"La brillantez retórica de Bermúdez terminaba siendo su praxis reflexiva más perdurable"

Por FRANCISCO JAVIER PÉREZ

El acierto

La Academia Venezolana de la Lengua ha tenido el acierto de publicar el libro que el lector tiene frente a él. La obra recoge las colaboraciones que cada semana su autor publicaba en una sección fija de idéntico título en la revista Estampas, que el diario El Universal encartaba en su edición de los domingos. Esta experiencia duraría una década, prolongándose entre los años 1987 y 1997. Las páginas de los otrora artículos y del hoy libro en web son el derroche de saber lingüístico, literario, histórico y cultural de uno de los venezolanos más necesarios de nuestro tiempo.

Hombre sabio por humilde, no gustaba de exhibir con engreimiento el conocimiento profundo de la lengua que poseía. Al contrario, su fino hilar reflexivo, teórico y filosófico lo llevaba a levantar una fachada de sencillez frente a todo lo que decía como una forma de capturar el interés de quien lo leída o de quien lo escuchaba, que en Bermúdez llegaron a ser la misma cosa. Fue maestro en el decir y en el escribir, tanto  como en el sentir. Su sistema hacía que estas tres entidades calzaran sin que nadie se diera cuenta.

Leyéndolo hoy, estas identificaciones del decir, del escribir y del sentir constituyen una de las mejores maneras para seguirlo, como si lo estuviéramos escuchando, mientras lo leemos. La brillantez retórica de Bermúdez terminaba siendo su praxis reflexiva más perdurable. Su escritura, en consecuencia, la perpetuidad de una voz cuyo destino fue hacer que el pensamiento lingüístico y literario (la forma de pensar con la palabra referencial y con la palabra estética) transitaran los caminos de la sencillez, la cotidianidad y la rusticidad. Su trayecto fue inverso al de muchos escritores de origen humilde, que buscan destacarse y asombrar con y por la soberbia intelectual que eran capaces de desplegar. Contrariamente, Bermúdez se empeñó en modelar una manera propia que hacía énfasis en la diafanidad de las formas como esclarecimiento de las materias. La oralidad y la escritura formando un solo e indivisible conjunto.

La dificultad

Para alguien como yo, que fui su alumno en sus cátedras de análisis literario y de narrativa contemporánea y que luego sería su colega y amigo en la Universidad Católica Andrés Bello y en la Academia Venezolana de la Lengua, no resulta fácil escribir unas palabras pertinentes como antesala a un libro tan notable como este que hoy nos ocupa. Mi atrevimiento solo es excusable por el cariño y la admiración que le profesé y por la certeza que él siempre tuvo de estos mismos sentimientos míos hacia él, aunque nunca yo se los expresara verbalmente. Un hecho muy determinante de mi relación con Bermúdez fue mi también discipulado y amistad con Tarcila Briceño, su esposa incomparable y mi maestra insuperable en la maestría en historia de la UCAB.

Recto y oblicuo

Aunque no se vea a primera vista (o quizá por ello), existe una indescifrable conexión entre la longitudinalidad del llano y la horizontalidad del lenguaje. El llano, un espacio sin profundidad aparente, y el lenguaje, un tiempo sin superficialidad evidente, vienen a ser hogares habitados por la línea recta; bien por el espacio que ocupa su forma o bien por la representación que desgasta su tiempo. Sucesión y secuencia graban su destino de simultaneidades en el lenguaje y en el llano. Mallarmé desestabiliza toda certeza lingüística amparado en el principio de que la poesía, que hasta él había sido solo tiempo y música, comenzaba a entenderse como espacio y pintura. Según esto, las longitudes y los horizontes del llano y del lenguaje ya no podían dividirse, siendo ambos las caras de un mismo signo, la misma música y el mismo dibujo. Arribar a una tal comprensión del llano (su locus material) y del lenguaje (su locus espiritual)  fue para Bermúdez el principal y permanente motivo de su actividad de semiólogo, de investigador, de pensador, de crítico y de educador.

