Hace muchos años llevo en mis maletas cada vez que viajo a nueva casa, y reposa en la estantería de mis libros favoritos, mientras vivo en esa carpa al temerario descampado de lo externo, una cartulina medianemente espesa, medianamente plana, medianamente escrita en la que Rafael Castillo Zapata compuso una figura de figuras recortadas, de papeles sobrepuestos, pegados al sepia del soporte y sometidos a los accidentales colores del alma cuando pasa el tiempo. Este collage ha estado marcando el ángulo propicio de las mejores lecturas, a la espera de un momento leve; despierto mientras la vida se deshace en dormiciones ha estado vigilando los trabajos inconclusos, como ahora, en el lomo de los libros, desafiando a lo legible.

La intimidad o la secrecía de la empresa que han sido los collages de Rafael Castillo no desmerece en nada su belleza, y por lo tanto tampoco desdice de su obvia calidad plástica. Rafael los ha compuesto con la misma serena, sabia paciencia con que ha escrito. A Rafael no parece importarle quién lo ha hecho antes o después; si es nuevo o visto; si lleva augurios de arte o es menester de distracciones. Preguntas estas innecesarias mientras fueron los collages estampas secretas, apenas descubiertas en la aleatoria economía de la amistad y las veladas. Pero Rafael ha decidido hacerlos públicos, al menos algunos de ellos, junto a la letra menuda y brillante de sus marginalia. Dejaron, entonces los collages atrás el umbral doméstico del encubrimiento para salir, en la forma de un librillo, al sol quemante donde todo se habla y oye.

En ellos el legado de Kurt Schwitters encuentra un refugio en nuestros lares. Para nadie es novedad esta aserción, y menos para el autor de estos papeles hermosos. Como buen lector que se place en versos y argumentos, Castillo Zapata encuentra fruición en las obras del gran dadaista suizo, y traduce esa alegría en silenciosos Merzbau de cartulina.

Los collages de Schwitters fueron por aquellos años 20 una empresa monumental, nada silenciosa. Fueron los mensajeros de una certeza que anidó entre los modernos: que no hay lugar plano, ni existe objeto sin cuerpo; que todo es bulto. Aquellos collages andaban sobre dos bifurcaciones: una buscaba los intarsi antiguos, y llegó a concretarse en bellas cajas de madera que llevan nombre de Sofía o Anna; otra aspiraba a los Merzbau modernos, y se preñó de abultamientos, corrosiones, espesores.

Es solo la segunda vez que en Venezuela encuentra Schwitters alguien que lo aloje en otros ecos, refigurándolo en variaciones y diferencias. Alejandro Otero lo hizo también, mucho después del Cabaret Voltaire, al principio de los años 60. Imagino que Otero lo sabía, porque sus obras también lo manifiestan con ruido y estridencia.

Hay en los collages de Rafael, como en aquellos de Otero, como en los de Schwitters, un teatrino de escrituras finas, algunas rotas, quizás nuevas pero con garbo antiguo. En el caso de Castillo Zapata, esta escritura es muy propia. No sorprende pues que un ojo esteta se plazca en los zurcos de la menuda escritura de Rafael sobre las páginas de los libros que ha leído. Tampoco sorprende que una mente aguda tienda anudamientos entre los papeles que se sobreponen en collages y las escrituras que reposan sobre lo ya por otro escrito. Porque Rafael ha compuesto sus collages en el entredós nocturno de la escritura; porque se trata de un oficio de estriaciones que nos conduce siempre, y cada vez, a respirar en el borde de las páginas.

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Este texto forma parte de Escrituras (Bid&Co, 2006), publicación que sirvió de catálogo al conjunto de obras de Rafael Castillo Zapata presentadas en la exposición del mismo nombre, organizada en los espacios de [G/8] Periférico Caracas, actualmente conocido como Centro de Arte Los Galpones.


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