VASCO SZINETAR, HERMAN SIFONTES TOVAR Y VICTORIA DE STEFANO, POR VASCO SZINETAR

Por RODRIGO DUNO DE STEFANO

Fragmento Un grano de polvo se levanta

Victoria De Stefano

Ahora me gustaría volver a lo que retengo todavía sin empalidecer de mi desván, al que, por cierto, a veces mamá llamaba ático, altillo, tabuco, buhardilla. A ambos lados del tablero del escritorio había dos cajoncitos y encima del constreñido tablero dos medianas repisas, una con los libros infantiles de viajes del nieto de Mme. Fabvre y la otra adornada con la forma de doble cintura por la que al invertirla bajaba a todo escape la arena (el reloj como cedazo del tiempo), un pisapapeles de cristal soplado con un trineo en miniatura bajo copos de nieve como vestigios de pavesas, en un cuenco de vidrio redondeado en los que se suponía que debía haber flores, un bonito tintero cuadrado azul índigo de vidrio grueso con apliques de plata, un estuche de metal laqueado con creyones, otro con compás, escuadra, transportador, gomas de borrar y una cajita de clips. En la pared del lado derecho, de ese pequeño recinto como un camarote, donde aquella que yo fui se proponía ir en imaginación a contracorriente del mundo y de la vida desangelada de lo real, debajo de la estampa de un pavo real de la India con el espléndido prisma simétrico de su cola desplegado en rueda, colgaba un dibujo en mina de plomo y témpera malva, con varios torsos de caballos de frente, de tres y un cuarto de perfil, enmarcado en cañuelas verde esmeralda. Rápidamente me acostumbré a las precarias dimensiones de mi cuchitril. Era ahí donde más a gusto me sentía, ahí donde leía hasta muy entrada la noche, hasta quedarme dormida, sin rendirle cuentas a nadie de mis horarios, de mis lecturas, novelas, cuentos, filosofía, historia…

En nuestro polvoriento anexo, ubicado en el lateral derecho de la casa de Mme. Fabvre, había mucha madera, el techo se acalambraba, los muebles gruñían, crujían las vigas, chirriaban, rechinaban los tablones del piso, las clavijas, los goznes atornillados a las puertas. Era ahí donde hibernaba como animal solitario en mi madriguera, persistía en afirmar mamá. Se equivocaba, nada de eso, ni de lejos algo semejante a un agónico territorio cavernario. Ahí me sentía en un hogar de acogida, en un refugio, un retiro idílico, en un lugar ideal donde discurrir apoyando la mano sobre la frente, a pensar y pensar furtivamente en la más serena reserva. Un pequeño recinto con su amplio ventanal donde asomarme a disfrutar de la verde profundidad de los jardines al doblar del bulevar, donde contemplar todo lo que aparecía de infinito y lejano deslizándome amorosamente de una cosa a otra bajo la luz melancólica de un blanquecino cuarto de luna. Y, por infinito y lejano, como mirado a través de un catalejo, obviaba, por un lado, la innegable estrechez de mi cuartucho y, por el otro, compensaba mi congenial puerilidad de rumiar apartada de todos en la quietud y el silencio.

El martes el día aún no terminaba de clarear del todo, en la distancia percibí pulular en el cielo jirones de nubes oscuras que no se decidían a dejar asomar las esquilas de luz. Busqué mi capa impermeable, el paraguas, la mochila de lona. Me ahogo, necesito despejarme, no puedo más, protesté. Sin alzar la mirada del diccionario, mamá contestó: Anda, sal a caminar, sacúdete el polvo, airéate un poco. Pero eso sí, por favor, e incorporándose a mirar por la ventana, me conminó a que no me alejara demasiado. No me agrada que andes en la calle con este clima. No te descuides. Si llueve ponte a cubierto. Si estás al descubierto, abre el paraguas, aprieta el asa, no vaya a salir girando y girando, y por mucho que le corras atrás se lo lleve el vendaval con su remolino de hojas resecas. Súbete las solapas del abrigo, no olvides la bufanda de lana gruesa, tampoco tu gorra escocesa con orejeras.