Su razón filosófica fue la indagación en torno a la profundidad de la línea recta y a su complejidad latente. Ella le permite explorar la densidad escondida tras la monotonía del dibujo y a investigar el abismo de la palabra. Inconforme con cualquier teoría (aun adorando a Saussure, a Barthes, a Pierce, a Jakobson y a Eco), gesta una teoría de la inconformidad que le hace entender que el lenguaje literario es mucho más que un símbolo y que el lenguaje coloquial es mucho más que un signo. Como un Shklovsky tropical, Bermúdez se interesa por la coloquialidad del discurso literario y por la literariedad del discurso cotidiano. Como nada de la lengua le era ajeno, Bermúdez gesta un formalismo filosófico que hace que las formas adquieran una dimensión compleja que extraña toda lectura achatada del texto (su falsa horizontalidad) y que se empeña insistentemente en buscar la densidad bajo el símbolo (su verdadera longitudinalidad). En otras palabras, para Bermúdez no hay literatura sin intención de trans-superficialidad (Wilde diría que los que buscan tras el símbolo lo hacen a su cuenta y riesgo). Finalmente, la línea recta del lenguaje referencial ha sido atravesada por el trazo oblicuo de la literatura.

La lengua y sus estampas

Superando cualquiera de las temáticas que este libro desarrolla como si carecieran de relevancia, cuando en realidad constituían las obsesiones más agobiantes para el maestro, la obra se convierte hoy en un retrato de su autor, cuyo relieve ha sido logrado por la reunión notable de sus ideas cimentadas y de sus fundamentos verbales. Esto que parece un lugar común y una obviedad, lo son solo en muy pocos autores y por eso considero que fue siempre una de las grandes pericias en el quehacer de Manuel Bermúdez: la prodigiosa simplicidad de lo grave. De esta suerte, cada una de las páginas de este libro está condicionada por un principio de liviandad formal que revela tras su apariencia de casualidad el volumen de un pensamiento inusual y trascendente. En Bermúdez hasta lo más confuso se reviste de habitual claridad y lo más complejo se hace asunto de rutinaria reflexión. Hasta el título Estampas de la lengua, además de jugar con el título mismo de la revista de la que formó parte, viene a restarle solemnidad a los muchos asuntos de imperiosa toma de conciencia sobre lo que significa la lengua y sus ejecuciones en la fragua de la personalidad de los hombres (su psicología y su filosofía) y en la hechura de las sociedades (su sociología y su arte). El paisaje a modo de estampas, que el libro va completando por cuadros, resulta clave para la identificación de un escritor tan enraizado con su llano, tópicamente relacionado con el concepto escriturario de las estampas, las escenas o las impresiones y cuyas señas han quedado grabadas en el elemento visual de más de una obra literaria venezolana. El carácter de este paisaje es ahora mental y ello determina gran parte de lo que este tratado de la lengua venezolana desarrolla. La conexión con Gallegos resulta inevitable en su reflexión vigorosa de una lengua que es mucho más que palabras y que va a entender como materia de comprensión dolorosa del país (la comprensión de Venezuela en su dolor). Asimismo, y aunque esto pudiera resultar una contradicción, Bermúdez recurre al humor como vehículo privilegiado para interpretar y describir el español hablado en el país. Semiólogo de gran factura, aunque nunca hiciera gala de estos títulos, reunirá en un mismo relato la ironía bifronte de Venezuela: dolor y humor en lecturas enfrentadas para la salvación.

Algo de vida académica y literaria

Bermúdez se hizo profesor de castellano, literatura y latín en el viejo Instituto Pedagógico de Caracas, el año 1956. Allí ejerció hasta jubilarse un magisterio formal y de programa que luego lo acompañaría en esa inmensa cátedra que para él significó la calle, la gente, la vida misma. Si durante sus años en el Pedagógico se hizo maestro al lado de otros maestros (compañeros inolvidables llegaron a ser Augusto Germán Orihuela, Domingo Miliani, Oscar Sambrano Urdaneta, Rubén Darío González, Minelia de Ledesma y muchos más) y al lado de muchos de sus discípulos (algunos tan representativos como Edgar Colmenares del Valle y Luisa Rodríguez), los años que siguieron lo fueron muy ricos en la gesta callejera de su magisterio, en donde ya Bermúdez, en clase o fuera de ella (le quedaban unos cuantos años en la Escuela de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello, desde 1976 hasta 1984), llevaría la enseñanza semiológica de nuestro tiempo y de nuestro mundo a todas las instancias de su actividad pública e intelectual: publicaciones, artículos de prensa, conferencias, investigaciones, participación en los medios (a los que llevaría sus dotes de experto en lo que los signos significan, durante años de trabajo en Radio Caracas Televisión, y su pasión por la literatura en momentos en donde la literatura pesaba más que hoy en nuestra pantalla chica), asesorías editoriales y tutorías académicas, entre tantísimas otras ocupaciones.

