El primer texto que leí sobre sistemas constructivos y resistencia de materiales fue “Los tres cochinitos”. Quizás mi atávico escepticismo ante los techos de paja y mi respeto por el ladrillo proviene de la contundencia del factor “lobo”, feroz representante de la civilización occidental.

La segunda experiencia fue gracias a “Hansel y Gretel”. Apenas conocí aquella choza embrujada de paredes de turrón y ventanas de caramelo quedé poseído por la sospecha de sabores ocultos en la vieja casa de mis abuelos. El brillante blanco de los muros parecía azúcar y las vigas de madera de un chocolate oscuro que amenazaba con derretirse en las tardes calurosas. Gracias a los hermanos Grimm la arquitectura ha quedado para siempre integrada a mi paladar; aún se me hace agua la boca ante un buen edificio.

El poder evocativo del chocolate está resurgiendo. En su última novela, El amor y otros demonios, García Márquez nos recuerda que el chocolate también merece el apelativo de vicio y de droga: Judas convence a Bernarda de probar el chocolate de Oaxaca, “una materia sagrada que alegraba la vida, aumentaba la fuerza física, levantaba el ánimo y fortalecía el sexo.” Las dos películas latinoamericanas más exitosas lo usan como título: Como agua para chocolate y Fresa y chocolate.

Este redescubrimiento de la comida como protagonista o contexto cinematográfico no es un fenómeno aislado. El cine universal se ha ido aferrando, cada vez con mayor apetito, al universo de la comida. Las grotescas paradojas gastronómicas que inició Buñuel con El discreto encanto de la burguesía y continuó Marco Ferreri en La gran comilona, han dado paso a un culto y una veneración casi mística por la cocina y sus rituales. La codorniz en sarcófago de El festín de Babette abrió el camino a otros ingredientes, desde pétalos de rosa hasta finas tiras de papaya verde.

En tiempos de un cinismo pragmático la comida es el último refugio de la identidad, de la certidumbre y las tradiciones. La cultura nace con la comida y a ella se aferra cuando está por desaparecer. “Saber” y “sabor” tienen la misma raíz etimológica. El sabio es el que “sabe a qué sabe”. De allí viene nuestra frase: “Más brío que el que se comió el primer aguacate”; es cierto, los pájaros jamás se atreven a picarlo.

Esta sabiduría tiene sus admiradores incondicionales. Hay quienes piensan que la capucha en el hábito del monje no solo servía para aislarse en oración sino para retener los vapores y fragancias de los cocidos. Yo mismo doy más importancia y testimonios diarios de fe, a la herencia monástica de licores y digestivos, que a la Summa Theologica y otras disquisiciones.

George Orwell escribió importantes textos sobre el fascismo, la guerra y el futuro de la humanidad, sin embargo, su artículo más famoso se titula “Una buena taza de té”. Orwell propone once pasos para alcanzar la perfección. Recuerdo la tetera de porcelana, las proporciones fortísimas de seis cucharaditas colmadas de té por litro de agua, el veto al té chino, y el rechazo a cualquier dosis de azúcar.

La comida siempre es precisa. Unos amigos han iniciado la Fundación de la Hallaca y del Bollo. Me pasé toda la Navidad inventándoles calumnias. Que la Fundación había amonestado al tesorero por haberse comido en una tarde las cuatro hallacas donadas por Scannone. Que el único registro de las hallacas había sido realizado con tenedores. Partiendo de la frase de Bertolt Brecht: “Para qué robar un banco si podemos fundarlo”, les acuñé un slogan: “Para qué hacer hallacas si podemos crear una fundación”. En realidad los admiro, pero sería cursi limitarme a rendirle homenaje a esta fundación hermosamente exacta. Hay elementos que son claves para entender una cultura, y, ¿qué estudio puede ser más necesario en Venezuela que conocer el origen de nuestros guisos? Ninguna sobrecubierta de libro guarda tanto de nuestra historia como esas hojas de plátano ahumadas y atadas con pabilo, a la usanza de los viejos manuscritos.