Aquí tengo todo, dije palmeando con la mano enguantada los grandes bolsillos del abrigo debajo del impermeable. Cada día, suspiró mamá, estamos más próximos al tenue gris azulado del cielo otoñal. ¿O se trata… de la estación fría que se adelantaba con la ventisca y el cañoneo del granizo? Cuando llegue el más crudo y duro invierno ya verás cómo, ateridos, entumecidos de frío, pobres de nosotros, hundidos en la letal melancolía navideña, añoraremos un adarme de estos graditos de lasitud del calor. ¿Adarme? Sí, hija, una nimiedad, una fruslería, una bagatela, una minucia, una migaja, una ñinga, una pizca, una viruta, una nonada, una nadería… y paremos de contar. Adarme, palabrita de origen árabe, que se me ha quedado prendida a partir de una carta del vernáculo modelador del mestizaje verbal César Vallejo destinada a Víctor Clemente, el segundo de los once hermanos Vallejo Mendoza. Y otra del mismo origen: no se me da un ardite, me importa un pito, me importa un bledo (planta que engullen los puercos hozando el barro), me importa un pepino, un rábano, un comino, me importa tres pitos, por decir que no me importa nada de nada… absolutamente nada. Hija, hay que apropiarse de todas las palabras, del patrimonio de las antiguas, de las caídas en desuso, de la charlatanería engañosa de las nuevas, que siempre terminan desactualizándose. Ardite la saca a relucir Miguel de Cervantes, lo mismo que adarme, en la segunda parte de El Quijote. Dime, mamá, hablando de Cervantes. ¿Cuál de las manos perdió durante la jornada de la batalla contra el gran turco? El famoso combate naval librado en Lepanto, situado entre el Peloponeso y Epiro, enfrentó la Liga Santa, integrada por el papa, la República de Venecia y la monarquía de Felipe II, al poder de la época de mayor estabilidad y magnificencia del Imperio otomano y sus vasallos tártaros, cosacos, moldavos y valacos, ocasionando, en 1571, la primera derrota otomana en Europa. El joven soldado  Miguel de Cervantes enfermo de fiebres, en el fragor de la lucha recibió dos arcabuzazos en el pecho y uno en la mano izquierda. No perdió la mano, respondió, pero debido a un trozo de plomo que le cortó un nervio, el brazo se le anquilosó para siempre y le dificultó su uso. Como era zurdo, con la mejor buena voluntad, se afanó en habilitar su mano diestra para  escribir. A su regreso a la Península, incursionando entre Túnez y la Goleta, él y su hermano Rodrigo fueron capturados por corsarios turcos-berberiscos y conducidos como esclavos a Argel. Tras un lustro de estar lejos de casa y de los suyos y, como él mismo lo dejó escrito, tras los obstinados e igualmente fracasados cuatro intentos de huida, al fin pagado el rescate, primero el de su hermano, por ser el más joven, y después el suyo, volvió a Madrid inmerso en la indigencia… ¿Fue en la cárcel donde empezó a escribir El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha? ¿Con la mano derecha? Sí, pero en 1597, cuando era recaudador de impuestos y fue encerrado dos veces en la Cárcel Real de Sevilla acusado injustamente de apropiarse de los dineros del estado. Fue allí donde trazó el plan y parte de las andanzas de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Ya envejecido, sobreviviente de los muchos percances y trastornos que imperan en la carrera del soldado, poseído por la rabiosa necesidad, ahora o nunca, de que le fuese concedido hacer algo de fortuna para paliar la penuria de los suyos, desarrolló una inagotable actividad literaria y editorial. Algunos dicen que bajó a la tumba famoso pero pobre de solemnidad. En cambio, el insigne hispanista y cervantista estadounidense Daniel Eisenberg certifica que hizo jugosas ganancias, que eso de que en el último decenio había sufrido múltiples privaciones era leyenda. En todo caso, la evidencia fáctica de riqueza o de pobreza, pasados tantos siglos, siempre será difícil de comprobar. Los circunloquios de mamá eran interminables, pero aun si me costaba seguirlos, adelantaba la cabeza fingiendo escucharla atentamente.

Pero, querida hija, no entiendo a qué viene esto ahora, ¿no estabas por irte?

