El pasado 15 de mayo clausuró la exposición Una estética topológica o de los inconmensurables, presentada en la Galeria Flora de Bogotá. Su curador, Ariel Jimenez, a sala llena, dictó una conferencia sobre el artista colombo venezolano, realizando una lectura de su obra a partir de la debacle posapocalíptica que actualmente padece Venezuela. Luego de escucharle y de leer un enjundioso ensayo suyo que lleva el mismo título que le exposición, me animé a invitarle a conversar para internarnos en las razones del creador que deshojaba rosas.

T.H.: Supongamos que tienes al frente a un grupo de espectadores colombianos que solo tienen ideas generales acera del arte venezolano y te preguntan quién era Roberto Obregón y por qué trasciende su obra plástica. ¿Que responderías? 

A.J.: En el caso específico de Roberto Obregón comenzaría por señalar la pertinencia histórica de una obra que introduce las nociones de la fragilidad y del accidente en un momento de una nación, la década del setenta del siglo XX, en la que reinaban las esperanzas progresistas típicas de la modernidad. Al introducir esas dos nociones, su obra funcionó como un verdadero sismógrafo que captó las primeras hondas de un movimiento telúrico que acabaría arrasando con toda la estructura cultural y social del país en poco más de dos décadas.

De ese modo, y en estos días de estadía en Colombia he podido verificarlo, el público comprende de inmediato la pertinencia de esa obra. Ya, luego, si se trata de un espectador que tiene cierta familiaridad con los lenguajes del arte moderno y contemporáneo, y en particular con aquellas vertientes que echan mano de los lenguajes repetitivos y seriales, del rigor estético del blanco y del negro y afines, sin duda le será más fácil adentrarse en el universo de Obregón.

Y si no es así, si es un público que no posee esas referencias, o en muy escasa medida, al menos podrá comprender el interés de la obra que tiene ante sí, y le será también más fácil emprender el camino que podría llevarlo a su apreciación plena.

T.H.: ¿Y usted cree que le comprenderán fácilmente?

A.J.: En varias ocasiones he podido constatar la relatividad del hecho estético. Tanto en mi propia experiencia ante las obras de arte, como en las que me ha tocado exponer en otros países la obra de artistas venezolanos cuyo valor y belleza no se pone ya en duda entre nosotros. De esas experiencias he podido deducir que la belleza, que existe, no es la simple sumatoria de atributos formales cuya presencia o ausencia determinen la belleza o la indiferencia estética de un objeto. No. Es algo infinitamente más complejo, que reside tanto en nosotros, en nuestra mirada (que es más que el simple ver) como en el objeto que nos atrae, en un determinado momento histórico.

De manera que lo bello emerge más del encuentro feliz, de la conexión que se establece entre las particulardades de una obra y nuestras necesidades psíquicas, que de la sola configuración, armónica o no, de un objeto en sí. Lo bello sería algo así como el chispazo que surge de ese encuentro, de la diferencia de potencial entre nustro campo psíquico y las particularidades formales de un objeto.

Es solo una imagen, por supuesto, pero que ayuda a comprender por qué, para que una obra llegue a seducirnos y a parecernos bella, no basta con entrar en contacto visual con ella, también es necesario que llegue a producirse esa especie de sintonía entre ella y nosotros, que posibilita el fenómeno estético.

Por eso, cada vez que me encuentro ante un público que no comparte mi universo de referencias, uno para quien la noción de lo bello se ha forjado bajo otras premisas, no intento hacerle ver la belleza de esa obra, precisamente porque sé que no se trata de un atributo objetivo, material, que pueda reconocerse en ella, sino que busco establecer las conexiones entre ese público y las circunstancias que hicieron posible la obra que le presentamos. De ese modo espero que se genere esa especie de diferencia de potencial entre la obra y sus espectadores de cuya interacción emerge lo bello como un chispazo entre dos polos opuestos. Aún así, sé que se trata de un fenómeno que requiere tiempo, que es como si ese campo de donde surge el chispazo de la belleza deba necesariamente ir incrementando su intensidad hasta un punto crítico donde se produzca por fin la chispa.