La circunstancia de haber crecido en un ambiente teórico como el del Instituto Pedagógico de esos años, portadores de la más aguda comprensión del “Análisis estructural” y de la más entusiasta admiración por sus cultores estrella (destacaría su veneración por los divinos Barthes y Saussure, a los que frecuentó hasta el último de sus días), hizo que se orientara por el estudio de los signos y que viajara a Italia, cuna indiscutible de la semiótica antigua y moderna (allí están para confirmarlo San Agustín y Umberto Eco), para estudiar Filología Moderna en la Universidad de Roma. El tema de su memoria de maestría anunciará lo que sería su posterior dedicación de estudio, ya ganada para siempre por la crítica literaria con énfasis en el análisis semiológico: Tradición y vanguardia en la crítica literaria argentina (1974), un largo trabajo de doscientas cincuenta cuartillas, inédito hasta la fecha, que Bermúdez completa con la tutoría del doctor Aurelio Roncaglia. En la Universidad de Urbino, en su Instituto de Lingüística y Semiótica, se especializaría en semiología literaria el año 1973.

Interesado por las tradiciones literarias, dará a la imprenta, ese mismo año 1974, su primer libro: Tradición y Mestizaje, un volumen de ensayos que publica el Instituto Pedagógico de Caracas y que reúne un texto sobre tradiciones literarias venezolanas y otro sobre la épica mestiza en el peruano José María Arguedas. Importa particularmente el primero de estos estudios pues asienta el análisis crítico y el recorrido histórico del tradicionismo literario desde el siglo XIX y hasta los albores del XX. Reacio a entender los méritos de la literatura del Boom latinoamericano (llegará a descreer hasta de Cien años de soledad), desarrollará la tesis de que “por la vía de la tradición y la leyenda se llega a la Venezuela de lo real maravilloso sin hacer escala en la narrativa del boom contemporáneo”.

El segundo de sus libros será Cecilio Acosta, un signo en el tiempo (1983), que lo destina a la magnífica serie El Libro Menor, de la Academia Nacional de la Historia. El análisis conduce a este príncipe decimonónico de nuestras letras por unos parajes en donde la ética política del intelectual supera la gestión de la literatura como actividad de evasión u ocultamiento. Sin declararlo, Bermúdez se ha fijado en los rasgos Laocoontianos del pensamiento de Acosta (un sacerdote que advierte sobre las desgracias que traerá al país el tirano Guzmán, el Blanco) y ha fijado con ello un primer asiento en esta lectura de la que el propio crítico será después parte muy activa.

Tres libros más completarán su bibliografía: La ficción narrativa en radio y televisión (Monte Ávila Editores, 1985), Escaneo semiológico sobre textos literarios (UPEL, 2000) y Enciclopedia rústica de personajes insignificantes de Apure (UPEL, 2005). Sin restar méritos a los otros, el último de estos títulos resulta trabajo maduro, erudito en saberes y una propuesta de narrar y razonar que junta con mucho virtuosismo la ficción y el ensayo, dentro de un paródico marco de ironía formal y de conocimiento verdadero de la literatura y de su gestión por contar y entender el mundo y a los hombres que lo habitan: un debate entre la grandeza cargada de gloria y la rusticidad más insignificante.

Por muy exclusiva que sea la producción bibliográfica orgánica de Bermúdez, hay que ir a la obra dispersa a buscar quizá lo mejor de cuanto escribió. Si pensamos así, nos encontraremos con un crítico profuso y consecuente con el oficio de escribir que, descreído de las banalidades de los escritores y de toda forma de celebridad, fue dejando sembrada por retazos su verdadera obra en numerosas revistas científicas y académicas y, especialmente, en los suplementos literarios de muchos diarios venezolanos. Habría que rememorar estas “Estampas de la lengua” que hoy se editan en forma de libro; y las permanentes colaboraciones para el Papel Literario en El Nacional y para otras publicaciones periódicas venezolanas y foráneas, que ojalá más adelante también se reúnan.