Si te preguntaba por Cervantes, era porque quería salir de dudas, como repetidamente lo apodaban el manco de Lepanto. Márchate de una vez. Despéjate, libérate un rato, por favor. El próximo verano saldremos de la ciudad, iremos a la montaña, a las playas, a los lagos, me gustaría que fuéramos a Italia. Saldremos de vacaciones como todo el mundo, sabes que se los tengo prometido. Tu abuela quiere enviarnos dinero para que pasemos una larga y tranquila temporada en Palma de Mallorca, donde están arraigadas unas primas suyas desde hace más de cuarenta años. Al fin de cuentas, hasta ahora… inspiró hondo, tu abuela ha solucionado muchas de nuestras necesidades. En la última carta me pidió que no nos desalentáramos. Anda, hija, ve. Haremos lo imposible para salir de vacaciones. Ya verás, cuando yo me propongo algo lo consigo.

Me voy, Adieu, maman.

Au revoir, ma chérie.

En el trayecto largo, rectilíneo a la confitería, ubicada en el entrante frondoso que limitaba con el repecho del viaducto, me rebasó una muchacha alta, rubia ojinegra que en las tardes sacaba a pasear un niño de meses. No debía ser su madre, sino una hermana mayor o una cuidadora por lo jovencita que era y por la falta de prevención con que, inclinando el torso sobre el flamante coche de capota y tres ruedas, con una bolsa terciada de la que despuntaba una barra de pan, lo lanzaba con brío calle abajo y a correr. Oí el fuerte resonar de sus jadeos con cada inhalación antes de perderla de vista con ventoleras largas y rasantes a empujones contra su espalda. Después de un buen trecho sin ninguna presencia humana, me crucé con un peatón de abdomen ligeramente abultado, expresión retraída y ropas oscuras, cuello subido, llevando un anticuado maletín de cuero. Su semblante adormilado, mirada desenfocada y acentuada calvicie se me hicieron familiares, aun si no recordaba de dónde. No valía la pena que me empecinara en ubicarlo, había muchos como él. Solo que se me entreveraba con el jefe de la oficina postal de la estación. Ah, no, recordé de pronto, era el ortopedista de la calle perpendicular a la estación, los confundía no solo porque eran tan parecidos como frutos de la misma simiente, sino porque era usual que en las mañanas se los viera llegar juntos. Más adelante, el encargado de la floristería, un señor de media edad, frente huidiza, pelo castaño abrillantado y peinado a raya, guías de un frondoso bigote alzadas, lentes de présbita con gruesos cristales de aumento calados en la nariz, que me retraían a la severa miopía del portentoso ingenio conceptista, al humor negro burlesco barroco de Francisco Gómez de Quevedo, así como el gesto icónico del cigarrillo humeante apretado entre los labios de grueso mostacho y sus prominentes órbitas cegatas a menos de dos pasos, me recordaban al viejo Groucho Marx, introdujo, empleando en ello su enorme masa corporal, un baúl de metal de gran grosor y pesadez, recubierto de coloridas etiquetas de hoteles de lujo y trasatlánticos, a la parte trasera de una furgoneta.

Justo en ese momento, dos realengos perros flacos de lacio pelaje blanco y hocicos puntiagudos, con todos sus colmillos afuera, que parecían haber perdido el juicio, husmeando la presa como perros perdigueros, se precipitaron durante un buen trecho en persecución de dos menudos ciclistas a todas luces asiáticos con sendas bicicletas de carrera y vistosas franelas deportivas que se impulsaban cuesta arriba. Por la delicadeza de sus rostros, aunque espabilados y tristones, por la tersura de su piel ligeramente cetrina, por sus pequeños orificios oblicuos entendí que debían ser vietnamitas. Por fin, cuando los ciclistas menos se lo esperaban, chasqueando la lengua, como si el resuello no les diera para más, atentos a los ruidos metálicos, crujidos, vibraciones que los corredores les imprimían a sus bicicletas al remontar la subida, los perros se paralizaron exasperados por el sonido cada vez más debilitado de sus propios murmurantes gañidos. Entonces, pedaleando con brío hacia el flanco de la cuesta arbolada donde el gran sol golpeaba menos, los ciclistas, dando bandazos, torcieron sus cabezas hacia atrás, gritando sales bêtes tres veces al unísono antes de perderse de vista.

