Argenis Martínez | Vasco Szinetar

Por ALFREDO ÁLVAREZ

En 1989 el candidato del Nuevo Liberalismo colombiano, Luis Carlos Galán, visitó Caracas, como parte de su intensa campaña electoral. Corrían sin prisa los primeros días de agosto. Atrás, aparentemente inerme y para nada peligrosa, había quedado la convulsa resaca del Caracazo, mientras tanto, el país emprendía su hoja de ruta a la muy ansiada normalidad. En Colombia, en el país de origen de nuestro visitante, quedaba oculta -pero muy activa y pugnaz- una artera y oscura red de complicidades. Una letal asociación entre los más abyectos intereses, que tramaban su impostergable asesinato. Un decreto que las fuerzas del mal habían formalizado sin ningún tipo de rubor.

En un subrepticio gesto, coincidía una sustantiva porción del estamento político colombiano, la cúspide de la pirámide militar-policial, así como el poderoso mundo del narcotráfico. Se habían confabulado para impedir que Galán llegara triunfante al Palacio de Nariño, la vetusta sede del gobierno en Bogotá. No hay duda que se trató de un triste y muy lamentable evento, una tragedia considerada posteriormente un crimen de lesa humanidad. Un verdadero despropósito, un evento que torció de nuevo el rumbo político del vecino y estimado país. Gaitán y Galán, desde entonces, nos suenan como notas similares y recurrentes en la triste música de una fúnebre cacofonía.

Este año de 1989 Venezuela estuvo marcada a fuego por los efectos de una profunda crisis económica, consecuencia del agotamiento del modelo distributivo de la renta, un sordo conflicto que entró a su vez en una crisis más compleja y generalizada gracias a la miopía política de la élite dirigente. Las medidas mal llamadas neoliberales, que tenían como premisa iniciar un proceso de cultura impositiva, no obtuvo el suficiente apoyo del estamento político local, incluyendo al partido de gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez. Hasta ese momento no existían los impuestos a los productos alimenticios o bancarios, factores ineludibles que contribuyeron a que colapsara el modelo de Estado paternalista. Eso fue un gesto político muy difícil de digerir para una sociedad que había vivido sin mayores preocupaciones, gracias a las bondades de una aparentemente inextinguible renta petrolera y un populismo a prueba de reformas. La tormenta perfecta.

Como salida al caos, en el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez se había propuesto un aumento del precio de la gasolina y de todos los servicios públicos. Su plan de ajustes incluía una devaluación progresiva del bolívar, la liberación del control de cambio a través de la unificación cambiaria, para que el dólar vaya flotando según los parámetros del mercado de divisas. Otras medidas incluían la liberación de las tasas de interés, liberación de los precios, restricción del crédito, fortalecimiento de la balanza de pagos, reducción del gasto fiscal y el aumento del salario base mensual a 4.500 bolívares equivalentes a 310 dólares de la época. En Colombia la barbarie imponía el magnicidio como una salida política y en Venezuela un populismo exacerbado nos obligaba a rendir culto a la vigencia de un Estado paternalista.

Para calmar el acoso de los reporteros locales -entre los cuales me incluyo- le preguntamos con insistencia acerca de las amenazas a su integridad física, un secreto a voces que le precedía en su exitosa ruta. Galán nos dijo -para disipar dudas y los miedos- que ante las amenazas de muerte vertidas por el narcotráfico en su contra, él temía la certeza de esos hechos, pero que eso no lo detendría en su propósito de ver a una Colombia libre de este tipo de acechanzas. Nos advertía, como si rezara un mantra inspirador la siguiente sentencia:

-A los hombres se les puede eliminar, pero a las ideas no. Y, al contrario, cuando se elimina a veces a los hombres, se robustecen las ideas.

