1922) cumplió ochenta y ocho años, su hijo Iván Márquez le organizó un encuentro con amigos en un salón del hotel Eurobuilding de Caracas. No era exactamente una fiesta. Se presentó el grupo humorístico musical Los hermanos naturales y Manuel Caballero hizo una semblanza del cumpleañero, quien al final también habló.

Sin notas ni solemnidades, Caballero cautivó a la audiencia con un discurso que, lamentablemente, no llevaba escrito. Entre muchas otras anécdotas, contó del primer día de la amistad de estos dos hombres, que llegarían a desarrollar una relación fraternal de más de medio siglo, hasta la muerte del historiador y maestro de periodistas en diciembre de 2010.

Lo que sigue es la reconstrucción de lo que Manuel Caballero dijo ese día y que según varios amigos comunes es exageración. O directa invención. Yo me lo creí.

En febrero de 1956, Manuel Caballero, residenciado en París, recibió del partido el encargo de atender en la capital francesa a un venezolano que viajaba de manera clandestina… Por razones de seguridad, no le habían dicho quién sería el viajero a quien debía recibir en el aeropuerto ni cuál era la misión que tenía encomendada.

Cuando llegó el vuelo, Manuel Caballero vio venir a un hombre pálido que observaba todo con mirada ávida y estaba metido en un gabán inmenso para su talla. No tardaría en saber que se trataba de Santos Yorme, seudónimo con el que era célebre en ciertos medios Pompeyo Márquez, quien entonces tenía treinta y cuatro años de edad y veinte exactos de lucha política, iniciada en 1936, cuando se unió a la Federación de Estudiantes de Venezuela.

Manuel Caballero era más joven y, aunque sabía de las andanzas de Pompeyo Márquez, no había tenido ocasión de conocerlo porque este venía de seis años de férrea clandestinidad, con los sabuesos de Pérez Jiménez siempre resollándole en el cogote. Pompeyo, entonces secretario general del Partido Comunista de Venezuela, no tenía noticias de la existencia de aquel muchacho barquisimetano.

Al encontrarse en el aeropuerto de París, se dieron un gran abrazo. Pompeyo estaba particularmente encantado de salir con libertad a la calle. Muy pronto tendría que asumir las tareas propias de su dirigencia partidista, pero de momento estaba en París, sin la policía política detrás y con un camarada con quien podía caminar a la luz del día. Era una fiesta.

Era su primer viaje a Europa, pero puede decirse que había vivido siempre de un lado a otro. Pompeyo había nacido en la isla de Orocopiche, un territorio insular en el río Orinoco, entre Soledad y Ciudad Bolívar. Su padre había sido un general chopoe piedra, nacido en Cumarebo, estado Falcón, que llegó a aquel remoto lugar por su amistad con el entonces presidente del estado Bolívar, Vicencio Pérez Soto, quien le dio en concesión una parte de la isla de Orocopiche para criar ganado. A la muerte del padre, cuando Pompeyo tenía seis años, la madre, Luz María Millán, se fue a Caracas con sus cuatro hijos.

A París llegó con un pasaporte falso. O mejor, falseado. Pertenecía a un camarada margariteño de su misma edad, llamado Pedro Rosas, y la foto había sido cambiada en Bogotá. Bajo el enorme gabán, llevaba un traje con chaleco, donación del compañero que lo tuvo oculto hasta el último momento antes de dejar el país. Y coronaba el atuendo un sombrero de diplomático (bombín), que había pertenecido al padre de Guillermo García Ponce.

—El hombre que yo veía bajarse del avión –recordaría Manuel Caballero muchos años después–, enfundado en un abrigo a todas luces ajeno, con un sombrero cubriéndole la ya nada incipiente calva, flaco y desgarbado, tímido y sin saber qué hacer con las enormes manos, traía también un pasaporte y un nombre prestados.

El viaje de Pompeyo continuaría en pocos días hacia Moscú, donde asistiría como invitado extranjero al XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, programado entre el 14 y el 26 febrero de 1956, con la histórica comparecencia del entonces secretario general del PCUS, Nikita Jruschov, para denunciar los crímenes de Stalin.

En espera de que llegaran los documentos de identificación –preparados especialmente para su condición de militante en la clandestinidad– Pompeyo evitaba salir del hospedaje, excepto en la ocasión cuando fueron a reunirse con el dirigente francés Jacques Duclos. En vista de esto, Manuel Caballero se propuso planificarle una salida para que se distrajera y respirara el aire invernal de París. No podrían acudir a ninguno de los lugares preferidos por Caballero, puesto que eran frecuentados por otros venezolanos. Se corría el riesgo de que alguien identificara a Pompeyo. Hacía demasiado frío para pensar en una caminata por las calles. Decidieron, pues, asistir a una función del circo de París. Y tuvieron la suerte (o el cambio monetario muy a favor) de encontrar sillas en primera fila.

No había transcurrido media hora del espectáculo cuando un trapecista que ejecutaba su rutina sin red cayó de las alturas y se mató. Pero el show debía continuar. El cuerpo exánime del maromero fue sacado en volandas y en escena apareció un actor inexpresivo que fue presentado con bombos y platillos como el gran Buster Keaton. ¡¿Buster Keaton?! Parecía imposible.

Los comunistas de Venezuela solían tener simpatía por Buster Keaton, quizá como un reflejo del respeto y admiración que sentían por Chaplin, quien era comunista y defensor de los lineamientos bolcheviques. Keaton no. De hecho, ni siquiera se molestó en votar jamás, mucho menos afiliarse a partido u organización política de ningún tipo.

Buster Keaton había sido uno de los comediantes más famosos del mundo en la etapa del cine mudo, cuando triunfó con la comedia física y un rostro impertérrito que le ganó el apodo de Cara de Piedra. En los años treinta, con la llegada del cine sonoro, la carrera de Keaton entró en picada. Filmó todavía algunos títulos menores e incluso merodeó por el cine mexicano. Finalmente, sufrió una crisis nerviosa y lo internaron durante un año. Al salir del hospital, optó por regresar al vodevil, donde se había iniciado a los tres años actuando con sus padres.

Márquez y Caballero estaban todavía bajo los sucesivos impactos de haber presenciado una muerte en la arena y luego ver agonizar la luz de aquella leyenda viviente, cuando los reflectores se concentraron en la llegada de los feroces felinos.

Un domador embutido en un traje blanco con ribetes dorados repartía latigazos en el aire y en el piso, sin intimidar ni por un instante a un león que se descarrió de la manada para dirigirse, como atraído por caribeños tan nostálgicos como él, hacia cierto tramo de la primera fila.

Incapaces de mover un músculo, dada la cercanía de la fiera, Pompeyo Márquez y Manuel Caballero recibieron en sus zapatos la abundante descarga de los intestinos del rey de la selva.

Días después, ya en la asamblea de Moscú, cuando la sala de debates se entibiaba, de los pies del camarada venezolano emergía un olor por cuyo origen nadie osó preguntar.


*Pertenece al libro Un café con el dictador y otros relatos sin ficción. Milagros Socorro. Kalathos Ediciones. España, 2019.


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