Armando Rojas Guardia con Nuni Sarmiento | Ednodio Quintero©

Por ANTONIO LÓPEZ ORTEGA

I.

Tuve siempre la sensación de que la vida de Armando Rojas Guardia (1949-2020) fue un largo proceso de desprendimiento: desprenderse del pasado, del origen, de la familia, de las certezas, de los amigos, de cualquier tipo de pertenencia, de la obra (lo más difícil) y finalmente de la propia vida (lo más precioso). La vida no como un libreto con el cual se cumple, sino como un mandato: he venido aquí como parte de una Obra mayor. Eso explica que factores como la desilusión, la indiferencia, los prejuicios, las decepciones, pese a todo, no lo hayan afectado: formaban parte de su tránsito, podríamos decir de su viacrucis. Era extraño estar con él: allí estaba, sí, contigo, pero también estaba en otra parte. Experimentaba un hondo proceso de certidumbre: sabía para qué y por qué estaba en este mundo, y esa sensación, esa convicción, era intransferible. Si alguien se reía o burlaba a su alrededor, eso no llegaba a inmutarlo: precisamente porque lo experimentaba desde otro mundo.

II.

¿Qué era su hogar? Precisamente el lugar donde él estuviera. No importaba el sitio, las condiciones, los enseres, las comodidades: el sitio se hacía bajo sus pies, bajo su cuerpo, bajo su estancia. Sus hogares fueron múltiples, variables, pero en verdad siempre el mismo, uno solo que se replicaba. Y allí tenía lo esencial, que era prácticamente no tener nada: no es que se conformase con poco; es que el propio sentido de posesión estuvo en permanente cuestionamiento. Poseer, sí, un concepto muy engañoso para Armando, claramente equívoco. Sus jóvenes años de seminarista han debido entrenarlo para esta predisposición, pero no es suficiente explicación, porque el impulso venía desde muy adentro, y en verdad preguntarse: ¿para qué tanto si con poco la vida se hace verdadera revelación? El yo, en la buena tradición que va de los presocráticos a los místicos españoles, es una trampa; lo que importa es el ser.

III. 

Un aspecto que quizás no sea tan relevante, pero que no por ello quisiera descartar, porque lo acercaba a la cotidianidad: su sentido de la caraqueñidad. Hablaba, modulaba, saludaba, abrazaba, reía como un caraqueño integral, diríase hasta clásico. Cierta jocosidad que se oía en su tono, en sus modales, venía de ese valle al pie de El Ávila. Incluso su cortesía, que la tuvo con pocos medios, remitía a las formas de una sociedad que se fue deshaciendo. Su voz afirmativa, clara, con la que hablaba lentamente, casi pronunciando una sílaba tras otra, me parece estarla oyendo mientras escribo. Era inconfundible, era muy propia. Incluso cuando lo escuchaba al teléfono, no se traicionaba: siempre el mismo cuidado para pronunciarlo todo debidamente.

IV.

Generacionalmente hablando, Armando fue contemporáneo exacto de, digamos, Alejandro Oliveros, pero si bien el valenciano miró siempre hacia sus mayores, el caraqueño lo hizo hacia sus menores, es decir, siempre se sintió a gusto en compañía de poetas más jóvenes que él, y esto desde los tiempos de Tráfico, donde fungió como una especie de hermano mayor: un único poeta de los cuarenta conviviendo con un grupo mayoritariamente de los cincuenta. Esta pulsión nos lleva a creer que, más que discípulo, prefirió ser tutor, lo que a su vez explica la honda y persistente tarea de formar a través de talleres a innumerables poetas de las promociones más recientes. Otra vocación asumida como mandato, como si le faltaran los días para cumplir con esa otra obra: la de legar todo lo que él tuviera, todo lo que él supiera o sintiera, a sus discípulos. ¿No es esta otra forma de apostolado?

V.

Del período de Solentiname estoy recordando un poema que, sin más, celebra la existencia de una mesa. ¿Cuánto debió evolucionar el género humano, entre pestes y guerras, para sentarse alrededor de una mesa, para hablar y comer, para celebrar y brindar, para conversar y entenderse, para lidiar o pacificar? Cuatro patas y una superficie, preferiblemente de madera, más bien tosca o coja, pero mesa al fin para dirimir lo que nos separa. El salto a la mesa: una hazaña de milenios. Armando la recoge en ese poema como un alumbramiento, como una bendición, como el milagro que puede, por ejemplo, suspender las guerras, aquietar los más grandes enconos. Celebrarla como la de aquellos legendarios apóstoles, comiendo y bebiendo sin saber que se trataba de una última cena.

VI.

La poesía de Armando buscaba un equilibrio perfecto entre intención y acabado, entre propósito y hechura, entre forma y fondo. Ni experimental ni clásica, ni nubarrones en la página ni tampoco sentencias. Siempre el número de palabras que hacía falta para llegar al conjunto, nunca una de más. En el fondo, de tanto leer poesía clásica, su pulsión estrófica era muy fuerte, pero contra esa pulsión gravitatoria se decantaba un verso finalmente sin ataduras: es posible que en el plano sonoro escuchásemos una forma que parecía rimada, pero cuando confrontábamos el poema en la página veíamos que la resolución era otra, enteramente libre. En cuanto a escuelas poéticas, por más lecturas que hizo, no estuvo tan cerca de la tradición francesa (tan cara a la poesía moderna venezolana) como de la hispana. Si me apuran con las fuentes, diría que entre los místicos españoles y la Generación del 27 están sus máximas referencias. Allí está el tono, el lenguaje, las maneras, los temas, los referentes, que más le interesan. Esto nos llevaría a una convicción que merecería un desarrollo ulterior: ¿no es la poesía de Armando una de las pocas que, en nuestra tradición más reciente, se aparta de una fuente común (simbolismo o surrealismo francés) para abrazar otra anterior que cayó en desuso?