Como un signo emblemático de la narrativa de su campaña, el carismático líder del Nuevo Liberalismo había apoyado sin reservas la extradición a los Estados Unidos de los responsables de haber hecho de Colombia el paraíso de los productores de cocaína. Las consecuencias de esa tragedia aún persisten y nos afectan a todos los latinoamericanos sin discriminación alguna. Los carteles de la droga y los oscuros designios de una política mezquina y miserable harían el resto. Galán moriría dos semanas más tarde en el poblado de Soacha, cercano a Bogotá. La barbarie cumplió con su amenaza. Un magnicidio feroz y corrosivo, aunado un populismo primitivo signaron el destino de Colombia y Venezuela.

Es justo reconocer, que ambos países poseen una historia común e indisoluble. Un extraño vínculo que los hace practicar sin mesura -y al unísono- un odio mellizal de dimensiones cósmicas, el cual, en su desempeño, no puede ocultar los atisbos de ser también, un clamoroso convenio de amor filial. Las historias nuestras corren paralelas y solo basta calibrar el interés con el cual asistimos a su último proceso electoral, en el cual fue electo como nuevo jefe de gobierno Gustavo Petro. Hago la cita solo para corroborar esa hipótesis, posiblemente algo muy empírica, pero políticamente muy práctica. La muerte de Galán aún nos muerde y nos reprende, pues de haber sido electo presidente otro hubiese sido el destino de Colombia. El destino de CAP también sugiere para este momento su obligante reivindicación política.

Galán para ese momento tenía la misma edad que Simón Bolívar al morir, un hombre por el cual rindió su admiración pública. Visitó el periódico, y allí fue recibido por su plana mayor con los honores que corresponden a un político de su raza. El reportero -HL- que debía estar presente en esa histórica cita, para dar cuenta de los detalles del diálogo, erró su camino y alguna complicación con su pauta diaria lo alejo del diario. Yo, por mi parte había concluido mi jornada por ese día y dispuse marcharme a mi casa. En mi ruta de salida fui conminado a regresar a la oficina de Argenis Martínez, para ese momento jefe del célebre Cuerpo D de Política del diario. Un fascinante equipo de periodistas que constituían una especie de Olimpo del reporterismo nacional.

Como era habitual en él, Martínez resumía en sí mismo toda esa excelencia. Gracias a su compleja, inexpugnable y rica gestualidad, mostraba siempre un gran garbo y un mejor estilo. Algo muy parecido a una extraña y apacible mezcla de deleite-expectación por todo lo que sucedía en su entorno. Eso lo mostraba sin dificultad, sus gestos, por lo general apacibles y casi desapercibidos. Como su mejor recurso, mostraba una sonrisa inefable, oculta en una barba hirsuta y elegantemente recortada. Su cuerpo danzaba alegre y el ardor de su mirada advertía el curso de un evento trascendente. Con solidaria elegancia, le restó importancia a la accidentada deserción de HL y me urgió para que ocupara su lugar. A partir de allí todo cambió para mí. Como un manager de esquina, me dio las instrucciones necesarias para hacer una nota para primera página. Corta y elegante; un privilegio de pocos, según establecían las propias normas del diario.

-Guárdate el resto para una nota de color, más amplia para un segundo día, y sonrió de nuevo como lo haría un felino satisfecho.

La ultima instrucción, la referida a la nota de color, despertó nuevamente ese hábito que se expresaban con una picardía demencial pero muy bien administrada por el sujeto. En Martínez no había nada fuera de lugar y ese era un hábil recurso con la cual seducía a sus reporteros. Con las manos al aire, simulaba escribir en un teclado imaginario. Y desde allí repetía “nota de color”, para sonreír alucinado, como si hubiese consumado la peor de las travesuras posibles. En menos de cinco minutos yo tenía asignadas dos tareas reporteriles importantes. Todas ellas, sin aviso ni protesto de mi parte. Dio un par de palmadas en mi hombro y susurro:

-Lúcete, Papín, y nos dirigimos al salón de la cita.

