Carlos Andrés Pérez y Jaime Lusinchi en la “Coronación”, Teatro Teresa Carreño, Caracas, 2 de febrero de 1989 | Fotografía de autor desconocido, ©Archivo Fotografía Urbana

Por RAMÓN HERNÁNDEZ

Carlos Andrés Pérez no fue reportero de calle, no pateó los tribunales ni les pagó plantón a los políticos que los domingos iban a reunirse con Gonzalo Barrios, tampoco estuvo detrás de Rómulo Betancourt para que le concediera una entrevista. Fue jefe de redacción del diario La República de Costa Rica entre 1953 y finales de 1957, cuando se dispuso a regresar a Venezuela. Más nunca ejerció la profesión, ni pudo dar la noticia por la que más había luchado, casi lo matan y había pagado cárcel: el derrocamiento de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.

A mediados de diciembre de 1957 se sabía que Pérez Jiménez estaba caído y Rómulo Betancourt le ordenó que se trasladara a Venezuela para reforzar la resistencia interna. Estuvo varios días en el aeropuerto El Coco, pero por mal tiempo no hubo vuelos a Colombia. El 23 de enero era el único exiliado con la maleta lista. Esa noche “los muchachos” del periódico llegaron con un alboroto para anunciarle que había ocurrido la noticia que tanto esperaba: el fin del régimen militar. Esa noche, los periódicos tocaron la sirena y pusieron la noticia en la pizarra, como hacían en Costa Rica cuando ocurrían hechos extraordinarios.

Después su relación con los medios fue distinta. A veces soplaba buen viento, pero siempre había una tormenta en algún flanco. Fue un hombre noticia, pero nunca estuvo detrás de los periodistas dando datos, cruzando información ni alentando titulares. Su relación con los periodistas era respetuosa y cordial, pero no confianzuda.

Cuando logró imponerse en AD como candidato presidencial, había una asamblea estudiantil en la Escuela de Periodismo de la UCV, que ya había cambiado su nombre a Escuela de Comunicación Social. Un dirigente de AD y dos militantes pidieron la palabra. Algo inusual. Los adecos se caracterizaban porque pocas veces se atrevían a exponer sus puntos de vista. La sala quedó en silencio.

El cursante del último año de la carrera se aflojó la corbata con delicadeza y con un vozarrón innecesario dio una noticia: “Compañeros, cumplo con informarles que Carlos Andrés Pérez es el candidato presidencial de AD”. Los abucheos, pitas y burlas salieron de todos los rincones. Fue una sorpresa. A ninguno de los presentes, salvo los tres informantes adecos, le importaba que Pérez fuese candidato presidencial. Las carcajadas duraron un buen rato.

En marzo de 1973, después de una corta experiencia en TVN5 y la experiencia de dos noticias importantes, el terremoto de Nicaragua y el secuestro y asesinato del niño Vegas Pérez, me tocó cubrir como reportero una reunión del candidato Carlos Andrés con la asociación de ganaderos del sur del lago de Maracaibo. Se hizo en un salón del hotel Waldorf de La Candelaria y era palpable la emoción de los productores del campo. Los productos de primera necesidad habían experimentado alzas y en uno de los primeros spots del candidato hacía referencia al hampa y al alto costo de los huevos y de la carne. Todavía no era el hombre que camina ni usaba los sacos de cuadros, pero sí empezaban a crecerle las patillas.

La segunda actividad reporteril que me acercó a Pérez fue un evento social de la familia Pérez-Rodríguez. La hija mayor estaba embarazada y le hicieron un baby-shower en una pequeña quinta en Prados del Este. Me tocó sentarme al lado de Octavio Lepage. A Pérez lo vi de lejos y realmente no entendí mucho lo que allí ocurría. Nunca vi a la homenajeada ni recuerdo lo que escribí. Entonces era reportero a medio tiempo en el diario La Verdad y mi jefe inmediato era José Consuegra.

El diario había pasado a manos de un grupo de empresarios encabezados por Alejandro Otero Silva y lo dirigía Rafael Fuentes. En los pasillos se comentaba que en las reuniones editoriales participaba Regis Jacques Etievan, el fundador de Corpa, la prestigiosa agencia de publicidad, que estaba a cargo de la campaña electoral de Carlos Andrés Pérez.