En otras palabras, cuando se trata de presentar la obra de un venezoano y me encuentro ante un público que no sabe nada de nuestros procesos lo que primero intento es darle a ese público las llaves para comprender lo que hizo posible, incluso necesaria, esa obra entre nosotros. Si, luego, esa obra, digamos por ejemplo un monocromo de Alejandro Otero, les parece bello o no, lo considero un asunto personal en el que no tengo por qué intervenir. Yo solo le doy las claves que podrían llevarlo a entender su necesidad, su pertinencia estética e histórica. A partir de allí, cada espectador está libre de emprender o no el camino que lo llevará hacia la expriencia estética que esa obra pueda procurarle. Solo se trata de una apuesta estratégica. Nada me garantiza que aquello funcione o no.

T.H.: ¿Por qué esta exposición, en este momento, en Colombia, en una galería especializada en la relación entre Arte y Naturaleza?

A.J.: Por varias razones: unas personales, ligadas a mi propio desarrollo intelectual. Otras que tienen que ver con la proyección de FLORA en el plano internacional y también, justamente, por su perfil. En el plano personal, porque después de trabajar durante los últimos veinte años con el arte abstracto geométrico y cinético venezolano, encontré en la obra de Obregón la estructura simbólica más acorde con la realidad actual del país. La realidad de una nación fragilizada, sometida a las más absurdas y casi criminales presiones políticas, sociales y económicas, hasta el punto de que hoy se hace imposible pensar al país sin recurrir a las nociones de quiebre, de accidente, de fragilidad, esas que justamente, a mi entender, junto a la noción de singularidad y de los inconmensurables, forman el núcleo central del pensamiento plástico puesto en obra por Roberto Obregón, tan importante en el plano social y político. Todo ello me ha convencido de que en Obregón tenemos a uno de los artistas más densos del último cuarto del siglo XX, y que por lo tanto me parece fundamental estudiar y dar a conocer.

FLORA nos ofrecía uno de los espacios más idóneos que pudriéramos imaginar, tanto por la proyección internacional que José Roca y su esposa han sabido darle, como por su perfil institucional. En ese sentido, no hay duda de que un espacio que ha ordenado su acción institucional en torno a los lazos –y las distancias– que puedan existir entre el arte y la naturaleza, constituye el escenario perfecto para una obra que hizo de la disección de un organismo vivo, la rosa, su base lenguaje. Y por eso me ha parecido tan importante exponerlo allí.

T.H.: En el ensayo de presentación de la exposición es evidente que siente una pasión especial por el trabajo de disección de la rosas que hace Obregón. ¿Qué es para usted, de qué le habla, qué es lo que encuentra, en esa propuesta?

A.J.: Porque el hecho de haber decidido centrar todo su trabajo, o la mayor parte al menos, en el empleo de la disección de un organismo vivo, lleva implícito una serie de apuestas teóricas que son de primera importancia para pensar el mundo en el que nos ha tocado vivir. Solo como referencia podría darte varios argumentos.

Uno, que el simple hecho de trabajar a partir de un organismo vivo, introduce de por sí la noción de fragilidad. La vida, todo organismo vivo, es el resultado de un equilibro frágil, casi improbable, que por un tiempo solamente, el del escasísimo tiempo de nuestras vidas, se opone a la entropía y a las amenazas constantes que representan la enfermedad y la muerte. Dos, que esa fragilidad puede luego ser empleada, y Obregón lo hizo de manera consciente y sistemática, para pensar la fragilidad de nuestras vidas en el plano individual, y también de las estructuras sociales que construimos para vivir en comunidades, nuestras ciudades, que son también estructuras frágiles en lucha constante contra la entropía.

Y eso te explica ya por qué, como venezolano, me interesa el empleo que Obregón hace de la disección y por qué, como habitante de este planeta amenazado que es el nuestro, encuentro también en sus disecciones una de construcción simbólica muy pertinente para pensar la realidad del planeta. Nosotros vivimos en la tierra como los astronautas en una pequeña nave espacial, y en una espantosa inconciencia lo estamos destruyendo, quemando los bosques que nos permiten respirar y nos alimentan, envenenando los ríos y los mares, haciendo irrespirable el aire que nos mantiene en vida. Es como si los astronautas estuvieran en el interior de sus naves, destruyendo los sistemas eléctricos e informáticos que les garantizan su existencia al interior de la nave. Somos unos seres increíblemente irresponsables.

T.H.: Eso vale para lo ecológico. Veo clara la causalidad. Pero ¿cómo aplicarlo en lo político?