Me detuve en la confitería del bulevar a la que no tenía previsto ir cuando salí de casa para ponerle fin a un encierro cada vez más duro de soportar. Permanecí un rato en la entrada cavilando sobre lo que mamá había contado de la mano inmovilizada de Cervantes escritor y soldado en cautiverio. Luego me dirigí al mostrador, pedí la tarta de miel y fresas confitadas de la casa y dos tabletas de chocolate aux amandes. Hice un cálculo rápido, al constatar que las monedas y el montoncito de los sucios francos viejos no daban sino para pagar la tarta y una de las tabletas; con el rubor hirviendo en mis mejillas, devolví la segunda tableta. Recogí el mísero resto y lo introduje en el bolsillo del pantalón a toda prisa. La cajera me miró por encima de la caja registradora alargando levemente la boca con lo que me pareció ser el trazo de una semisonrisa piadosa, no un desplante de pedantería o autosuficiencia francesa, de los que tenía sobrado escarmiento. No era la primera y no sería la última vez que me encontrara poniendo y arramblando mi pequeño peculio del mostrador. Recordé la frase que decretaba mamá: El que sabe ser pobre sabe todo lo demás, que resultó ser del insigne historiador Jules Michelet, con cuya alucinante y fogosa prosa se transportaba.

Cuando la cajera conversaba con los parroquianos que se distraían en las mesas de billar o que venían de jugar a los dardos me llegaban retazos entrecortados de una lengua que no lograba identificar. Debido al color cetrino de su tez y al fondo oscuro de su pupila virando de un marrón verdoso a verde agrisado, mamá suponía que era de origen bereber, hija de Canaán, descendiente de Cam y del patriarca Noé. En cierta ocasión, saltando de una conversación a otra, ella le aclaró a mamá que provenía del Líbano, que pertenecía a la iglesia católica maronita y hablaba con sus conciudadanos el árabe dialectal libanés, sus padres habían emigrado a fines de los 40, poco después que se independizara del protectorado francés, buscando mejores condiciones de vida.

A la salida estuve vagando por los caminos rodeados de minúsculos capullos lavanda, me tumbé resignada en un tapete de césped y tréboles rojos sombreado por los arcos de las ramas de dos nogales de apretado follaje jade oscuro, repletos del vibrar, batir de alas y cantos de las pequeñas e inquietas currucas capirotadas, remecidos con suavidad por la brisa. Sin rumbo fijo, después de algunas cabeceadas, me despabilé. Ávida de golosinas, no me contuve, abrí el envoltorio de la tarta de manzana. La devoré en cuatro violentas mordidas, no estaba lo que se dice a pedir de  boca, sea como sea, logró serenar mi antojo. Súbitamente abatida, pero tratando de verme como alguien que no demoraría en llegar por su propio esfuerzo a hacerse de un buen peculio, tanto como para aplacar su abyecta voracidad de ingesta de chocolate, metí la tableta en la mochila. Soñaba saborearla consciente y perezosamente a escondidas en mi cuchitril, pues, por una vez, no estaba ganada al castigo de compartirla con nadie y ese nadie era mi hermano Leo.

Sin hacerme muchas ilusiones sobre ese porvenir de cata de chocolate con que estaba soñando y, pese a lo bien que me sentía ahí, echada de espaldas bajo el cielo transparente saturado de azul, me dije: ¡Arriba, arriba! ¡Vamos, anímate, ponte de pie! Adelante, pie derecho, pie izquierdo, marcando la senda, sur, sur, oeste, oeste, oeste. Un paso detrás del otro, cada vez con más resolución. De pronto, me vi penetrando un enmarañado humedal de vegetación. De la euforia pase al desaliento. ¿En qué limbo estaría divagando que aterricé en ese tétrico y pantanoso reducto nunca visto antes? Al un lado de una vía muerta de gastados durmientes, una manada (los humanos como los lobos son proclives a la locura gregaria) de beodos bravucones se enzarzaba en una bestial pelea a patadas, puños e insultos. Otros a su alrededor, ojos fuera de las órbitas, blandían palos y piedras. En un terraplén polvoriento, a la derecha de una maraña de alambres espinosos y oxidados carriles de carga, yacía un hombre sin afeitar, ropa desgarrada cubierta de polvo, su calvicie escondida entre mechones de pelo ralo. Su boca de labios amoratados jadeaba con desesperación y sobre el torso estremecido le bailaban unas manchas de luz por efecto del balanceo de los pinos. De refilón, al tiempo que una ardilla se agitaba en vano tratando de abrir con sus febles patitas un agujero donde ocultarse, distinguí un hilo de sangre debajo de la nuca, donde revoloteaban las moscas. ¿Un epiléptico en trance convulsivo? ¿Un simple clochard calentándose al sol? ¿Un borrachín a punto de reventar?