Provisto así de literatura y vida, Manuel Bermúdez llega a la Academia Venezolana de la Lengua para regocijo general, cuando su nombre y su figura ya son referencia nacional obligada de conocimiento sobre el idioma, sus signos y sus discursos. Ajeno a cualquier forma de purismo lingüístico, abogará por un español venezolano franco y noble, desprovisto de falsos atildamientos e imposturas. Leerá en su incorporación como Individuo de Número, el 28 de octubre de 2002, al ocupar el Sillón Letra E que fuera antes perpetua residencia sedente de Jerónimo Eusebio Blanco, José María Ortega, Francisco de Sales Pérez, Caracciolo Parra León, Edgar Sanabria, Vicente Gerbasi y Augusto Germán Orihuela, una pieza de abierta modernidad y de inteligente escepticismo: “La utopía de Internet y la paradoja de la comunicación”, que inaugura en la anciana corporación una heterodoxia temática inhabitual en ella y que abrirá una brecha transitada más tarde por otros académicos.  Deseándolo más que nadie, Manuel Bermúdez lograría llevar la calle a la Academia, cuando ya él era artífice consumado en llevar la Academia a la calle. Respaldado en esto por otros numerarios, sería este uno de los logros más permanentes con que Bermúdez contribuiría a remozar la institución y a vivificarla con la palpitante actividad de la lengua y con su renovada fragua de actualidad. Se implicaría tanto en este proyecto personal, apoyado especialmente por Oscar Sambrano Urdaneta y Alexis Márquez Rodríguez, que se comprometería con el cargo de Secretario de la Academia desde el año 2005 y hasta el 2008, dejando también en ello memoria de originalidad y ruptura.

Épico, lírico y dramático

Son estas las tres palabras con las que Bermúdez cierra el último artículo de su columna y el último con el que se culmina también el penetrante libro que prologamos (1). Aluden, tanto a los tres grandes géneros literarios desde los tiempos helénicos, como a las tres situaciones en que los hombres se encontrarán incuestionablemente frente a la vida.

La referencia a estos tres términos como punto final de su obra no es una casualidad. Quiero ver en ellos las actitudes más persistentes en la vida, obra y pensamiento del maestro. Como hombre sensible y sensibilizado con la vida, Bermúdez pasó por cada uno de estos tres estados. Ellos nos refieren la narración de vida heróica, el tono de la belleza y la representación de la desgracia. Los asideros literarios de esta trilogía terminológica no sería difícil de referenciar en la obra docente, pública y literaria de Bermúdez. No por casualidad fue su vida la de un educador. No por casualidad su voz se convirtió en la más autorizada para orientar los usos virtuosos y viciosos de nuestra fabla venezolana. No por casualidad ejerció su magisterio semiológico para encaminar las producciones dramáticas en RCTV. Por último, nunca fue casual que en sus gestiones de escritor, tanto en las teóricas como en las críticas, este triplete de términos y de géneros estuviera actuando para ofrecerle a su escritura el particular talante que la caracteriza.

Durante sus años finales estaba acosado por una obsesión (2). Esta no era otra que hacerse con un ejemplar del célebre ensayo Hacia la estación de Finlandia, que Edmund Wilson había publicado al comienzo de la segunda guerra mundial. Sus últimos años fueron para Bermúdez unos en los que la idea de la historia pasó a ocuparlo agudamente, quizá porque la historia del país se estaba revelando con una crudeza como pocas veces se había conocido. Una y otra vez me recordaba en la antesala de alguno de mis viajes que si me tropezaba en mis pesquizas de libreraía con algún ejemplar de esta obra se la trajera, pues él mismo la había buscado persistentemente sin éxito alguno. Lamentablemente, no pude cumplirle el encargo. El libro se me presentó sin buscarlo en un remate en una librería de La Laguna, en Tenerife, cuando Manuel ya había fallecido (3).

