Leer y amamantar / ©Michelle Ozza

Por LUIS MANCIPE

I

No tengo manera de saber cuántas veces he leído el capítulo “1”, pero puedo decir que recuerdo con precisión la primera vez que lo hice.

Estaba entonces en segundo semestre de la universidad, recorría los rincones de Caracas recolectando libros de manera compulsiva, algunos incluso con plena consciencia de que no serían leídos jamás, o que en todo caso tenían un lugar reservado entre las últimas prioridades de mi futuro. Me lanzaba al puente de la avenida Fuerzas Armadas, por ejemplo, y hurgaba entre montones de libros. En algunos puestos los exhibían desparramados sobre las mesas, o apilados en cajas, o directamente en el suelo, formando un desastre imponente —recuerdo una ocasión en la que, escarbando, metí la mano en las entrañas de aquellas montañas de papel, y de pronto sentí algo peludo con la punta invisible de mis dedos, y me espanté al levantar un par de títulos y descubrir un conejo muerto, gris y aún caliente—. Por supuesto que otras experiencias en El Puente fueron menos escalofriantes, pero de esta anécdota brota cierto reflejo del relato sobre el que escribo en esta ocasión, ya hablaré de ello más adelante. Mis búsquedas no se limitaban a aquella fuente magmática del Centro, también me paseaba entre los libreros del pasillo de Ingeniería de la UCV, o visitaba el puesto de Víctor, en la entrada de Plaza Venezuela, a los libreros que se ponían con una manta en la superficie de la estación del Metro de Bellas Artes, por Parque Central, y del mismo modo, voraz, con dieciocho años, me metía en todas y cada una de las librerías que encontraba. Estaba formando mi biblioteca, ya no solamente le robaba libros a mis padres.

Un día cualquiera caminaba por Sabana Grande y entré en la librería El mundo del libro. Después de pasar un rato revisando títulos familiares, cuyas portadas me resultaban reconocibles a simple vista, de pronto apareció una tapa que llamó mi atención, y cuyo hallazgo haría de aquella tarde una de las inolvidables.

Bajo tierra, se leía bajo la palabra Valle —el apellido de su autor—. Antes de enterarme de que había sido ganadora del desaparecido Premio bienal de novela Adriano González León (2008), me aventuré a comenzar la lectura. Copiaré a continuación el primer párrafo —ese que para toda novela es determinante, y del cual depende, casi siempre, que le entreguemos a un libro las siguientes horas de nuestra vida—.

“Hay mucha gente buscando a otra gente y eso se siente, de verdad que se siente. Explicar esto no tiene importancia. Las cosas perdidas suelen llevarse consigo el motivo de su pérdida, y si las recuperamos suele ser demasiado tarde para reclamar explicaciones” (Valle 9).

Si bien en los primeros semestres de la universidad procuraba no descuidar la atención de las lecturas que me exigía la carrera, esa tarde, y las dos siguientes, se las dediqué exclusivamente a esta novela.

A casi diez años de esa primera lectura, y doce de su publicación, he tenido oportunidad de revisitarla —no solo su primer capítulo—, y ha sido hermoso confirmar que aquel entusiasmo —esa mano imaginaria que salió del papel, me agarró del cuello y no me soltó hasta que por mis pupilas entrara el punto y final— no se debía solo a que yo era un muchachito impresionable. Ahora puedo decir por qué.

Antes haré una advertencia: el relato no es perfecto. De hecho, hay partes en las que se siente cierta dificultad expresiva, pero eso no es algo malo, es incluso, me atrevería a decir, un acierto. Dice Sebastián C., narrador y protagonista de Bajo tierra, un poco más adelante, en ese mismo primer capítulo —que es, valga decirlo, una poética de todo el relato—:

“(…) Casi siempre ocurre así, las historias se cuentan solas. Uno cree que uno es quien las cuenta, pero no, uno solamente las agarra, las recorta, pero no las cuenta. Contarlas es otra cosa. Contar una historia es, en el fondo, un trabajo imposible” (Valle 10).

II

El arte de la novela, ya desde la Odisea, exige —así lo entiendo yo— un reconocimiento a los muertos. Entre las muchas diferencias que puede haber entre lo épico de la Ilíada y lo novelesco de la Odisea, una de las más importantes es la nekya —los sacrificios, la sangre, miel y vino, que ofrece Odiseo sobre las aguas del mar para invocar y conversar con algunas almas del Inframundo—. Desde entonces y hasta nuestros días —algunas de un modo más velado que otras— toda novela precisa de estos encuentros. La Cueva de Montesinos, en Don Quijote, el descenso de Leiziaga en Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez. Por este motivo, de solo leer el título, me hundí de lleno en la novela de Gustavo Valle.

En aquel entonces, cuando empezaba realmente a caminar mi ciudad, me apasionaba leer narrativa venezolana —aunque me gustaría decir que la conozco bien, hoy más que nunca siento una deuda personal con la narrativa de mi país—, y, cuando los relatos ocurrían en el valle de Caracas, disfrutaba con fetiche poder levantar los ojos del libro e imaginar —o ver, directamente— justo la calle por la que andaba algún personaje, o respirar y comprender el aroma que aparecía entre las líneas —porque las ciudades tienen olores, olores que les pertenecen solo a ellas y que a veces acuden a nosotros como si vinieran desde adentro, de algún lugar lejano en la memoria…—, y esto no es exclusivo de las ciudades que conocemos, en las que hemos vivido; son como perfumes que emergen de la tierra, y no todos, por supuesto, son agradables. Lo que más disfrutaba de esto era sentir que lo que en las clases de Teoría literaria llamábamos “posible no realizado” para referirnos a la ficción, a veces tenía un lugar en el mundo, y en Caracas mi cuerpo podía palparlo.