Un poco más allá, hacia donde apuntaban sus zapatos cuarteados y endurecidos por el lodo, bajo la indivisa luminosidad solar, se abría un infecto vertedero desbordante de cieno y gases, incrustado de plásticos, latas de cerveza, mondaduras, botellas, muchas botellas rotas, agusanado de larvas, lombrices y vermes serpentiformes como anguilas, esgrafiado del zumbar de las moscas y otros invertebrados carroñeros, en el barrizal pululante de insectos exasperados, ellos también por el irrespirable hedor a descomposición. A varios palmos por arriba del mantillo pringado de detritos y otras fermentaciones, miríadas de libélulas de alas azul arco iris, acelerándose sin tregua de fugaz en fugaz aleteo, activaban, sin pausa, otros tantos matices del prisma solar.

He ido demasiado lejos, me dije. Al filo de un relampagueo di un giro completo y empecé a correr. Ante los empellones de mi huida, se iban doblando los juncos de la rampa. A cada instante me volvía a ver si alguien me seguía. Pero, de espaldas a mi espalda, los hombres no hacían más que manotear y gritar palabrotas. Con mi loco resoplar me adentré en un pedregoso atajo que se acodaba rodeado de inhóspita maleza y un ramaje de brazos nudosos por el que trepaban los lagartos. Al toparme por tercera o cuarta vez con las mismas sombras húmedas de la espesura, se me hizo evidente lo que desde hacía un buen rato había estado temiendo. No tenía idea de dónde me encontraba. Había ido a dar adonde menos hubiera querido ir a dar, había ido a parar al mismo lugar de salida. Estaba desorientada. Sin duda lo estaba, me ardía la frente, mi cuello rezumaba sudor frío, mis sienes latían. Dejé salir muy despacio el aire que silbó como expelido de un callejón sin salida: en cuanto al miedo eran esos los síntomas más irrefutables. La mochila me gravaba como costal de arena. Con el apremio no había sacado el pesado volumen de El último de los mohicanos, Les fables de La Fontaine y mi estuche con lápices, compás, regla y escuadra. Tratando de equilibrar su peso a la rigidez de los músculos de mis hombros contraídos, me detuve. Necesitaba liberarme de una punzada en las cervicales y de una opresión, más allá del aire que me faltaba, inaccesible al alivio. Al escuchar los ladridos iracundos y desapacibles de los perros guardianes, inferí que, aunque recluidos en sus cubiles, no debían estar lejos, pues podían oler las exudaciones de mis poros erizados de miedo.

Pisando el entramado de yerbas por los que iban mis pasos lentos y dubitativos, me dije, no retiembles. Controla el golpe a rebato de tus tímpanos. Deja que el tiempo vaya hacia adelante, del camino de ida al camino de vuelta. Respira, exhala. Calma, calma. Contente. De lo contrario nunca encontrarás tu punto de salida. ¿Cuál es la dirección que debo seguir? ¿En cuál de las sendas debo internarme? ¿En la pedregosa de la izquierda, en la tortuosa del centro, o en la de aspecto cruel por sombría e igualmente a todas luces poco transitable de la derecha? ¿Hacia adelante? ¿Hacia atrás? En verdad, uno tendría que marcar con migas de pan el laberinto a fin de desandar el rumbo, a la hora de recuperarlo la memoria no es fiable. No lo es porque la memoria es inmediata y sensorial, su sustrato, digamos mejor, su impacto es orgánico. En cambio, el recuerdo es siempre reflexivo. Para Kierkegaard, reflexionar es elaborar, fluctuar, modificar… por eso el afán por recordar además de un arte es un extraordinario anhelo, una y otra vez, por retener lo que no deberíamos querer ni poder olvidar…