Después de la muerte de Etievan de un infarto fulminante, Consuegra renunció a su cargo y se fue a trabajar en la oficina de prensa del candidato Carlos Andrés Pérez. La situación cambió. Consuegra había hecho buenas migas conmigo y me enseñó algunos los secretos de la secretaría de redacción. Lo ayudaba editando textos y diagramando, pero también salía a reportear. El nuevo jefe pretendía que yo fuera su secretario, que le escribiera a máquina los títulos que garrapateaba con un lápiz casi sin punta. El primer día se me atravesó el personaje y al segundo renuncié.

Llamé a mi amigo Francisco Mayorga a Últimas Noticias. Me dijo que había una vacante, que el secretario de redacción nocturno renunciaba. A la semana siguiente tenía mi escritorio, mi máquina de escribir y todos los lápices, marcadores finos y bolígrafos que necesitara, resmas de cuartillas y abundante papel carbón. Una tarde, a los pocos días, Blanca Rodríguez de Pérez se presentó en la redacción. Una visita electoral.

Entraba en un mundo distinto del universitario, que vivía en la mañana. Cursaba cuarto semestre. Era un horario fuerte, de 5:00 de la tarde a 1:00 de la mañana, pero abarcaba las horas más emocionantes de la redacción, las del cierre; y las más quietas, la espera a que arrancara la rotativa.

He tardado más en contarlo que lo que Pedro Galán Vázquez, el jefe de redacción, me asignara la responsabilidad de editar, recortar, reescribir, titular las informaciones provenientes de la campaña Carlos Andrés, primero, y después de la oficina de prensa de Miraflores o de la Oficina Central de Información.

No era un personaje que admirara o me fue simpático. Al contrario, un día puse algo en la cartelera en contra de Pérez y me llamaron la atención, que así no podía exteriorizar mis opiniones políticas. Me especialicé en “afeitar” los discursos de CAP, la manera que se encontró en la redacción para reducir a tres caracteres su nombre y poder utilizar tipos más grandes en los títulos. No se lo puso el pueblo, ni la militancia adeca. Ni los otros dos diarios de circulación nacional. Lo mismo pasó después con Luis Herrera Campíns, que pasó a ser LHC.

Los discursos de Pérez estaban bien escritos, bien documentados y eran excesivamente largos. No eran cháchara ni pompas de jabón. Cumplían un fin de Estado y de pedagogía política. Había que dejarlos en la sustancia y no era fácil. No eran improvisaciones ni la animación de un show que duraba a capricho. Sin embargo, ni partidarios ni enemigos escuchaban lo que Pérez decía. Les gustaba más lo que decían de Pérez a favor o en contra, de lo que hacía, de las presuntas novias y amantes o de los chistes que hacían resaltando su supuesta ignorancia, su poca inteligencia, su mano suelta con los dineros públicos y su condición de bachiller porque nunca terminó sus estudios universitarios de Derecho.

En eso cinco años, con altos precios del petróleo, Pérez recorrió el mundo y se hizo un líder de nuevo orden económico internacional, de las relaciones sur-sur. Para sorpresa de todos, a menos de tres meses de asumir el gobierno, en mayo de 1974, anunció la creación del Ministerio del Ambiente y los Recursos Naturales Renovables. El primero de América Latina y su ministro no era un improvisado: Arnoldo Gabaldón Berti.

Pérez recibió ataques inauditos de quienes a costa de la naturaleza construían residencias vacacionales en el actual parque nacional Morrocoy. Y no pasó mucho tiempo para que anunciara una civilizada y ejemplarizante nacionalización del hierro y del petróleo. Una bandera eterna de la izquierda y que todavía quedan “analistas” que repiten que su intención fue beneficiar a las compañías petroleras. Domingo Alberto Rangel y Héctor Malavé Mata decían que Pérez les había dejado el lomito del negocio a las transnacionales. Aunque Copei le abrió una rendija a la politización de Pdvsa cuando sustituyó al general Alfonzo Ravard por un político, el modelo que se utilizó le permitió ser la décima empresa petrolera más importante del mundo, y ser eficiente hasta mucho después de 2004 cuando pasó al control subrepticio de los cubanos y la condenaron al mismo fin de los centrales azucareros: chatarra inservible.

