Vasco Szinetar, series Frente al espejo y Cheek-to-cheek, 1983 – 2020 Fotografías, 5 piezas of 19,9 x 30 cm y una pieza de 17 x 13,1 cm, cortesía de Galería Nara Roesler y Vasco Szinetar

Por LUIS PÉREZ-ORAMAS

La imagen fotográfica aparece hoy acosada por su multiplicación incontrolable. Esta multiplicación sería en efecto el síntoma antropológico de haber alcanzado la producción de imágenes automáticas su verdadero estadio de arte medio, como lo definiera a mediados de los años 60 el sociólogo Pierre Bourdieu: diseminación multitudinaria de los fotógrafos -uso social de la fotografía- en una edad en la que todos podemos serlo sin mayor protocolo de acceso; pero también diseminación incesante de los dispositivos técnicos que lo hacen posible, generando imágenes cada vez más fáciles, más perfectas.

Se puede afirmar que llegado ese estadio, “la ocasión de la práctica” fotográfica –el instante oportuno, el ojo lúcido, la composición intuitiva inmediata, la álgida maestría del medio, etc.- ha sido enteramente abrumada por una masiva e inconmensurable “práctica de ocasión” (1): el registro permanente de cada instante, más allá de todo saber, gracias a dispositivos cada vez más accesibles y más poderosos.

El sociólogo francés, como buen profesional del pasado siglo, definió su clásico estudio social de la fotografía a partir de la identificación de clases y grupos. Lo que no podía preveer Bourdieu, entre tantas cosas, es que sería en la improbable alianza de la voz y de la imagen, es decir sobre el soporte de la «telefonía inteligente», que este abrumador acmé de la imagen técnica encontraría su ocasión -a la vez la ocasión de su práctica y su práctica de ocasión incesante- como arte medio en un mundo en el cual clases, grupos, pueblos, comunidades, naciones, razas, religiones, sectas, minorías se habrán subsumado simplemente en la forma de una «audiencia global».

Sintomáticamente, el estadio de dilución/multiplicación autoral dentro de la masiva producción de data imagística que caracteriza a nuestro tiempo se manifiesta, casi paradójicamente, en la preponderancia de un género reciente de la imagen (automática): el selfie. En pocas palabras, la fotografía –la producción de imágenes automáticas- no ha cesado de estar incremencialmente determinada por sus ‘usos sociales’ pero, a su vez, y paradójicamente, en el acmé de su exposición como autorepresentación -el selfie– no viene a reflejar al grupo ni a la clase tanto como a la figura de autarcia, narcísica, del individuo aislado –miembro infinitesimal de aquella audiencia- quien se identifica así, masivamente, a través de su uso de la fotografía.

El selfie es, con ello, el colmo de la fotografía como ‘práctica de ocasión’ –allí mismo donde la ‘ocasión de su práctica’ se banaliza. En la escena en la que el fotógrafo desaparece en medio de las multitudes que somos todos como fotógrafos prevalece, precisamente, el selfie como autorretrato. Pero el selfie es, también, la imagen-resistencia de una de las identidades básicas de la fotografía: testimonio de haber sido, y sobre todo de haber estado allí, aquel “avoir été-là” según Roland Barthes (2).  Salvo que la masiva producción de selfies en nuestros días hace que  “el haber estado allí» equivalga a la totalidad incoativa de los sitios, con lo cual la imposible suma de los selfies que no cesan de aparecer (y de desvanecerse) en el insondable océano de la data es testimonio absoluto del arte medio como ejercicio ubicuo, indetenible: algo que no puede tener lugar en verdad por estar teniendo -viralmente- lugar en todo lugar.

El selfie puede ser ‘ocasional’ o ‘elaborado’, ficticio, realista o fantasmático. Los dispositivos lo permiten todo: vernos como en sueños, retratar la pesadilla de nuestros rostros, ‘postear’ nuestra (hipotética) imagen por venir, re-vernos como niños, volar como superhéroes, ser monstruos, ser máscara o modelo, devenir otros, etc. Curiosamente, en las últimas páginas de aquel estudio que Pierre Bourdieu dedicaba al uso social de la fotografía se evocaba –vía un epígrafe- a Sigmund Freud, en esta muestra retratado por Wesley Duke Lee, genio (desconocido) del pop brasilero: “Cuando se introduce el principio de realidad, un modo de actividad del pensamiento se encuentra descartado: dispensado de la prueba de la realidad y subordinado al principio de placer. Es la actividad que consiste en producir representaciones imaginarias (fantasmáticas), la cual comienza desde el juego de infancia y prosigue mas tarde como sueño en vigilia, emancipado de la dependencia de los objetos reales” (3).

Pero el selfie ha venido, también, para diluir esas fronteras.