Galán nos sedujo a todos con su encanto. Le impresionaron mis preguntas, así como mi interés por la política colombiana. En un diálogo abierto y franco nos sugirió salidas comunes a los dos países, con un marcado hincapié en las coincidencias más que en las diferencias que podrían alejarnos. Presenciamos a un hombre de Estado, respetuoso del Estado de derecho. Un periodista curtido y formado en los ambientes de El Tiempo de Bogotá, editorialista de fuste en su época de estudiante de derecho en la Universidad Javeriana. Al término de su visita se acercó hasta donde yo estaba y me pregunto:

– ¿Qué haces está noche? Pásate por la embajada y allí hablamos de cosas de periodistas. Hay un cóctel que ofrece por mi visita el embajador.

Yo acepté sorprendido la invitación. Mientras Galán se despedía de todos, Martínez simulaba escribir en su teclado imaginario. Con la cómplice picardía de siempre me repetía su ritornelo, nota de color, nota de color.

-Hoy te tocan unos tragachos por cuenta de la embajada de Colombia, me deslizo por lo bajo, con esa inefable cara de tahúr Florentino, algo que seguramente debió adoptar durante sus estudios en Italia.

-No desperdicies la oportunidad y tráeme algo para la primera página de pasado mañana.

Ese era su estilo, iconoclasta, creativo, sorprendente, audaz, estimulante. Argenis Martínez nos enseñó que siempre había una forma distinta de abordar una noticia, para hacerla, entonces, una gran noticia. Que la forma de escribirla era importante, que los detalles contextuales eran muy útiles para ubicar el dato, el signo, el detalle que hacían de una afirmación periodística una sentencia inapelable. Ese era el estilo de El Nacional, y el cual gestó durante toda su vida profesional entre nosotros y el diario. Ahora confieso que había algo de rutina cinematográfica en toda la puesta en escena del periódico. Sin duda Argenis Martínez era el director de toda esa puesta en escena.

Para ese momento ya tenía pautada la nota de color, alimentada esta vez por la invitación a la embajada, y algo más que ocurriera por allí, lo que a su vez significaba escribir por los próximos cinco días. Créanme que algo así, laboralmente no era problema para nadie. Gustosos acudíamos a su llamado estimulante, porque con cada nota como esa crecíamos en nuestro ámbito profesional. Cuando me acompaño a la cita con Galán lucía un exultante orgullo y confiaba en que mi desempeño en absoluto demeritaba la ausencia de HL. Estaba orgulloso de que yo emprendiera esa rutina, y confiaba que de allí saldría algo muy bueno. Seguramente algún otro editor se habría opuesto a ese cambio, y él sin guardarse nada, libró con elaborado placer la batalla de poder con su as bajo la manga. Esa era otra de sus virtudes, no rehuía combate alguno y poseía como atributo la elegancia de un Maquiavelo redimido.

Dámela, pero con color era su exigencia-reto. La franqueza de su solicitud nos exigía liberarnos del corsé que imponían las formas rituales de hacer un periodismo adocenado. Esa consigna traducía, la obligante necesidad de poner a funcionar tus neuronas, tus contactos, tus números de teléfonos, así como los datos ocultos en la libreta de reportero curtido. Ante los días difíciles, eso de pocas noticias y mucha información -esa propaganda que discurre facilona y abundante en los boletines y oficinas de RRPP-, Martínez te sugería como una travesura, “que te fueras por la libre”.

Era su manera de darte la libertad absoluta para reportear como un perro callejero y por lo general nunca se equivocaba. Volvíamos exultantes a la redacción con un fabuloso tubazo -así le llaman a la exclusiva- certificado en el desarrollo de un baby shower de la esposa de un político influyente, obtenida en un sauna trepidante gracias un ministro de economía aficionado a las púberes, o en la barra de un bar de alcurnia gracias un funcionario generoso con las exclusivas y dueño de un ego descomunal. Hacíamos un periodismo lleno de vida, de energía de vitalidad y de mucha solvencia. Lo hacíamos diferente y eso caracterizó por muchísimo tiempo a El Nacional.

La Mala hora.

