Por JUAN GUSTAVO COBO BORDA

El jueves 24 de agosto de 1899 nace Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo en Buenos Aires. Su árbol genealógico lo entronca con ilustres familias argentinas que tomaron parte activa en la independencia de su país.

Uno de ellos, Francisco Narciso de Laprida, preside el congreso de Tucumán y firma el acta de independencia. Muere asesinado por los montoneros de Aldao y Borges le dedica en 1943 su “Poema conjetural”.

Allí ya se advierte esa tensión entre el fuego de las armas y el álgebra de las letras. Entre un hombre de libros y leyes y los gauchos bárbaros, quienes lo cercan con «el duro hierro». Ya con «el íntimo cuchillo en la garganta» descubre «Un júbilo secreto. / Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano». Surge también allí el recurrente tema del laberinto y la convicción borgiana acerca de cómo todos los pasos que da el hombre sobre la tierra resultan vagamente inexplicables y como envueltos en el elusivo ropaje del sueño.

Salvo en el momento de la muerte, cuando todo se aclara, ofreciéndonos la clave eludida hasta el momento. «La letra que faltaba, la perfecta / forma que supo Dios desde el principio». Las dubitaciones del azar y de la libertad aparente se cierran con ese «mi insospechado rostro eterno».

Lo que el doctor Laprida piensa, en ese estremecedor y sin embargo aquiescente monólogo último, traza una parábola donde la emoción y la reflexión reviven una gesta histórica que Borges siente como suya y aún late en su sangre.

Se considera un criollo viejo, partícipe de una historia que, si bien es corta y termina por resultar de entrecasa, se erigirá como una contraseña ante esa «plebe ultramarina», como Leopoldo Lugones definió la gran masa migratoria europea que pobló la Argentina en los siglos XIX y XX.

John King, en su libro sobre la revista Sur, anotó:

Para Borges, como para Victoria Ocampo, la historia de Argentina era asunto de familia, un conflicto entre la civilización de su familia paterna, equiparada con libros y con la lengua inglesa, y la barbarie del linaje de su madre, sinónimo de los hombres de acción y de la lengua española.

Pastores protestantes, de un lado; militares argentinos y uruguayos, de otro: en ese cruce de caminos surge Borges.

Bisnieto del coronel Suares, vencedor en Junín, Borges le dedica en 1953 un poema donde el tumulto de la batalla, ese instante único de alucinada gloria —«la luz, el ímpetu y la fatalidad de la carga»— se enmarcan entre un presente degradado, de vejez y pobreza, y una resistencia civil, en los tres últimos versos, que suele atribuirse al reiterado rechazo de Borges en contra del peronismo:

La batalla es eterna y puede prescindir de la pompa

de visibles ejércitos con clarines;

junín son dos civiles que en una esquina

maldicen a un tirano,

o un hombre oscuro que se muere en la cárcel.

La historia está viva. El pasado cobra una insospechada pertinencia ante el afligente recurrir de males que parecen inamovibles pero que, sin embargo, nos tocan con el punzante dolor de lo inmediato.

La poesía cura las heridas, pero también las reabre para, así, esclarecer su sentido, oculto tras la pugnacidad del combate. «La poesía comienza por la épica; su primer tema fue la guerra», como señala Borges en su diálogo con Victoria Ocampo.

Esa historia patria, poblada de caudillos y degüellos, traiciones y guerras civiles, será uno de sus temas básicos, con previsibles derivaciones.

Los guerreros se trocarán en cuchilleros y el duelo individual sustituirá a los múltiples enfrentamientos de las batallas. Pero esa secta del cuchillo y del coraje no parece tener más referencia que su propio orgullo viril. Como lo recuerda Borges, «Un caudillo de Palermo me decía: ¡Quién no debía una muerte, en mi tiempo! Hasta el más infeliz (…)».

Admira a esos guapos que no permitían siquiera que su hermano lo superase en el número de muertos. «Milonga de la garganta / tajeada de oreja a oreja» dice, con delectación escalofriante; pero no por ello ignora el reverso de la moneda, como lo expresó en su relato “La otra muerte”:

Un hombre acosado por un acto de cobardía es más complejo y más interesante que un hombre meramente animoso.

Supo, en todo caso, trascender esos dilemas. Como dice Elena Rojas, el personaje de Los orilleros —el guión cinematográfico que urdió en compañía de Bioy Casares—:

Para ustedes, los hombres, sólo hay cobardía y valor. Hay otras cosas en la vida.

De ahí que toda esa mitología del arrabal de las sórdidas noticias policiales mantenga consigo una continuidad y un eco fúnebre de esa historia mayor, donde Juan Manuel de Rosas manda asesinar al general Facundo Quiroga en la desolada escena que Borges recreó en su libro de 1925, Luna de enfrente, y que luego perfiló y corrigió con este final tan alucinante como desgarrador:

Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma,

Se presentó al infierno que Dios le había marcado,

Y a sus órdenes iban, rotas y desangradas,

Las ánimas en pena de hombres y caballos.

La valentía de la gesta había quedado reducida a una fantasmagoría. Todo podía convertirse otra vez en literatura, para así exorcizar la sangre y dar otra vez entidad y carácter a esos rostros que el olvido desdibuja, implacable.

Pero quizás lo decisivo, humana, literariamente, resida en el momento en que Borges prescinda de esas antiguas máscaras militares o de esos guapos de barrio, y se vea a sí mismo a través de un personaje más cercano, todo él armado con rasgos autobiográficos.

