En Blade Runner el futuro no es brillante y colorido como en 2001, sino depresivo, agobiante, decadente

Por NARCISA GARCÍA

La mitología griega tiene al búho como intérprete de Átropos, la Parca que corta el hilo del destino. Si la primera especie en extinguirse en la ciudad de Los Ángeles ha sido la del búho, como se da a entender en la ciencia-ficción-negra Blade runner (Ridley Scott, 1982), es como si Átropos se hubiese quedado sin intérprete: como si no pudiésemos ver venir la muerte, o incluso como si no hubiese nadie que cortase el hilo, porque se ha roto todo vínculo del hombre con su destino.

En todo caso, podría estarse hablando de lechuzas, no de búhos: sus simbolismos son completamente distintos. Mientras uno es un pájaro de mal agüero, presagio de malas nuevas, anuncio de muerte, la lechuza es el animal de Atenea y, por lo tanto, simboliza el conocimiento que ilumina las tinieblas. Ambas son aves nocturnas, una rareza: si en este Los Ángeles de 2019 parece siempre ser de noche, no es descabellado creer que habrían sido las primeras aves en adaptarse a este nuevo escenario. ¿Por qué entonces aquello que simboliza el conocimiento, aquel que ve cuando otros no, el clarividente, ha sido el primero en desaparecer en esta distopía neonoir?

También está una posible alegoría del cristianismo. Aparecerá una réplica (que no replicante, dice Guillermo Cabrera Infante, nadie replica nada a nadie), Roy Batty, que se ha dado cuenta de que su creador lo ha concebido con obsolescencia programada, es decir, que está consciente de su propia mortalidad –creería que es esta la historia que viene a contarnos Scott pero, ¿cómo saberlo? Roger Ebert dice que el guion tiene problemas: le falta humanidad, y no deja de ser irónico, pues la premisa va sobre quién es humano y quién no–. La gran hazaña es la misma del cristianismo: el sacrificio de Dios hecho carne por su criatura. Y así, Roy Batty se sacrificará por aquel que quiere acabar con su vida, humanizándose en el acto de la misericordia, de la empatía: al entender lo valioso de estar vivo, da su vida por el otro. ¿Acaso los ángeles ígneos cayeron, como dice Batty, o ascendieron, como dice William Blake?

O tal vez la película vaya sobre un señalamiento, un dedo acusador, la criatura frente al creador increpándole, condenando el silencio de este. Si el creador ha hecho a su réplica inteligente, al darse cuenta de que en realidad no tiene fin último sino que es utilitario, este se siente engañado y, no pudiendo reflexionar con madurez (tiene cuatro años), decide que alguien debe pagar por la mentira. La pregunta que surge en este caso es escalofriante: ¿le teme Dios a su creación? ¿Se equivoca Cabrera Infante y estamos, en efecto, ante un replicante?

Para Blade runner, que manosea tanto asunto complejo, metafísico, hay interpretaciones como hay avisos de neón y fideos de plástico en esta ciudad retro futurista: en cada esquina. A juego con los momentos que se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. La crítica es unánime en un único atributo: visualmente es un espectáculo hipnotizante de sombras y luces publicitarias, una atmósfera envolvente hija del cine negro y  la ciencia ficción donde el futuro no es brillante y colorido como en 2001, sino depresivo, agobiante, decadente. Es Cabrera Infante quien llama a esta cinta un cuento de hados, un encadenamiento fatal de los sucesos. Y es Ebert quien –por fin– ofrece una sentencia, un ancla en estas (preciosas) aguas revueltas: si es la gran obra de la que todos hablan, ¿por qué existen tantos cortes de la misma cinta? ¿Por qué Scott ha pasado diez años acicalándola, hasta el reestreno del corte del director en 1992?


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