Así, cuando leía los recorridos de Sebastián junto a Gloria, mientras perseguían a Mawari —Gloria y Mawari son personajes secundarios, pero centrales a ratos, incluso más que el propio narrador, sobre todo en la trama del descenso: la “historia” que se nos cuenta—, y pasaban por la Av. Victoria, la UCV, Colegio de Ingenieros, o andaban por el Parque Los Caobos, tenía la impresión de que me aproximaba, página tras página, a lo desconocido que habitaba bajo mis pies.

Ese fue el hallazgo que significó para mí Bajo tierra, cuando buscaba con afán universitario —¡Ja!, qué tierno, ¿verdad?— la posibilidad de un descenso en Caracas.

La metáfora es demasiado cercana, aún en la dislocación que implica toda metáfora: lo que ocurre en la novela, literalmente, es el viaje de estos tres personajes bajo tierra, por las cuevas y caminos que, supuestamente, recorrieron los mariches cuando huían de los conquistadores españoles. A estos derroteros se accedía a través del hotel Teresa —un lugar que, por pudor, nunca me atreví a buscar—, en Nuevo Circo.

“—Lo que no vive arriba está aquí abajo —dijo [Mawari] con las manos en la pared—. Debajo de los ríos están las piedras y las gentes. El hombre vive encima de cosas ya pisadas, acá abajo están los años, los siglos y la muerte. Todo está debajo de nuestros pies (…)” (Valle, 87).

III

Para redondear, por cuestiones de longitud —este ensayo se queda corto y se podría decir mucho más sobre esta obra—, me limitaré a señalar un par de cosas sobre el hotel Teresa, ese portal decadente del descenso y la relación que hay entre lo que “está debajo de nuestros pies” y lo que puede haber debajo de los libros.

Aquel conejo muerto que me encontré en El Puente guarda en mi memoria cierto espejismo con el límite, el umbral, que atraviesan los personajes de Bajo tierra para adentrarse en esos caminos subterráneos, a los que también yo accedí, como muchos otros lectores, a través del papel.

“Abrimos la pesada puerta de hierro [del Teresa]. Tras la puerta apareció un oscuro pasillo, flanqueado con paredes de cerámicas manchadas. No colgaba, ni de las paredes ni del techo, una sola lamparita. Solo unos hilitos de luz entraban por el dibujo de la herrería que tenía la puerta en lo alto. (…) Al terminar el pasillo subimos por una estrecha escalerita, al final de la cual había una negra rolliza sentada detrás de una mesita. La mujer estaba en el centro de un espacio claustrofóbico apenas iluminado por una linterna. Sobre la mesa había una pequeña jaula, y dentro de la jaula una rata gris tan gorda como su dueña. La rata emitía unos chillidos cada vez que Atkinson metía su dedo regordete y le acariciaba la cabeza.

Atkinson era la trinitaria que regentaba el hotel, o que fungía de gerente o recepcionista o empleada o dueña, aunque calificarla de cualquiera de estas formas sería un error. Su aspecto descomunal (era alta y gruesa y de cara enorme), sus ropas viejas y manchadas de sudor le daban una apariencia de loca. A no ser por la actitud frontal y desafiante que tenía, uno podía confundirla con una pordiosera más” (Valle, 25 – 26).

Lo que sigue a la caricia de Mirta —así llamaba Atkinson a su rata— es la conflagración de los caminos —los destinos y los destinatarios— ocultos bajo la superficie.

La negra, migrante, guardiana del hotel, a cambio de unos pocos dólares —siempre para descender hay que ofrecer algo a cambio— les permite a Gloria y Sebastián ir hasta la jaula donde vive Mawari —aquel viejo ex chamán nacido en el Delta del Orinoco, que en un principio creyeron proveniente de Asia, y que, quizá, en un principio lo fue… las teorías del Estrecho de Bering o el viaje de Kon-Tiki plantean que los primeros pobladores de América vinieron de Oriente—, donde por primera vez hablarían del viaje.

Bajo tierra se encontrarán no solo con sus fantasmas —Sebastián, sin admitirlo, o con dificultad para hacerlo, va tras la huella de su padre, al igual que Gloria busca, aparentemente de manera inconsciente, o al menos secreta, respuestas en relación con el suyo, y Mawari va tras los pasos (él es el único que parece tener esto claro) de su esposa y su hijo. En la topografía de las cuevas encontrarán olores nauseabundos, mares de insectos, mierda de ratas, hombres que crían estos animales, viven de ellos, y escarban —esto no tiene explicación, es decir, es un misterio— entre montañas de cartas y postales perdidas, provenientes de todos los rincones del globo, y que estos hombres leen tras la pista de un mito informe: la correspondencia de las migraciones de la modernidad.

IV

He dicho poco sobre muchas cosas y quiero reiterar la insuficiencia de este ensayo.

Bajo tierra fue la primera novela de Gustavo Valle, con ella se inauguró la promesa de su narrativa. Su siguiente novela, Happening (2015), mereció el Premio Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana —sin duda el más prestigioso galardón de literatura contemporánea en Venezuela—, y recientemente —esta es ya la confirmación— su novela Amar a Olga ha sido publicada por Pre-Textos, editorial que cuenta con uno de los mejores catálogos en español.

Revisar su obra será una labor ineludible, sirva este breve texto para dar cuenta.


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