La equivocación fue nacionalizar. Arabia Saudita no lo hizo y aprovechó las inversiones y la tecnología que Venezuela espantó. Y lo peor, sirvió para que la clase política se sintiera poderosa y que los militares se propusieran echarle mano “para una mejor y más justa distribución de la riqueza”.

En un discurso en la Universidad Simón Bolívar en la instalación de un congreso internacional de filosofía que organizó el rector Ernesto Mayz Vallenilla, CAP se refirió a Ser y tiempo, la obra fundamental de Martin Heidegger. No contento con el atrevimiento, se adelantó algo sobre la fuerte vinculación entre el pensamiento filosófico y las matemáticas. Todavía no se hablaba de algoritmos, pero fue en esos días cuando Gonzalo Barrios farfulló que a “Pérez le faltaba un poquito de ignorancia».

En comparación con el gobierno de Rafael Caldera, fue un gran momento para la libertad de expresión. Hubo menos allanamientos de medios, menos periodistas presos y menos llamadas para apaciguar titulares y columnistas. Durante el secuestro de William Frank Niehous, en 1976, el gobierno de Pérez cerró por 72 horas a Radio Caracas Televisión. El ministro de Relaciones Interiores, Octavio Lepage, se apresuró a penalizar la difusión de un mensaje de los secuestradores.

A todos los medios les llegaban mensajes y cada uno les daba menor o mayor despliegue. No informaban nada, pero les servía de propaganda a la izquierda para aparentar que era una fuerza organizada. Al final, cobraron un millonario rescate y no soltaron a Niehous. También los medios tuvieron faena, y de la buena, con el asesinato de Ramón Carmona y la muerte a manos de funcionarios de la Disip. El gobierno de Pérez desbarató el entramado que habían montado Manuel Molina Gásperi y Maira Vernet de Molina, y también ordenó el procesamiento y juicio de los funcionarios responsables de la muerte del secuestrador Jorge Rodríguez. Todavía hay historia por contar.

Los periodistas se sentían con el derecho de decirlo todo, de enjuiciarlo todo. Y lo hacían con atrevimiento. También los programas cómicos y los menos cómicos. Articulistas, como Alfredo Tarre Murzi, o editores como Miguel Ángel Capriles trataban a Pérez como a otro ciudadano más, a veces sin fundamento y casi siempre con muy mala leche.

No fue un simple caso de tolerancia, sino de respeto a la libertad de expresión y sobre todo a la libertad de pensamiento: les permitía expresar lo que tenían en la cabeza sin corroborar con los hechos.

La gran trama contra Pérez fue el caso del Sierra Nevada, pero dejemos ese episodio para cuando tratemos el episodio de la estupidez.

Una característica de Pérez era que sabía escuchar. Esperaba la pregunta y no se enfadaba con la repregunta. No atropellaba. Sus respuestas eran inteligentes y bien pensadas. La primera entrevista que le hice fue como expresidente. Me citó en el despacho que tenía en su residencia familiar en Prados del Este. Indudablemente, conocía su pensamiento y el escándalo en curso para implicarlo en el caso de buque Sierra Nevada, pero desconocía su fino sentido de humor.

No puedo decir como Sofía Imber que le hice más de 100 entrevistas, pero sí algunas de importancia, como la publicada en agosto de 2004, unos días antes del referéndum revocatorio que Hugo Chávez perdió en las urnas, pero que ganó la marramuncia electrónica que montó Jorge Rodríguez en el CNE.

Cuando aparecieron las primeras luces de que CAP se disponía a romper el tubo de Jaime Lusinchi y los secretarios generales de AD para imponer la candidatura de Octavio Lepage, El Universal me asignó que lo entrevistara para conocer sus aspiraciones. Me citó en la Torre Las Delicias. Fue una de las dos veces que pasé de la antesala. Fue un cruce de preguntas y respuestas, hasta que una respuesta terminó en una carcajada. Le pregunté cómo debería ser el próximo candidato de AD y sin espabilar dijo: “Amigo, usted me está pidiendo un autorretrato”.

Llegué muy satisfecho con todo lo que había grabado, más de dos horas, y hasta le conté a Gustavo Aguirre, que hacía unas suplencias en la Secretaría de Redacción lo del autorretrato y también la celebró. Por supersticioso, nunca comento las entrevistas. Creo que el resultado es lo que queda escrito, no la versión oral. Algo falló. El casette estaba vacío, no grabó ni una palabra. Nunca más comenté nada sobre las entrevistas.