Otra cualidad de la comida es que al mismo tiempo que nos une a la historia, nos cuela por entre ella hasta hacerla imperceptible. Joseph Brodsky, en un ensayo llamado “Homenaje a Marco Aurelio”, nos dice: “La antigüedad existe para nosotros pero nosotros no existimos para la antigüedad”. Brodsky continúa con dos ideas: “La característica más definitiva de la antigüedad es nuestra ausencia”, y “La antigüedad es sobre todo un concepto visual”. Esto es cierto frente a la frialdad del mármol, pero la comida no entra en esta categoría; el olfato y el gusto no tienen límites históricos, no entienden el pasado. El olfato y el gusto ocupan en la memoria un lugar especial: desconfían de la validez de lo ausente, intuyen que no hay sustituto para lo olfateado o saboreado; y aguardan pacientes, indiferentes a las representaciones, por la reaparición del hecho real y sus sutilezas. En la gastronomía no existe lo antiguo. El vino y el pan, son siempre pan y vino.

Hubo un tiempo cuando cocinar y construir eran una misma cosa. En el libro Cándido, mesonero de leyenda, se recomienda colocar los ladrillos de canto y jamás utilizar el tipo refractario. Este arte de manejar el calor que asa corderos es parte de la misma sabiduría que refresca una casa. El libro de Edgar Pardo, Las casas de los caraqueños, contiene una receta también referida a los calores; recomienda alternar dos patios, uno de baldosas y otro arbolado, así la diferencia de temperaturas genera corrientes de frescura por entre los corredores y el zaguán.

Por muchos siglos los tratados de arquitectura, además de tomar partido frente a la triada: “Firmeza, comodidad y hermosura”, incluyeron utilísimos recetarios. Hoy pocos buscan en Vitruvio sus fórmulas de pavimentos, frisos y colores. En el libro VII encontré trucos y fórmulas útiles a cualquier albañil. Explica cómo clasificar el polvo de mármol para las diferentes capas de friso, cómo seleccionar la mejor tierra roja para el almagre, cómo preparar el azul, el amarillo, el negro humo, la púrpura y el ocre; y lo más importante, cómo macerar la cal, base ineludible de todo buen enlucido. Los venecianos la dejaban podrirse por años, gracias a lo cual no hay una sola grieta en los enormes pavimentos del Palacio Ducal. En Venezuela se usaba hasta en el dulce de lechosa; el secreto de la diferencia entre la costra durita y el tierno interior, está en esa dosis de cal.

Uno de los personajes que ha unido de manera notable los artes culinarios y arquitectónicos fue Antonin Careme, artista “quemado a la vez por la llama de su genio y el fuego de sus hornos”. Fue cocinero de Talleyrand, del zar Alejandro y del barón de Rotchschild. En su obra L’ art de la cuisine au XIX siècle reunió en cinco volúmenes toda la cocina de su tiempo. Su otra disciplina la resumió en dos obras: Recueil d’architecture y sus Projets d’architecture que contiene sus propuestas para San Petersburgo. Una de sus frases más celebres proponía: “Las bellas artes son cinco, a saber: la pintura, la escultura, la poesía, la música, y la arquitectura, la cual tiene como rama principalísima la pastelería”.

No propongo a Careme como un nuevo héroe, ni edificios como pasteles, sino a lo culinario como una sana y oportuna referencia para la arquitectura. En oposición a la Fundación de la Hallaca nuestras instituciones arquitectónicas abarcan mucho y amarran poco. Recuerdo a la que más he amado: Instituto de Arquitectura Urbana; me pregunto qué habríamos realizado con una fundación del ladrillo y la teja, de la tapia y el adobe, o del patio y la plaza.

Las escuelas de cocina se prestan para conservar las tradiciones y el buen juicio. Tanto alumnos como profesores deben tragarse sus errores y sus éxitos. Es lo opuesto a la escuela de arquitectura donde el debate se mantiene y se regodea en el papel, y el papel aguanta todo, sueños, innovaciones, experimentos. En la cocina el estudiante de arquitectura puede aún encontrar los secretos del frío y el calor, lo crudo y lo cocido, la química y la alquimia; sentir la satisfacción de crear a bajo costo y en pequeña escala; y sobre todo, conocer la responsabilidad de costear una obra y de tragarse las consecuencias.

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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