Esta obsesión revela su sentido épico, lírico y dramático. Voy a intentar explicarme. El libro de Wilson, dedicado a entender la forma en que se hace y se escribe la historia, ancla la narración sobre lo que los revolucionarios socialistas hicieron para alcanzar un mundo mejor, en clave crítica y pesimista. Son invocados para ello los nombres de historiadores, filósofos y actores como Michelet, Renan, Taine, France, Babeuf, Saint-Simon, Fourier, Owen, Enfantin, Marx, Engels, Lasalle, Bakunin, Lenin y Trotski, entre otros. Bermúdez, como Wilson, quien se había dedicado a estudiar el simbolismo y su incidencia en la literatura posterior, en ese precioso El Castillo de Axel, que tanto se leyó como culto en las escuelas de letras de todo el mundo, buscaba entender las paradojas que llevaban al fracaso a todos los intentos revolucionarios por combatir las más terribles tiranías, construyendo, a su vez, tiranías más atroces que las que se intentaba destruir. Está claro que el caso venezolano reabría esta discusión y por ello la preocupación de Bermúdez por el futuro del país estaba teñida con los triples tintes que en cada caso aportaban heroísmo, lirismo y dramatismo. Estas palabras de Wilson han podido ser las de un Bermúdez defraudado por sus iniciales credos políticos y atormentado por el desconcertante rumbo incierto de la Venezuela contemporánea; nuestra Venezuela: “No previmos que la nueva Rusia habría de conservar muchas características de la antigua Rusia: la censura, la policía secreta, el desorden originado por una burocracia incompetente y una autocracia todopoderosa y brutal”(4).

El aplauso

Termino como comencé, aplaudiendo el acierto de la Academia Venezolana de la Lengua y de su brillante presidente, Horacio Biord Castillo, así como de su junta directiva, por auspiciar la publicación de este libro en su catálogo de ediciones. Libro que es obra póstuma de uno de sus más agudos numerarios y de uno de los venezolanos más irrepetibles. Especial reconocimiento por la tarea de acopio y tanscripción de la querida Tarcila Briceño, viuda de Manuel Bermúdez, mi maestro y mi amigo.

*Estampas de la lengua. Volúmenes I, II, III y IV. Libro electrónico disponible en la web. Manuel Bermúdez. Academia Venezolana de la Lengua. Caracas, Venezuela.

NOTAS

1. Anota el trinomio en su artículo “Se aflojan las clavijas del alma”, en donde trata un tema tan natural para cualquier venezolano: los terremotos. Acaba de ocurrir el devastador de Cariaco de 1997 y lo relaciona con el de 1967, que en Caracas produce la mayor destrucción que recuerden los tiempos modernos. La figura del locutor y periodista Napoleón Bravo que enlaza los dos sucesos, viviendo uno y narrando otro. Bermúdez cierra el relato con el recuerdo más triste y allí nos ofrece el triple rasgo que mejor lo definirán a él como hombre de largo afecto: “Muchas veces, cuando tiembla la tierra, se galvaniza el espíritu; pero, cuando una plataforma de cabilla y cemento aplasta cuarenta niños en un aula de clase, se aflojan las clavijas del alma. Y eso es épico, lírico y dramático”.

2 También lo estuvo por la idea de los “Caballos de Troya” en la vida nacional. Al momento de su muerte publiqué un texto titulado “Manuel Bermúdez y el doble Laocoonte”, aparecido primero en el Papel Literario [El Nacional], correspondiente al 16 de enero de 2010 y, años más tarde, en versión definitiva, en el Boletín de la Academia Venezolana de la Lengua, Nºs. 203-204-205 (2010-2012), pp. 239-244. En una y otra edición, alcanzábamos un resumen de esta recurrente mortificación por parte del profesor Bermúdez, fijada en los siguientes términos: “Durante los últimos años de su vida, Manuel recordaba constantemente a Laocoonte y advertía impacientemente sobre los Caballos de Troya que cabalgaban libres por la geografía física y espiritual del país. Como el vate troyano, buscaba salvar lo que apreciaba ya irrecuperable en el progreso que el engaño hacía sobre la verdad y en el avance de la trampa sobre la honestidad. Me atrevería a decir que estos asuntos lo preocuparon tanto que a ellos dedicó las mejores horas de reflexión de su tiempo final y que sobre ellos hablaba sin desmayo o cada vez que la oportunidad le permitía proferir voces de alerta (o alaridos de horror como Virgilio hubiera preferido decir). Moderno Laocoonte, lo será también Bermúdez en su dolor y amor por Venezuela, tanto como aquél lo fue en su amor y dolor por la urbe más poderosa del Asia Menor, patria de Príamo y Héctor. El intelectual político que anidó en Manuel, ñángara viejo como se calificaba, entendió su mejor contribución del presente como advertencia sobre los engaños del poder, multiplicada en cada uno de los ámbitos de la escena pública”.

3. Moriría en Caracas, el 15 de diciembre de 2009.

4. Edmund Wilson. Hacia la estación de Finlandia. Barcelona: RBA Libros, 2011, p. 11.


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