En una falla anterior había aprendido que en las cosas más serias la memoria traiciona más que una coma mal puesta. Llamé a su oficina, expliqué lo sucedido y accedió a repetir la entrevista. “Sí, el presidente acepta, pero esta noche viaja a Cumaná. Si quieres te vienes con nosotros, el presidente te recibe a las 5:00 de la mañana y luego te vienes para Caracas en un vuelo comercial”. No lo podía creer, pero todo se hizo de esa manera. Esta vez sí funcionó el grabador, pero la entrevista no fue tan buena como la que no se grabó. Después, en la campaña, lo acompañé en dos giras. Una a Maturín y otra a Acarigua.

De regreso de Monagas se incorporó a la conversación Michael Coppedge, un politólogo estadounidense, que hacía su tesis de posgrado sobre el sindicalismo venezolano. Conversaron un rato y Pérez se quedó dormido. Se despertó poco antes de aterrizar en La Carlota. El hombre de la democracia con energía también descansaba y se quedaba dormido.

Estaba contento, empezaba a recuperar el partido. En Maturín se pegó una caminata de muchas más cuadras de las que puede abarcar la vista. Finalizada, lo llevaron al centro de operaciones. La casa de una familia adeca. El candidato llegó empapado de sudor y discretamente lo metieron en una habitación. A los pocos minutos, salió bañado y con otra ropa. Todo estaba sincronizado. Apenas se notaban las señas entre los ayudantes.

Después, en la campaña electoral, nuestro contacto fue más frecuente por el quehacer periodístico. En ese entonces, como una muestra de confianza, me llamaba “mi interlocutor”.

Mi faena como reportero terminó al otro día de las elecciones, en la rueda de prensa de Pérez como candidato ganador. Lo volví a encontrar en tareas periodísticas en Guadalajara, en la primera Cumbre Iberoamericana de jefes de Estado y de Gobierno. Una experiencia singular. El hotel era una especie de parque y uno, si lograba pasar la fuerte alcabala, podía tropezarse con el rey Juan Carlos, Gabriel García Márquez, Carlos Salinas de Gortari, Felipe González, Fidel Castro, Violeta Chamorro y hasta el mismísimo Joaquín Balaguer que ya tenía aspecto de momia.

No cabe duda que en el ambiente había un gran interés en que Castro se incorporara a la perestroika y al glasnost, pero se encontraron con una muralla de dogmas de poder. Unos meses desapareció la URSS, con la autodisolución del Soviet Supremo el 26 de diciembre de 1991. Ni entonces ni nunca la logia que conspiraba contra CAP y sus adláteres se enteró de la implosión del modelo comunista. Chávez se murió sin aceptarlo y al mamarracho ideológico que inventó le puso el remoquete de socialismo del siglo XXI. Nicolás Maduro aún celebra su presunto parecido físico con Stalin.

Lo que no pudieron los militares que traicionaron a la república, les resultó fácil a los “notables” que se reunían en la casa de Arturo Uslar Pietri en La Florida. José Vicente no era el peón que fue con Chávez y el autor de Las lanzas coloradas creyó que le había llegado el momento del desquite. Con la complicidad de la Corte Suprema de Justicia, Pérez fue defenestrado, pero sobre todo difamado y defenestrado.

En el momento de los frustrados golpes de 1992, la economía venezolana iba embalada. Crecía 9,5 puntos anuales y la inflación estaba dominada. Las privatizaciones de la Cantv, de la Siderúrgica del Orinoco, así como de hoteluchos de mala muerte, daban sus frutos, pero había un comando “anticorrupción” en el que aparecían tirios, troyanos y bordadores de falacias que hicieron creer que la prevaricación, las irregularidades administrativas y la cruda corrupción empezaban y terminaban con Pérez.

Pérez murió pobre de solemnidad. Sin casa propia, sin propiedades, sin inversiones ni testaferros. Sin “legados”. Quedó claro en todo momento que los dineros por los cuales lo encarcelaron en el Retén de El Junquito o en La Ahumada, la casa de su familia, en Oripoto, tuvo un uso de Estado. No fue la mortadela y los pollos hormonados que por miles de millones le vendía Lula a Chávez. No. Fue una operación para rescatar la democracia de Nicaragua. Innecesario un paréntesis para refrescar lo que ocurre hoy en la patria de Rubén Darío.

