Argenis Martínez

Po HILDA LUGO

La primera vez que entré a su oficina fue en julio de 1996.

Argenis Martínez era el jefe de redacción de El Nacional. Yo, una pasante veinteañera con apenas unas semanas en aquel histórico edificio de Puente Nuevo a Puerto Escondido.

A El Nacional llegué gracias a Reynaldo Trombetta, compañero en la Escuela de Comunicación Social de la UCAB. Éramos pasantes en la sección de espectáculos. De vez en cuando, “el señor Argenis”, como le llamé por un tiempo, se asomaba por la oficina del piso tres, donde estábamos. Conversaba con Reynaldo sobre literatura, cine, música, artes plásticas, política, viajes… Yo escuchaba. Aprendía. Y disfrutaba, sobre todo, del sarcasmo de aquel señor elegantemente trajeado. Unas pocas veces intervenía.

Aquella tarde de julio en su oficina, mientras le llevaba una página que necesitaba su firma para irse a la rotativa, me dijo: “Eres bailarina, me comentó Reynaldo”. “Sí”, le contesté tímidamente.

Una «conversación» que fue el comienzo de una honesta y bonita relación en la que “Arge”, como luego le llamé, se convirtió en jefe, gran maestro, confidente; en esa persona que cuando ibas a explotar a su oficina por desacuerdos con jefes, gerentes editoriales, gerentes generales, hasta con Miguel Henrique Otero, te ofrecía un caramelo y te decía: “Paciencia. Hay que tener mucha paciencia”.

Pasábamos, entonces, al tema que nos apasionaba: el arte, la cultura. Y comenzaba Martínez, como lo llamaban en la redacción, a contar esas miles de historias que tenía de sus días como reportero y jefe de las páginas culturales de El Nacional. Lo que más disfrutaba era escuchar sobre esa relación que cultivó con María Teresa Castillo y con su admirado Miguel Otero Silva. Las contaba como si las volviera a vivir en ese instante.

Salía yo de aquella oficina del Vicepresidente Editorial de El Nacional, ahora en el piso 1 del edificio de Los Cortijos, poniéndole imágenes a aquellas historias y, por otro lado, volteando a ver a Argenis, que siempre con sus manos en el bolsillo me volvía a repetir: “Recuerda, paciencia. No es fácil”.

Fue lo último que me escribió en febrero de este año para hablar de cómo estaba viviendo ese cáncer que apareció de repente cuando, después de unos años muy duros en lo personal y en lo profesional en Venezuela, quería descansar y disfrutar de esa París que tan bien conocía, que tanto extrañaba.

“No está fácil, negrita. Hay que tener paciencia”.


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