El sábado 19 de agosto de 1989 yo estaba franco y me disponía a salir a callejear en compañía de mi hijo Carlos Alfredo. Para el momento intentaba cultivar un hábito padre-hijo que nos hacía unos animados cómplices. Asistíamos temprano a una barbería muy tradicional en Sabana Grande, donde cortaban nuestro cabello, luego visitábamos alguna librería donde el joven Álvarez escogía algún libro o juguete didáctico que le interesara. Concluíamos sobre el mediodía, en el restaurant Jaime Vivas, donde el maracucho disfrutaba algún plato de la especialidad regional. Sin dilaciones se inclinaba por los bollos pelones o el plátano asado con queso de matera

El teléfono sonó insistente y al otro lado de la línea Martínez grave y riguroso me informó que Galán había sido asesinado en un atentado en las proximidades de Bogotá. Yo creo que tú debes hacer la nota que va en la C-1. En la planta baja del edificio, estacionado aguardaba un carro del periódico que fue por mí, para hacer más expedito mi incorporación a una jornada extraordinaria y luminosa.

Al llegar junto a Martínez se encontraba el señor Franklin White, director del diario para ese momento. Me dirigí a mi sitio de trabajo donde el archivo hemoragráfico sobre Galán reposaba disciplinado y silente. Revisé con calma todo el material disponible, vi las gráficas que había seleccionado. Sin esfuerzo mayor, sentí el solidario apoyo del editor jefe del cuerpo D. Esta vez no hubo mayor recomendación, todos lucían abatidos por la tragedia y un silencio respetuoso teñía la jornada. Martínez me dijo Papín, hazlo como tú sabes. Escribe esa gran nota de color. Me solicitó una crónica muy especial, tanto, que al concluirla logré despejar unas lágrimas sobre mi rostro. Treinta y tres años después me sigue pareciendo un crimen infame.

Argenis editó personalmente la nota. En sus primeros años en el diario, él fungió como editor. Se trata de un oficio riguroso, serio y exigente, que nos protege de cacofonías, desaciertos ortográficos, yerros de redacción, abusos omisivos en la sintaxis y meteduras de pata. Lo hizo en silencio, quitó pocas cosas y no creo que añadió nada excepcional. Tituló la nota con la asertividad y pulcritud de siempre y la entrego al departamento de diseño. Había esta vez un respetuoso silencio. No hubo las bromas de rigor, ni aquellos comentarios hilarantes-chispeantes sobre el más desafortunado miembro de la redacción. Me dio las gracias y un corto abrazo cerró su acto de agradecimiento. La urgencia de ese día cortó, para bien, mi descanso sabatino. Antes de retomar mi rutina familiar me dijo en voz baja:

-Tómate el lunes y pásalo bien con tu familia.

Yo desatendí la sugerencia que me liberaba de una jornada laboral más. Ese lunes trabajé por igual. No sentía yo que debía suponer algo extraordinario por haber redactado la crónica que dio cuenta del paso de Gaitán por Caracas, a tan solo unos días de ser asesinado por unos sicarios pagados por el mal y la ignorancia que nos corroe. Yo recuerdo ese día como un doloroso evento para la democracia de América Latina. Agradezco haber estado rodeado por el apoyo profesional de grandes periodistas en ese día, pues recibí allí una de las más claras lecciones de periodismo en mi vida profesional.

Aprendí que las cosas en este oficio se pueden hacer siempre de mejor forma. Los lectores deben recibir la mayor cantidad posible de información sobre aquellas situaciones que son de su interés. El resultado debe ser agradable, refrescante, enjundioso, para nada pedante, lleno de datos y, sobre todo, concluyente. Debe enseñar al lector y de ser posible educarlo. El periodismo debe ser algo vital, también, de ser posible, divertido. Eso decía Martínez, mientras tejía un divertido comentario acerca de la nota de primera página, o un yerro-fiasco de algún reportero

En eso Martínez era un maestro. Solo deseo que te sea leve la eternidad.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!