En la corta historia de Venezuela, apenas 200 años nos separan de Carabobo, solo José Antonio Páez tuvo la disciplina y el tino de escribir sus memorias con la ayuda del maestro Luis F. Mantilla y de sustentarse en documentos. Cuando Pérez aceptó el proyecto que le presentamos Roberto Giusti y yo para producir sus memorias, había otras propuestas y otros interesados. Pérez nunca nos dijo que tenía un compromiso con Agustín Blanco Muñoz ni con el buen amigo de Jaime Lusinchi que fue Caupolicán Ovalles. Coincidimos con uno y otro en la antesala de La Ahumada, pero cada uno se reservaba sus propósitos.

Era un libro muy ambicioso, pero pese a estar preso, Pérez le dedicaba poco tiempo. Menos de dos horas y no todos los días, aunque siempre muy temprano. Al mismo tiempo que se transcribían, se le entregaba una copia que regresaba con muy pocas tachaduras o enmiendas, pero muchos agregados. A veces, varios pliegos escritos a mano.

Pérez era un hombre sentimental. En momentos fuertes se le salían las lágrimas, pero no perdía el ánimo ni la disposición del líder que “va adelante para ver más lejos”.

El libro ya estaba concluido y solo faltaba el prólogo de Felipe González, pero Reinaldo Figueredo se enteró y consideró que un libro sin el recorrido internacional de Pérez no estaría a la altura del personaje, que había que “mejorarlo”, que ese texto sería la base de “una obra más densa”. No hubo acuerdo. Lo que Figueredo proponía era un insulto o poco menos.

La última entrevista fue en Miami. Se recuperaba del ACV que sufrió en octubre de 2003. Físicamente disminuido, pero con su talento intacto ni entonces se consideró derrotado. Lo asumía como una fuerte indigestión pasajera. Entonces, sin pedirlo, mostró su autorretrato:

“Soy una hechura de los Andes venezolanos. He cometido muchos errores, pero ninguna conducta de mi vida me avergüenza. No me deprimo ni me siento agobiado. Mantengo mi cara en alto. Hemos vivido una farsa. Yo soy una historia que no se puede desmontar con falacias y escándalos. No es el primer tropiezo que tengo con la condición humana. Los he tenido, en el gobierno y en la oposición, toda la vida. Frente a la ingratitud, la inconsecuencia y la falta de solidaridad, tengo el cariño y la devoción de la gente, de ese pueblo innominado que a cambio de nada entrega su confianza y su fe, y es lo que me obliga a salir adelante. Los de la generación de carbón hemos tenido que quemarnos para crear el país.

“Tengo que digerir los contratiempos y las infamias en mi contra, pero lo que más me duele es la falta de valor cívico, la falta de espíritu público, de consistencia de las instituciones y del propio concepto de ciudadano. He cumplido una misión histórica importante en la transformación de Venezuela. He participado en la construcción de la democracia desde la muerte de Gómez, cuando todavía no había cumplido los 15 años de edad.

“Soy un hombre que quiso aportar con toda su buena fe, lo mejor de sí para hacer cosas útiles en Venezuela. No me creo una figura estelar, pero logré algunas cosas importantes.

“He sufrido grandes decepciones y he tenido grandes fracasos. He cometido grandes errores, también he tenido grandes éxitos. Me forjé en esa lucha cruel y dura que ha sido la actividad política en Venezuela. Nunca he tenido entorno. En mis decisiones he sido un hombre solo. Nunca me he guiado por una persona, nunca he tenido un amigo que me esté conduciendo. Siempre he tenido mi criterio y una manera de ser independiente, aunque nadie puede hacer nada solo. Que los amigos nos den la espalda no tiene que amargarnos. Es la condición humana. Vivo sin reconcomios ni rencores. Es la manera de sobrevivir y de seguir adelante.

“Yo no me arrepiento de haber tomado las medidas económicas y abrir un auténtico sistema de libertades que les quitó al gobierno y al presidente ese poder discrecional para hacer lo que quisiera, pero que ayudó a desatar la polémica y las pasiones. Con mi salida, Venezuela volvió progresivamente al autoritarismo, a la discrecionalidad del Estado. No creo que haya fracasado. La vida de un país no se vive por momentos ni por años, tampoco por la existencia de una persona”.


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