A.J.: En el plano político la disección nos aporta una serie de conceptos fundamentales: la noción de singularidad de cada ser vivo; el hecho de que somos todos seres singulares, que no podemos pensarnos como abstracciones generales, sino como singularidades, y que por lo tanto es fundamental aprender a pensar esas singularidades, esas inconmensurabilidades, para hacer posible la vida social organizada en las ciudades cada vez más complejas del presente. Porque en nuestras ciudades ya no vive un solo pueblo, que ocupa un solo territorio y habla la misma lengua, con una sola religión y una misma noción del pasado y del futuro. No, nuestras ciudades son hoy espacios complejísimos, donde viven comunidades distintas, que hablan varios idiomas y se relacionan con el pasado de maneras distintas, singulares, que esperan un futuro que no siempre coincide con el de las otras comunidades. Hoy, pues, más que nunca, es no solo importante, sino crucial, aprender a articular todas esas inconmensurabilidades, y la obra de Obregón nos ayuda a pensar ese mundo que es hoy una realidad en el planeta entero.

T.H.: Sostiene también que la exploración estética de Obregón es una oposición a los supuestos centrales de la estética y el pensamiento moderno. ¿Nos lo explica? ¿Puede decirnos como y dónde se hace tangible esa oposición?

A.J.: Obregón es uno de los artistas que comienzan a trabajar en un momento en el que los ideales progresistas de lo moderno comienzan a entrar en crisis. Es decir, yo creo que, más allá de complejidades teóricas, es evidente que eso que llamamos el pensamiento moderno, reposa sobre una serie de presupuestos y de entusiasmos que le son característicos. Hay dos muy importantes. La noción de progreso material y económico como algo que parecía seguir un desarrollo continuo, lineal, y que en Venezuela nos creímos a pie juntillas, de una parte. Y, de la otra, una confianza ciega en la ciencia y la tecnología que nos mantenía insensibles a sus consecuencias ecológicas.

Pero del lado de los movimientos de izquierda ocurría igual. De una parte, la esperanza de que el futuro nos depararía un mundo de bienestar, una vez que el planeta entero hubiera alcanzado el comunismo, lo que para muchos era simplemente una ley de la historia, algo ineluctable que se daría tarde o temprano. Y por otra, la esperanza de que ese futuro traería sistemas políticos “humanistas”, libertarios, en los que la explotación de unos por otros daría lugar a una sociedad armónica y feliz.

Es este tipo de esperanzas lo que entra en crisis en el planeta entero, y que la obra de Obregón refleja en sus apuestas teóricas. ¿Cómo? Ante la noción de un tiempo lineal, Obregón asume una idea típicamente borgeana: que el tiempo de la historia no es una realidad lineal, sino más bien cíclica, y que está sometida al accidente, siempre amenazada. Enuncia, además, una desconfianza en la voluntad generalizadora del pensamiento científico, que lo hace insensible a las diferencias, a las inconmensurabilidades que hacen del mundo una realidad plural. Allí, sus Crónicas funcionan como un verdadero manifiesto, configurando series fotográficas que aparentan funcionar como las de Muybridge, su modelo histórico (es decir, como una serie de imágenes que se disparan a intervalos absolutamente regulares), cuando en realidad son series totalmente asistemáticas, que incluyen esa asistematicidad como un factor fundamental. Y la disección, en general, funciona como un elemento formal y de sentido cuya base es precisamente la singularidad de cada ser.

Y en el plano directamente político, era también anti moderno, porque Obregón insistía en que no creía en los quiebres revolucionarios que vendrían a instaurar un orden radicalmente nuevo, sino justamente en la idea de ciclos históricos que sin cesar traen al presente el pasado entero de la humanidad.

En fin, toda su obra puede ser vista como un intento por problematizar esos supuestos sobre los que se sostenía el aparato teórico y la praxis misma de lo moderno. No tengo dudas al respecto.

T.H.: Para explicar a Obregón hay ciertos términos clave a los que recurres en tus textos, conversaciones y conferencias: topologíaaccidenteinconmensurabletransposición mimética. ¿Nos podrías ayudar explicándonos en qué acepción usas esos términos y dónde y cómo se articulan en la obra de Obregón? Si me das ejemplos, mucho mejor.

