Nacido en Venezuela, en el seno de una familia de inmigrantes, mi vida transcurre en una serie de etapas de escenarios culinarios que celebran las diferentes tradiciones de la buena mesa; en una constante evolución, la gastronomía es hoy la piedra angular que articula mi vinculación al mundo. Mi exploración, mis experiencias y muchos de mis principios están orientados a cultivar las virtudes del ceremonial de la buena convivencia.

Los momentos vividos en mi infancia en torno a la comida y la buena mesa han tenido gran influencia en la formación de mi paladar. A los recuerdos de los aromas del recetario armenio que impregnaban el aire se sumaban los de otras cocinas. Nuestra casa parecía una encrucijada de idiomas, culturas y tradiciones, y muchas de esas recetas quedaban plasmadas, así fuera en hojas improvisadas. A la inolvidable ceremonia de las arepas que mi nana Ruth preparaba recitando sus secretos cada mañana con amor incondicional, se sucedían las largas jornadas de Navidad preparando hallacas en casa de algún vecino, o las mesas engalanadas con los tesoros de la gastronomía griega en casa de mis tíos. Uno tras otro se sumaban a los recuerdos: el punto de azúcar adicional en las cachapas que conocí en nuestro primer viaje a Margarita, el crujir de un cruasán perfecto en una esquina de Juan les Pins, en el sur de Francia, el prodigioso pan de jamón, el choreg, la sopa fría de trigo y frutos secos, el crumble de manzana de Lisette, una amiga canadiense e incluso las recetas indonesias de los amigos holandeses. Los típicos sándwiches de camembert en el colegio Francia o la quiche que cada alumna traía de su casa.

También estaba la ceremonia de la mesa: las preparaciones tan largas, las conversaciones, los ajetreos en la cocina hasta altas horas de la noche, los largos menús de hasta siete platos para compartir al día siguiente, el placer familiar y la imagen de los invitados comiendo e invocando eufóricamente las recetas de las abuelas; y las comidas de playa, cuando viajábamos a La Guaira por largas temporadas en vacaciones.

Ya más involucrado en la cocina, cuando adolescente, surgieron las ideas que luego se convertirían en principios de vida. Es así como en una Navidad, observando la preocupación de mi mamá por la cantidad de huevos y azúcar en la preparación del brioche armenio choreg interioricé la importancia del rigor del conocimiento dentro y fuera de la cocina. La base de una buena preparación ya no era el romántico “querer” sino “saber” hacerlo.

En mis tiempos de la universidad era usual servir varios tipos de bebidas que no necesariamente guardaban relación con la comida servida, y esto atomizaba la fiesta en subambientes poco homogéneos. Como anfitrión experimenté invitar a grupos más reducidos de personas para compartir entradas y vinos que fueran afines. Lograba por este medio acercarme a mis ideales de reunión entre familiares y amigos.

Con el matrimonio viene una nueva etapa en la que te independizas de tus padres para crear la idiosincrasia de tu nueva familia. A mi memoria culinaria se incorporaban las de Merchi, mi esposa, y las emociones de redescubrir un mundo en el que éramos dos para decidir qué comer o dónde estar. Todas las noches nos entregábamos a la ceremonia de convivir experimentando con algún plato sencillo de la cocina mediterránea y una buena botella de vino. Con el tiempo y la práctica estos platos se volvieron más refinados, al punto que preferíamos comer en casa. Ya perteneciendo a la Chaine des Rotisseurs y contagiado por su filosofía, dispuse de todo el tiempo posible para cultivar mi pasión, consultar publicaciones cada vez más complejas, como el manual culinario de Escoffier, o ver los canales de cocina. Tomando ideas de otras culturas, otros mercados y otros chefs con quien hemos hecho amistad en los viajes, cada vez más frecuentes y largos, la cocina se volvió el centro de nuestro tiempo libre. La casa se volvió el escenario ideal de la mesa bien puesta, del buen vino y de la receta adecuada.

Con la pérdida de mi padre y de otros seres queridos, empecé a rescatar las recetas de la infancia. Muchas de esas recetas no estaban bien escritas o no eran buenas. Recuperé muchas de ellas recordando los sabores y texturas de esas preparaciones: el color del kebab antes de ir a la parrilla, el enrollado de los tabaquitos de hoja de parra, el sabor del basturmá (pastrami turco de curry rojo), la alquimia de una buena masa de hallaca o la textura de la miga del choreg, a la que mi madre hace constante referencia. Este último me estimuló a querer aprender sobre el pan. Así que tomé el curso que ofrecía la maestría de panadería en el Grupo Académico Panadero Pastelero (GAPP). Disfruté tanto la experiencia que decidí también tomar la maestría de pastelería y posteriormente el curso de charcutería en el Instituto de Cocina Gourmet. Mi etapa más reciente me llevó a visitar cada sábado tantos mercados como podía y a compartir con agricultores y productores los métodos para lograr una mejor materia prima.

En la elaboración de este texto, la obligada introspección de mis recuerdos me ha llevado a compartir con ustedes este compendio de criterios que se han formado a lo largo de mi vida. La edad de mis invitados oscila entre los nueve y los noventa años. Las enseñanzas en la casa de mis padres, la ceremonia del compartir cada noche con mi esposa, su paciente vigilia catando los resultados de mis preparaciones, las largas tardes de experimentación culinaria con mi compadre, las entrañables tertulias con otros cocineros, las platos favoritos de mis ahijados, los gustos refinados de mis sobrinos, las suntuosas mesas servidas en casa a la familia o a los tan diversos amigos, conforman el bagaje de recuerdos que desde joven han colmado mi placer y han enriquecido mi visión del mundo. A ellos les debo el poder emular, en cada una de mis preparaciones, las emociones que me producen al compartir mi mesa.

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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