Con razón, Borges considera “El Sur” (1953) como su mejor cuento; y lo explica de este modo: su personaje, el extranjero Juan Dahlmann, quizá sólo había venido a buscar la muerte en ese duelo, añadiendo:

Cuando escribí ese cuento acababa de leer a Henry James, y había descubierto que se pueden contar dos o tres historias al mismo tiempo. “El Sur” es ambiguo. También se puede pensar que se trata de un sueño, el de un hombre que muere en el hospital y que hubiera preferido morir en la calle con un arma en la mano. O el de Borges, que preferiría morir como su abuelo, a caballo, y no en la cama.

Recordemos el cuento. Nieto de un pastor protestante, Juan Dahlmann elige, «en la discordia de sus dos linajes», la muerte romántica y hondamente argentina de su abuelo materno, lanceado por los indios.

Estamos en 1939 y este hombre de libros, secretario de una biblioteca municipal (Borges estuvo nueve años en la biblioteca municipal Miguel Cané como auxiliar tercero) no puede reprimir su emoción al haber conseguido un ejemplar de las Mil y una noches de Weil.

Impaciente, afanoso, sube la escalera sin esperar el ascensor, y un batiente abierto lo hiere en la frente. De ahí la fiebre y el delirio de una septicemia, en el hospital, donde llega al aborrecimiento de sí mismo y a esperar la muerte.

El cuento, como bien ha señalado Emir Rodríguez Monegal, transforma un episodio real, sucedido en la nochebuena de 1938, cuando Borges invitó a cenar a su casa a una muchacha chilena y padeció ese mismo percance. Llegó a sentir que había perdido la razón y, para probarse a sí mismo, escribió el que considera el primero y quizás más complejo de sus relatos: “Pierre Menard, autor del Quijote” (1939).

En esta ocasión el viaje de Dahlmann hacia una estancia suya, en el Sur, para intentar recuperarse, tiene también algo de descenso hacia un pasado ancestral. Por ello el viaje en tren de este convaleciente fatigado tiene el ritmo de un ritual donde varios datos dispersos, sabiamente intercalados, nos sugieren que todo esto bien puede ser un sueño, o un anhelo entre las alucinaciones, dolores y pesadillas del hospital. Pero en ese viaje, que es también un viaje hacia la salud y el reconocimiento de su paisaje («cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir») un compadrito de cara achinada lo provoca, injuria y desafía a duelo. Ya no podrá esconderse más detrás del libro, pues el patrón del destartalado almacén sabe su nombre y, al hacerlo público, su honor se halla en entredicho.

Un viejo gaucho, «inmóvil como una cosa», «una cifra del Sur (del Sur que era suyo)» le tira una daga desnuda y, sin saberla manejar, sale a la llanura, sin esperanza pero también sin temor, «para justificar que lo mataran». «Esta es la muerte que hubiera elegido o soñado».

Casi una década después de haberlo publicado, Borges, entrevistado por James Irby, desmonta las interioridades del mismo:

Todo lo que sucede después que sale Dahlmann del sanatorio puede interpretarse como una alucinación suya en el momento de morir de la septicemia, como una visión fantástica de cómo él hubiera querido morir. Por eso hay leves correspondencias entre las dos mitades del cuento: el tomo de las Mil y una noches que figura en ambas partes; el coche de plaza, que primero lo lleva al sanatorio y luego a la estación; el parecido entre el patrón del almacén y un empleado del sanatorio; el roce que siente Dahlmann al hacerse la herida en la frente y el roce de la bolita de miga que le tira el compadrito para provocarlo. Por lo demás, “El Sur” es un cuento bastante autobiográfico, al menos en sus primeras páginas. El abuelo de Dahlmann era alemán; mi abuela era inglesa. Los antepasados criollos de Dahlmann eran del sur. Los míos, del norte. El abuelo materno de Dahlmann peleó contra los indios y murió en la frontera de Buenos Aires; el mío paterno hizo lo mismo, pero murió en la revolución del 74.

La engañosa transparencia lineal del cuento se nos va volviendo abismal y cada línea se carga de espejeantes alusiones. Cada nueva lectura lo ahonda y nos brinda una imagen más. Sin embargo, toda una violencia gratuita, petulante y bravucona, que se alberga en estas figuras de borrachos sobreactuados e inmóviles esfinges, no hace más que coadyuvar para que el destino se cumpla. Para que el fatum ejerza su imperio: «Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann acepte el duelo». Como si fuese necesaria la muerte para que la indagación hallase su término, un término que, finalmente, se nos evade. Es la propia tierra la que ha ordenado este final, donde también los hombres son «casuales, como sueños en la llanura».

Al escribir su muerte, al elegir la que preferiría, Borges se encuentra con su destino sudamericano y cierra el arduo laberinto recorrido por esa gota de sangre que es la suya, prefiriendo a la opción intelectual la del hombre de acción. «Vida y muerte le han faltado a mi vida», dijo en alguna ocasión. Pero sólo quien ha trajinado con letras y símbolos, toda la vida, será capaz de encarnar en forma tan persuasiva los dilemas de tantas muertes, en el mismo impulso reiterado con que

yo, Francisco Narciso de Laprida,

cuya voz declaro la independencia

de estas crueles provincias, derrotado,

de sangre y de sudor manchado el rostro,

sin esperanza ni temor, perdido,

huyo hacia el Sur por arrabales últimos.


*Ensayo copiado de la web del Centro Virtual Cervantes, Espacio “Borges 100 años”.


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