A.J.: Bueno, tendría que comenzar con el concepto de “transposición mimética”, que empleo en un momento muy específico de su producción, justo cuando Obregón abandona su pintura representativa para pasar a las Crónicas, basadas en el empleo del medio fotográfico. Yo oponía entonces la pintura representativa que practicó durante los años sesenta e inicios de los setenta, que funciona por transposición mimética; es decir, transponiendo sobre la tela la imagen de lo que observa en el mundo, o, por decirlo de otra manera, construyendo en la tela su doble mimético, su imitación pictórica, a la fotografía, que atrapa la luz reflejada por los cuerpos y nos ofrece por así decir la huella lumínica de las cosas.

Y oponía también esa función mimética de la pintura de siempre, a un principio que él, me refiero a Obregón, descubre en la obra de Lucas Samaras, y es que los materiales que emplea un artista también son portadores de sentido. Esto es, que no solo por imitación de las cosas, como lo hace la pintura, se puede decir cosas, sugerir ideas, sino también por la carga que aportan los materiales en sí: una imagen sacada de las revistas aporta su parte de sentido, el papel, las telas estampadas, los alfileres, el caucho, la acuarela, todo, en fin, entre los materiales y las técnicas empleadas, cargan de sentido la obra realizada con ellos. Y esa es una lección que Obregón no olvidará jamás, y seguirá informando su trabajo hasta el final. Pienso, por ejemplo, en sus Masadas, donde el caucho negro en el que recorta los pétalos de sus rosas habla de una oposición entre el material industrial y el pétalo que se extrae de él, pero también de su padre, porque ese caucho era el material que su padre, zapatero de profesión, empleaba todos los días en su trabajo, de manera que extraer de allí sus pétalos era como salvar ese símbolo de fragilidad y belleza que es la rosa, sacándolo del universo del padre, a quien lo unieron siempre relaciones profundamente conflictivas. Y también en sus Masadas cristalinas, donde la transparencia del plexiglás sobre el que entonces imprime la silueta de sus pétalos, nos remite al cielo noveno o cielo cristalino, tal y como Dante lo describe en la Divina comedia.

En lo que se refiere al “accidente”, lo empleo para explicar la noción que Obregón trabaja en sus obras cuando, por ejemplo, se pierde uno de los pétalos de una disección, una pérdida, un accidente, que él registra dejando su espacio vacío. También cuando, en una serie perfecta de pétalos, agrupados tal y como se fueron desprendiendo de la rosa, es la numeración la que se disloca, mientras la sucesión de pétalos sigue sin interrupción alguna. Para mí, esos pétalos perdidos, esas discretas irregularidades en la numeración de los pétalos eran más que un simple recurso formal: eran una muy particular manera de pensar la noción de accidente.

Por último, los conceptos de lo “topológico” y de los “inconmensurables” tienen una función muy precisa. Yo los empleo tal y como los descubro en los textos de Jean-François Lyotard sobre Marcel Duchamp. En unos de esos textos, Lyotard dice buscar en la obra de Duchamp, en sus rarezas, en sus aparentes incongruencias, herramientas para pensar lo que él llama entonces una justicia topológica y una política de los inconmensurables. Una justicia y una política que se aplicarían topológicamente; es decir, en función de parámetros que tienen en cuenta de las particularidades de un lugar específico, y en respeto de las inconmensurabilidades que pueblan hoy el mundo. Una política y un orden social donde los ciudadanos no serían ya pensados como individuos conmensurables, superponibles o equivalentes, sino inconmensurables, lo que quiere decir que todo ciudadano sería considerado como singular, y el orden social como la suma de todas esas inconmensurabilidades. Una sociedad pues de seres singulares, todos, eso sí, simétricos con respecto al eje que dibuja la ley.

De lo que se trata, en el fondo, es de pensar un orden social que tome en cuenta las diferencias entre un ciudadano y otro, entre una comunidad y otra, que sea pues sensible a sus diferencias y las incluya no como particularidades menores que pueden ser obviadas, o en todo caso asimiladas, sino como elementos constitutivos del orden social que entonces debemos aprender a articular entre ellas. A mí me parece que un orden social de esta naturaleza, que piense a los ciudadanos como seres diferentes los unos de los otros, e intente articular esas diferencias, es o podría ser mucho más justo, y mucho más adaptado a la diversidad de nuestras ciudades, que uno que simplemente parte del supuesto de que todos los ciudadanos somos y debemos ser iguales.