Lidiar contra el nerviosismo por orientarse es el recurso menos indicado para dominarlo, mientras el terror persiste en retorcernos las neuronas más extraviamos el punto cardinal hacia el que deberíamos encaminarnos, cuanto más volvemos sobre nuestros pasos en pos de recuperar el lugar de donde proveníamos, este más se oculta de nosotros bajo la veladura del olvido. Cierra, abre, levanta los ojos (como para una imprecación), sobreponte. Acuérdate del verso con que Baudelaire entra de lleno en su insuperable soneto Recogimiento, concordando, combinando de un modo muy preciso ritmos y palabras con el enérgico y consonante balanceo de su báculo de empuñadura de oro en forma de cabeza de lechuza al ritmo de la contera y de sus pies recorriendo paso a paso los adoquines irregulares y las charcas fangosas del Bois de Boulogne: Sois sage, ô ma Douleur, et tiens-toi plus tranquille. Y no era desde luego a su deteriorado calzado hacia donde se disponía a mirar ahora, su mirada se orientaba al pendular libre y fluctuante del bastón. Reía, se interrumpía, dialogaba declamando en voz alta. Se aceleraba cantando, vocalizando, ayudándose del ceremonioso compás de su andadura para forjar bellos versos ásperos y, en razón de su áspera belleza, duraderos por una eternidad. Entrecierra los ojos, los abre, menea la cabeza, como saliendo de un sueño. El lindero inconsútil y lejano del cielo espolvoreado de estrellas y otros ejes espaciales del entorno se iban disgregando, empañados, trizados, abatidos en llanto.

 Sois sage, ô ma Douleur, et tiens-toi plus tranquille…

 Ma douleur, donne-moi la main; viens par ici.

Aquiétate, esto pasará, se dice al penetrar a paso rápido el boscaje de una galería de tupida fronda a contramano de los verdes sauces jóvenes que habían quedado atrás. Por los asomos que van despuntando, se abre a la senda de pedruscos transversal al tramo despejado y amigable, ante el que, distraída como estaba devanando quién sabe qué estrafalarios pensamientos, pasó inadvertida y que, ahora sintiéndose a salvo, pero todavía bajo la amenaza de perderse, no fuera el sobresalto de saberse perdida a opacarle la visión, se disponía a enfilar firme y resuelta en dirección al cobijo del parque vidriado de sol por el que había estado paseándose un rato antes.

Se envara, endereza el puntal de la columna. Adelante, sin prisa. Para qué apresurarse si el miedo había comenzado a capitular. En casa nada aguardaba por ella, aparte del resplandor naranja flameando y extinguiéndose en la negrura. (Un hacer memoria de algo tan fútil y falto de relevancia como eso, ¿ameritaba ser llevado al papel? Puede que no, pero la práctica del diarismo, que estaba haciéndose hábito en ella, sin ir más allá del relato de algunos de esos paseos errabundos con sus alarmantes sobresaltos de sentirse perdida, si bien trufados de furtivas imágenes y de la alta retórica del tránsito luminoso del rosa al rojo flamígero precipitándose, en la última franja entre el cielo y la tierra, en el insondable enigma del tenebroso cosmos, era la confirmación de lo prendida que estaba a la repetición [repetición es recreación… repetición es reposición, repetición es reanudación… repetición es consustanciación… consustanciación por recurrencia, repetición es aclaración por duplicación], siempre en el mismo punto, en el mismo palco de regreso a lo ya experimentado, a lo que no terminaba de borrarse y, con cada giro, se lanzaba al vacío del vértigo que desde las alturas incitaba a la fatalidad del abismo).

Aunque entumecida de cansancio, se llevó las manos al pálpito del corazón empinándose en el pecho, inhaló y recitó:

Sois sage, ô ma Douleur, et tiens-toi plus tranquille.

Tu réclamais le Soir; il descend; le voici:

 Ma douleur, donne-moi la main; viens par ici…

Desde luego, algo retrasada querida Elisenda, pero de nuevo en casa. Un alivio. Ya me estaba preocupando por lo que tardabas en volver, dijo mamá, cuando todavía en el rellano del portal, donde me esperaba, nos sorprendió la aparición de nuestra antes aludida casera. Mujer de talla mediana, de complexión menuda, de pelo rubio ceniciento dentro de una redecilla, los pliegues del cuello colgantes, los ojos átonos, tanteando el suelo con el bastón, a imitación de Baudelaire oficiando sus ritmos de fondo, consonancias, cadencias, silencios, estrofas, descansos, cortes, pausas… Sois sage, ô ma Douleur, et tiens-toi plus tranquille Ma douleur, donne-moi la main; viens par ici… Ma douleur, donne-moi la main. También al signore Pound, es sabido, le gustaba pasear entre el gentío esgrimiendo su bastón en el aire contra algún supuesto contrincante.


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