Sucede que la primera imagen fantasmática –el archè de la imagen fantasmática- en cierta jurisprudencia mítica occidental pudiera bien ser, precisamente, la imagen que Narciso no es capaz de reconocer como una imagen de sí mismo en la fuente en la que se refleja. No se vé Narciso a sí mismo en su rostro reflejado sino a otro; en su propia imagen sólo reconoce a una otredad fantasmática, de la que cae enamorado, letalmente fascinado.

Mítica arqueología del selfie: la imagen de sí mismo, el autorretrato transformado en el fantasma de otro. Que este fantasma de imagen sólo lo sea para un espectador; que se produzca sobre la incesancia del agua; que sea un reflejo en el cual quien se refleja no se halla ni se reconoce son sutilezas que ameritarían la extensión de un tratado, un tratado que de hecho la cultura de Occidente no ha cesado de producir en una polifonía igualmente abrumadora, de Ovidio a Montaigne, de Caravaggio a Duchamp, de Bacon a Duane Michaels y Mark Morrisroe, autoretratado en su selfie de muerte.

El primer selfie es, pues, la imagen narcísica –comienzo y encomienda, como toda archè, según Giorgio Agamben, es decir: inicio y orden (4)- y por lo tanto, no sólo ocasionalmente, sino rigurosa y teóricamente, todo selfie es un narciso banalizado en el abismo regresivo del reconocimiento y de la auto-exposición, a la vez multitudinaria y desechable, memoriosa y olvidable. Por ello, en razón de esa archè, Arqueologías del Selfie no es una exposición de fotografías y, casi, tampoco, de selfies.

Las dos piezas centrales, el anclaje histórico, de Arqueologías del Selfie son, paradójicamente, dos pinturas.

Dos pinturas ciegas.

Dos campos [pictóricos] visibles en los que la imagen –como la del primer Narciso- se niega en tanto inevitablemente también se dice: Sun Portrait as Self Portrait de Antonio Dias (1969) –porque al fin todo selfie es un autorretrato-: un campo negro, saturado, en el que podemos leer el título –y la verdad- de la obra, retrato del sol como autorretrato. El retrato del sol –ese imposibe platónico sobre el que Leonardo tanto divagó, quizá rememorando a San Pablo- es un enceguecimiento. Como también lo es, en la jurisrudencia bíblica, el rostro de Dios. Como lo es la proferación sublime en la antigua retórica que golpea –dice Pseudo Longino- como una serie de puñetazos en el rostro (5). La segunda pintura es –literalmente- una pintura ejecutada en 1961 con los ojos cerrados, una pintura –en su operación- explícitamente ciega de Tomie Ohtake, pintora brasilera de orígen japonés. Si el cuadro de Dias es un anti-auto-retrato, la pintura de Ohtake es, con toda su incontrolada belleza, una anti-imagen, la imagen que resulta de lo no visible, de la no-visión: una meta-imagen, lo visible que se produce desde el no-ver.

Las arqueologías del selfie tienen que ver, entonces, desde Narciso, con una dialéctica en la que se oponen la autoreferencialidad (la propia, la de nuestra faz presente: rostro o campo visual) con la obliteración del rostro y de la faz, es decir con la imagen ciega, con la ceguera y el irreconocimiento (de Narciso ante sí mismo, entre otros). Más allá de la simple fascinación con la práctica de ocasión que es el selfie digital –proporcional en todo a la condición presente de la imagen técnica como hiper-producción de imágenes de desecho, el conjunto de obras en Arqueologías del Selfie pretende sugerir la posibilidad de un ejercicio crítico, una desconstrucción del selfie, re-encontrando la lentitud de las imágenes.

Un personaje –muchos- aparecen sentados de espalda en un banco ante el flujo constante de un río en un video de Cão Guimaraes: nada tiene que ver esta obra con el protocolo operativo del selfie si no es que, como Narciso ante su fuente, es decir frente al agua heracliana que no cesa de ser distinta en su constante e idéntica presencia, los personajes de Guimarães estan en la posición opuesta a todo figurante de selfie, a todo autorretrato, a toda faz expuesta, mostrando aquello que ninguna imagen sabrá vencer: la opacidad del cuerpo. Y absortos, en el olvido, quizás también, del medio en el que se materializaría la imagen, que ya Ovidio presentaba como un ámbito dinámico, la turbulencia del agua que Paulo Bruscky reproduce en el espejo técnico –anamnésis brutal- del Xerox contra el cual su rostro se deforma. Modulaciones de una obliteración voluntaria del rostro, son también los retratos rasgados de Guimaraes o sus imágenes de personajes vistos de espalda. Campo negado del yo: no-yo. Pinturas ciegas, esta vez fotográficas, del retrato que no es, precisamente, ni será, autoreflexivo.