Pues bien, reflexionando sobre estos conceptos que Lyotard dice buscar en Duchamp para pensar esa política de los inconmensurables, yo me propuse determinar cómo funcionaba en Roberto esa estética topológica o de los inconmensurables que yo creo detectar en él y en muchos de los más importantes artistas contemporáneos, dentro y fuera de Venezuela.

T.H.: ¿Y el ejemplo?

A.J.: Sus Niágaras. Cada una de sus Niágaras constituyen una estructura donde se superponen dos hileras de ocho cuadrados. En los ocho cuadrados de arriba se distribuyen los pétalos de una misma disección, los pétalos de una rosa, símbolo de belleza y fragilidad, de pasión, de amor, etc., mientras en los ocho cuadrados de abajo se distribuyen los personajes seleccionados por el artista, cada uno de ellos singularizados por los símbolos astrológicos que le corresponden según su fecha de nacimiento. Pues bien, allí tenemos una estructura que corresponde exactamente a ese orden social de Lyotard, donde seres singulares, inconmensurables entre sí, son simétricos con respecto a los pétalos que los amparan en los cuadrados de la hilera superior, como los ciudadanos deberían serlo ante la ley. A mí no me parece una simple coincidencia, sino una clara confluencia en sus preocupaciones, y un ejemplo claro de cómo pueden pensarse problemas similares desde disciplinas completamente distintas.

T.H.: Encuentro en sus reflexiones una especie de “sociologismo” de la estética (cosa que no me molesta porque soy sociólogo), cuando se empeña en demostrar que hablar de una estética en particular remite no solo de los factores técnicos, temáticos y de lenguaje del artista, también a todo aquello que lo “enlaza” (es el término que usted utiliza) a una época determinada en lo social, lo político, lo económico y lo científico. ¿No nos coloca  esa apreciación frente a un relativismo extremo en la percepción de la obra de arte, toda vez que esos factores –los políticos, sociales, económicos– van cambiando incesantemente de sentido para cada generación que se sucede?

A.J.: Absolutamente. La percepción de la obra de arte no es un fenómeno aislado, que siga sus propias leyes, y que podamos estudiar independientemente de su inscripción en un determinado contexto histórico. Tampoco lo es la belleza que percibimos en ella, precisamente porque no es el resultado de una característica formal, sino de un acuerdo entre el objeto y nuestras necesidades síquicas y sensibles en general, que son necesidades fechadas, esto es, determinadas históricamente. Si no fuera así, una obra considerada bella lo sería por siempre, en cualquier momento histórico y para cualquier sociedad, y es evidente que las cosas no funcionan así. Durante siglos Occidente fue ciego a la belleza del arte medieval, y fue necesaria toda la revolución del arte moderno, que vino a desterrar la noción de imitación, para que nos hiciéramos de nuevo sensibles a la belleza de obras que no buscaban imitar el mundo visible.

T.H.: En esa misma línea,  existe la tentación, y creo que te he escuchado decir algo al respecto en conversaciones informales, de contraponer la obra de Obregón, especialmente las disecciones –asociadas a la muerte, la temporalidad,  lo accidental, a la materia orgánica, lo único y personal– a la obra que domina el arte venezolano de la segunda mitad del siglo XX, Soto, Cruz-Diez, Otero, asociado a lo metálico, lo industrial, lo moderno, lo impersonal, la idea de progreso infinito. ¿Serían dos caminos distintos de expresar el país, eso que denominas “ese entrañable afuera que lo nutre”?

A.J.: Sí, yo creo que entre Obregón y los cinéticos hay una diferencia fundamental, porque sus obras expresan maneras muy distintas de pensar y de pensarnos. En ese sentido hay pues una contraposición que es importante analizar. Ahora esa contraposición no es radical y, sobre todo, no es excluyente. Con ello quiero decir que si bien gran parte del sentido que produce la obra de Obregón no puede pensarse adecuadamente sino por oposición o contraposición a las estrategias y a los supuestos teóricos de artistas modernos como Soto o Cruz-Diez, esto no significa que para apreciar la obra de Obregón sea necesario odiar la de los cinéticos. No. Se trata de procesos más dialécticos, donde los opuestos se retroalimentan constantemente.