VII.

Los cuartos, los claustros, las escuelas, las calles, las ciudades en las que estuvo parecían simples accidentes: todo formaba parte de un diseño preconcebido, que él seguía como si fuese un personaje teatral, aunque muy abocado a su papel. No es que se dejara llevar por otras fuerzas, sino la convicción clásica de que la vida era, esencialmente, predestinación. De allí, creo, sus maneras quietas, pensativas, acuciosas, de relacionarse. Sabía algo que nosotros no sabíamos; de hecho, lo sentía. Testigos que lo acompañaron en sus últimas horas, pese a sus dolencias fisiológicas, se asombraban de su calma, de su quietud: sabía la senda que estaba recorriendo, la caminaba con voluntad, con una especie de gozo.

VIII.

Toda la simbología cristiana, expuesta al desnudo en sus poemas, no dejaba de desmerecer en el campo de la poesía moderna. Pero Armando supo hacerlo más allá de los cánones tradicionales: su Cristo, hay que decirlo, era más cuerpo que alma, era más resurrección que espíritu, era más carne que idea. Según su premisa, todos podíamos reflejarnos en él, porque esa criatura más bien terrenal podía sentir con exactitud nuestras dolencias: un Cristo no de ritos ni de iglesias sino un Cristo pastor, humilde hasta los tuétanos. El diálogo que Armando establece con él, la llaneza con la que le habla o lo convoca, pronto deriva en un diálogo consigo mismo. Es decir, Cristo tiene más de otredad que de santo sepulcro: es el interlocutor ideal para revestir la conciencia. Todo el soliloquio que atraviesa su poesía, más que oración, prefigura la fuerza del diálogo: esa herramienta depurada del entendimiento. Trayéndolo a tierra, alejándolo de la redención, reinventa un símbolo: lo allana hasta su máxima expresión, aboliendo las jerarquías, y con ello crea una conversación entre iguales, o entre los dos seres que nos habitan: el hablante, por un lado, y la conciencia, por el otro. Aviso a los navegantes: me cuesta encontrar en la poesía contemporánea un ejercicio de desarticulación del referente religioso más extremo que este, y además para convertirlo en un ejercicio de superación: vislumbrar un estadio de la humanidad en el que el sentido de destrucción quede lo más arrinconado posible.

IX.

¿Qué vino finalmente a ser para Armando su obra? Pues su realización mayor, su verdadera herencia. Consciente, como buen cristiano, de que esto que llamamos vida es un tránsito a una dimensión ulterior, pues ninguna tarea era más significativa que ese rezo sigiloso: su obra, su canto permanente. Curioso que la fuerza que la animara viniese del futuro, que no del pasado, a manera de olas que iban desnudando un sentido mayor. Su obra, por lo tanto, como un lento y prolongado ejercicio de aproximación, como un verso inquisitivo, como la búsqueda afanosa de revelación. Escribir para un más allá, o hacer del más acá un trampolín para aventurarse a un futuro cuyas claves secretas ya intuimos.

X.

La salud, siempre la salud, que vino a torcerle todos los empeños. ¿O más bien pensar que el número de quebrantos era el magma desde el que salía toda expresión? Este asunto de lidiar con el dolor ya sabemos qué raigambre tiene. Era una condición que se hizo habitual, cotidiana. “Armando está enfermo”, nos decíamos unos a otros, pero me atrevería a decir que él la experimentaba de otra manera: como un deber ser, como un estadio que se asociaba a su conciencia germinadora. Por lo tanto, creo que lo padecía de otra manera. La noción de padecimiento la hacía muy suya, pero no como la entendería cualquier mortal, sino alguien que está cerca del alumbramiento: dolor, sí, para poder parir, como el de las madres. Hasta el último minuto, en el hospital, Armando vivió entre dolores, pero curiosamente para él era más importante el tránsito, la travesía. Sentía que no llegaría a un fin; sentía más bien que experimentaba un renacimiento.

XI.

En el medio de la cercanía, había una lejanía, infranqueable. Él la sentía, más allá de los afectos. Supo ser buen amigo de sus amigos, pero su diálogo real, el que contaba, era con otro espacio y otro tiempo. Estaba más allá que cualquiera de nosotros, porque estaba más cerca de sí mismo. Nos veía con cariño, con estima real (todo lo que tuviese cariz humano lo enternecía), pero su residencia ya no estaba en esta tierra, sino en un más allá. Al respecto, siempre fue un precursor, un adelantado, a costa de sí mismo, sin importarle condiciones ni destino. Esa certidumbre, esa profundización en sí mismo, a la vez lo aislaba, lo alejaba del alcance de los demás. Era estrictamente un ser hecho en soledad (si es que entendemos por soledad la edad del sol). A su manera, el concepto de entrega, a través de su obra, estaba confiscado por un orden superior, al que se abocaba día y noche. Se fue en respuesta a su mandato, consciente de que el círculo para él se cerraba, quizás porque sabía que otro colindante se abría.

XII.    

He estado revisando los últimos correos que nos intercambiamos y tratando de entender por qué al momento de despedirse siempre me escribía recibe un cósmico abrazo. Frase que, como muchas de las de él, me resultaba desproporcionada. Pero he tenido que esperar hasta su muerte para entenderlo a cabalidad. No sabiendo, por supuesto, dónde se halla, solo un abrazo cósmico, solo un abrazo que venga desde el zumbido del big bang o desaparezca en este momento en las fauces de una enana blanca, es el único que puedo recibir, pues no depende de lo que entendemos por tiempo o espacio. Así que gracias, querido Armando, gracias por persistir estés donde estés.

Armando Rojas Guardia | Vasco Szinetar©

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