Sucede que –al menos en la percepción natural y a falta de un dispositivo prostético que lo haga posible- cuando vemos, no nos vemos. Para vernos viendo tenemos que recurrir a alguna escaramuza especular de posición, desdoblamiento o complicidad técnica. Es lo propio del selfie: vernos viendo, un instante después de capturarlo. O vernos viendo con alguien, como alguien nos vería.

Es así que pueden resonar las palabras de Maurice Merleau-Ponty en este fragmento: “A partir del momento en que veo hace falta (…) que la visión se doble de una visión complementaria, o de otra visión: yo-mismo visto desde afuera, como otro me vería, instalado en medio de lo visible, considerándolo desde un cierto lugar (6)…”

Otro –supuesto negado, clausurado en la imagen o exilado de ella- es necesario para construir el imaginario de nuestra propia imagen. A esa condición de posibilidad responde, quizá, la estrategia –a menudo sarcástica- de Vasco Szinetar, fotógrafo cuya práctica ha objetivamente anticipado el advenimiento del selfie como fenómeno social en una serie sistemática de retratos acompañados, cheek-to-cheek, o frente al espejo en baños públicos a los que el fotógrafo ha tenido la osadía de llevar, por un instante, a personajes como Jorge Luis Borges, E.M. Cioran, Mark Strand, Joseph Kosuth, Allen Ginsberg, Beatriz González entre tantos e incontables.

En una carta respuesta de Cioran a su retrato-con-Vasco puede leerse: “Vasco, el diablo se reconoce en la locura triunfal de tus ojos, mientras que, en los míos, apagados, petrificados, vuelve a encontrarse con su hocico de asesino, aburrido de todo, hasta del Mal. Abajo el espejo! No teniendo fondo, y por lo tanto tampoco límite, nos revela lo que hay de más íntimo y de más lejano en nosotros, nuestros espantosos secretos, nuestras demencias irrealizadas.”

Esa sombra nos persigue en cada imagen nuestra –también en el selfie que produce el día de sus 52 años de edad, al retratar la sombra de su cuerpo proyectada, Vicente de Melo: un anti-selfie, un selfie ciego como puede serlo todo selfie sin rostro. O quizás como aquella luz ínfima que Duchamp asomaba en su Farmacia, un embrague semántico, el operador de un cambio de registro como esa luz diminuta que procede del obturador del dispositivo y se refleja, punctum y sombra de sí mismo ante lo visible en el vidrio-espejo que cubre la figura ideal de un rostro de piedra, en Michelangelo con farois de Milton Machado.

Otro punctum, otro género de selfie, uno que dá cuenta de aquella opacidad del cuerpo que ninguna imagen vence y que tampoco ninguna plenamente contiene, es la gota de sangre seca con la que que André Severo firma su presencia autoral –y personal- en sus collages. En estos, entre los cuales Narciso aparece subrepticiamente acompañado de la palabra fantasma, se multiplican dispersas las posibilidades de la imagen en su desencuentro incesante con la palabra, y tanto esta como aquel rastro de sangre –medición diaria de la altura de su glucosa y por lo tanto versión automática de aquel precepto clásico: nulla dies sine linea– constituyen un espejo roto, un espacio fractal para decir-se, no en la imagen, ni en la imagen de sí mismo, sino con ellas, o entre ellas, en los intervalos de sentido que hacen archipiélago entre huellas, imágenes y palabras, dejando abierta la potencia de vínculo que todo selfie, inútilmente, pretende clausurar con el sustituto imagístico de esa frase improbable: este soy yo.


*La exposición Arqueología del selfie, abrió el 27 de febrero, en la Galería Nara Roesler, New York, y una semana después debió cerrar sus puertas al público. Curador: Luis Pérez-Oramas.


Notas

1. Ver: Bourdieu: ‘Ocasión de práctica y práctica de ocasión’ in: Un art moyen. Essai sur les usages sociaux de la photographie [Paris: Minuit, 1965], p. 54.

2. Ver Roland Barthes: Rhétorique de l’image, in L’obvie et l’obtus. Essais critiques III [Paris: Seuil, 1982], 35.

3. Ver Robert Castel: Images et phantasmes in Bourdieu [1965], 289.

4. Ver Giorgio Agamben: Qu’est-ce qu’un commandement? in Création et anarchie. L’oeuvre à l’âge de la religion capitaliste [Paris,: Rivages, 2019], 89-90.

5. Ver Pseudo-Longin: De Sublime, XX-2 [Paris: Les Belles Lettres, 1965], 33.

6. Ver Pseudo-Longin: De Sublime, XX-2 [Paris: Les Belles Lettres, 1965], 33.


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