Las estructuras de Obregón, por ejemplo, están evidentemente emparentadas con muchos aspectos del cinetismo y del arte abstracto en general, porque comparten el empleo de las estructuras repetitivas y seriales, porque tienen un mismo amor por lo limpio, y son definitivamente amantes de esa oposición del blanco y el negro, tan importante para el arte moderno y contemporáneo. Lo que genera sentido es cuando, dentro de esas estructuras repetitivas que leemos como cercanas a las del cinetismo, Obregón introduce una discontinuidad que se lee como accidente, y que de inmediato genera una diferencia significativa. ¿Me explico?

Es porque las estructuras de un Soto o de un Cruz-Diez se quieren puras y limpias, exentas de accidentes, que el accidente en Obregón cobra un relieve tan singular. Es su diferencia la que nos permite leer un cambio en la manera de pensar nuestra realidad histórica. La obra de un artista contemporáneo cobra gran parte de su sentido en su manera de inscribirse en la historia. Nunca la percibimos aislada, como un signo solitario.

Por otra parte, es evidente –eso creo– que los materiales y las técnicas industriales empleadas por Cruz-Diez y Soto, asociados a su interés por las estructuras limpias, dinámicas sin duda, pero sin accidentes; su preocupación por los conceptos científicos, por la luz y por el tiempo; y en general por la realidad física del mundo, hablan de una fe en la ciencia y en la tecnología que es característica de los entusiasmos modernos desde los futuristas italianos hasta los cinéticos venezolanos.

No es pues un azar si sus obras acompañaron los grandes proyectos industriales y urbanísticos de gobiernos sucesivos en su intento por modernizar al país: la UCV, el Guri, la represa de Santo Domingo, el aeropuerto internacional, etc. Sus obras son la expresión plástica más genuina y acabada de un período histórico en el que los venezolanos, llenos de fe, creímos poder construir un país nuevo, moderno y limpio. Son parte de nuestra historia intelectual y plástica, y por lo tanto de una reserva de sentido que sin duda seguirá alimentando nuestras obras en el futuro, pero ya no son la expresión viva de una esperanza, ya no son arte contemporáneo, sino la imagen estética de un momento de nuestra vida colectiva ya muerto. En ese sentido, sí, la contraposición entre su obra y la de los cinéticos es inevitable.

La de Obregón, por el contrario, es una obra que expresa si no nuestras esperanzas, sí nuestras dudas, y representa a mi entender parte de esa cultura viva que irriga nuestro presente y nos aporta herramientas para pensarnos en tiempos de crisis. Yo la percibo como asumiendo hoy una función similar a la que cumplieron las Vanitas en los siglos XVI y XVII, que fueron también tiempos de inmensas dudas, y con ello actualizando una de las más antiguas funciones del arte, la que Aristóteles definía como su función catártica. No porque nos enfrentara al dolor y la muerte para hundirnos y deprimirnos, sino para fortalecernos ante lo ineludible.

T.H.: También está la tentación de pensar que la exploración estética de Obregón era visionaria, que en tanto prefería explorar temas asociados a los ciclos temporales, la degradación de la materia, la muerte o el suicidio, fue un anuncio de nuestra decadencia y fracaso como nación.

A.J.: No tanto al fracaso y la decadencia, no, sino la fragilidad y el accidente, al hecho de que la vida, la fuerza, la riqueza, son circunstancias siempre amenazadas, porque nada nos está dado de una vez por todas. La idea, también, de que existen fuerzas superiores a nuestra voluntad que parecen determinarlo todo y que no podemos cambiar hagamos lo que hagamos: el destino, la providencia, la fortuna, ¿quién sabe? Lo cierto es que en esa década de enorme entusiasmo modernizador, tecnicista, que fueron los años setenta, Obregón, y junto a él muchos otros artistas contemporáneos, introdujeron en el arte contemporáneo algo que los modernos habían desterrado casi por completo: la fragilidad, la duda, el dolor y la muerte.

Y claro, a nosotros los venezolanos de este tiempo nos ha tocado vivir una situación tan dramática, que no podemos ver esa obra sin sentir como un escalofrío, porque de hecho la percibimos como un gesto claramente premonitorio de lo que nos sucedería poco tiempo después.

Bogotá, 19 de abril de 2018


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